Jesús les mostró con un ejemplo que debían orar siempre, sin desanimarse jamás: En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaba la gente. En la misma ciudad había también una viuda que acudía a él para decirle: Hazme justicia contra mi adversario. Durante bastante tiempo el juez no le hizo caso, pero al final pensó: Es cierto que no temo a Dios y no me importa la gente, pero esta viuda ya me molesta tanto que le voy a hacer justicia; de lo contrario acabará rompiéndome la cabeza. Y el Señor dijo: ¿Se han fijado en las palabras de este juez malo? ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos, si claman a él día y noche, mientras él deja que esperen? Yo les aseguro que les hará justicia, y lo hará pronto. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?

(Lucas 18, 1-14)

Al hablar de la vida de piedad, de las prácticas religiosas, no puedo dejar de establecer los principios religiosos que, en mi caso, la sostienen. Y para ello me apoyo en lo que dice la Palabra de Dios (Biblia), las enseñanzas de Jesucristo (dentro de la Biblia: el Nuevo Testamento, en especial los cuatro Evangelios); por lo que he comenzado con un extracto de este último. La fe cristiana afirma que debemos orar con frecuencia: “clamar a Dios de día y de noche”, aunque nos critiquen por ello diciéndonos “santurrones”; y al mismo tiempo hacerlo de manera humilde como el publicano, porque no somos santos sino pecadores. Por último, dicha constancia y humildad nos deben llevar a ser uno con Cristo, encarnarlo en nosotros viviendo como Él lo hizo, es decir, en caridad.

La meta de esta serie de escritos es dejar constancia de lo aprendido gracias al generoso ejemplo y formación que me dieron buenos cristianos. Es una manera de ser testigo, y de cumplir con el mandato de evangelizar. Lo primero será meditar sobre la relación entre la vida de piedad (prácticas religiosas) y hacer el bien, porque hoy en día se ha tendido a separar ambas realidades, por ello me pregunto: ¿pueden separarse?

La oración no se reduce al brote espontáneo de un impulso interior: para orar es necesario querer orar y aprender a orar. Aprendemos a hablar con Dios a través de la Iglesia: escuchando la palabra de Dios, leyendo los Evangelios y, sobre todo, imitando el ejemplo de Jesús.

(Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 2559-2564)

El cristianismo, en todas sus denominaciones, no puede separarse de la oración. Está en la esencia incluso de toda religión, porque el origen etimológico de la palabra “religión” se refiere en latín a “unir” o “ligar” de manera intensa y fuerte dos cosas: Dios y la persona. Precisamente esta fue la primera enseñanza piadosa que me regalaron mi madre (Teresa Castillo de Balladares) y mi abuela paterna (Carmen Teresa Betancourt de Balladares), quienes fueron ejemplos de oración en mi infancia. Mi madre nunca faltaba a la misa dominical, tenía (y tiene) un pequeño altar en casa al que le enciende una vela de vez en cuando (en especial, los lunes a la almas del purgatorio), y su mesa de noche siempre está repleta de estampitas con oraciones que reza todos los días junto al rosario. Mi abuela se levantaba de madrugada y leía diversas oraciones haciendo muchas pausas en silencio.

Lo primero que me enseñaron fue a pedirle a Dios por mis necesidades, y cada uno de los miembros de la familia. Y como buen niño, empecé a rogar por muchas cosas, ¡y ni hablar cuando tenía miedo o hacía alguna travesura y no quería recibir un castigo muy severo! “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes”, dijo San Juan Damasceno (Expositio fidei, 68); siendo esta la primera definición que nos ofrece el Catecismo de la Iglesia Católica (Nº 2559) al responder la pregunta sobre “¿qué es la oración?”. No sé si “elevaba” mi alma a Dios, pero sí pasé por esa primera etapa de la vida de piedad -¡y qué nunca abandonaremos!- de pedir ayuda a Nuestro Señor ante la necesidad de “bienes convenientes”.

Hoy lo sigo haciendo ante los achaques de la edad, las constantes amenazas en este mundo y en este país tan peligroso; y para lograr montones de pequeños bienes, también. El problema de esta actitud es reducir nuestra fe a una simple “muleta”, y por tanto solo a la coyuntura de la necesidad. La oración, al ser el trato con otra persona, debe transformarnos. No es pedir y pedir, sino pedir y cambiar. Cambiar para bien, conocer más a Cristo siguiendo sus pasos, anhelando ser como Él.

En algún momento de mi niñez, con mayor probabilidad en la adolescencia; me di cuenta que la religiosidad popular (y en general las mayorías) podía poner una imagen de la Virgen al lado de una mujer desnuda, la gratitud a Dios era algo poco frecuente, y la religión nunca afectaba tu modo de vida. ¿Dónde quedaba el ejemplo de total entrega de Nuestro Dios que recordábamos sobre todo en Semana Santa? ¿No tenemos que imitarlo? La primera aproximación infantil al tema fue algo mercantilista: si quieres que Dios te ayude debes hacer algún bien. Lo bueno de esta primera aproximación, es que al menos lográbamos un cambio. El peligro estaba en que por lo general era un cambio circunstancial: lograda la meta, olvidábamos la transformación de nuestra conducta. Como había constantes necesidades se comenzaba cierto hábito y aprendizaje, el bien requiere constancia. Lo terrible es no superar la visión de intercambio comercial, y por ello no descubrir el fundamento del cristianismo: el don gratuito, el amor incondicional.

Mi abuela y mi madre no reducían su relación con Dios a la exclusiva petición de ayuda, y “pago” de la misma con una acción bondadosa. Rezaban y rezaban en diversos momentos del día, su lenguaje estaba (y está) lleno de referencias religiosas, empezando por la costumbre venezolana que se le exige a todo niño: pedir la bendición a sus familiares mayores (lo cual se extiende a personas religiosas: curas, monjas, etc.). Decían: “¡Gracias a Dios!, ¡Dios nos libre!, !Dios te cuide!, ¡Ve con Dios! ¡Hágase la voluntad de Dios!”, y yo mantengo esta costumbre. Pero en el caso de mi abuela, quizás porque solo trabajó en el hogar, sí tenía una vida de piedad muy bien estructurada a lo largo del día.

Ya hablé de sus oraciones en la madrugada (5 a 6 am), luego a media mañana hacía unos minutos de lectura espiritual con el libro “Horas de luz. Meditaciones espirituales para todos los días del año” (1943) del padre jesuita Saturnino Osés. A las 3 de la tarde comenzaba a prepararse para ir a la iglesia a la cual llegaba a las 430 pm. Allí, junto a otras personas y el párroco, rezaba el rosario frente al Santísimo Sacramento expuesto sobre el altar en una hermosa custodia; luego la bendición del mismo con el canto del “Tantum ergo”; y finalmente la misa donde comulgaba devotamente para volver a casa a hacer la cena. Al acostarse tenía unas oraciones específicas que me hizo aprender de memoria: “Con Dios me acuesto con Dios me levanto, con la Gracia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén”; entre otras.

Aunque, para ser sinceros, me fastidiaban sus rutinas por ser un niño que quería algo más divertido; fui aprendiendo esos hábitos, esa vida de piedad. No bastaba con pedir y hacer una pequeña buena acción como pago a Dios. Mi abuela siempre me explicaba cómo vivía sus prácticas de piedad, e incluso las partes de la misa y el valor de los sacramentos. No lo hacía de golpe y a cada rato, sino de manera gradual. No tenía profundos conocimientos teológicos pero tampoco una mínima “catolicidad popular”.

Su fe era el catolicismo tradicional que aprendió desde muy pequeña en el Maturín de las primeras décadas del siglo XX, reforzado en su viudez desde los años setenta y ochenta con la organización “las viudas de Naim”. También me enseñó con el ejemplo de su personalidad, o quizás -como dijo San Ignacio de Loyola- “aprendí más con su conducta que con las palabras”, porque era de pocas palabras, sobria y austera. Era paciente y de una profunda mansedumbre, tanto que quedé sorprendido cuando una vez alzó la voz porque mi primo y yo la cansamos de tantas travesuras. Tenía la costumbre de visitar personas solitarias, en especial ancianos, a los cuales incluso ayudaba con grandes sacrificios porque al enviudar quedó sin vivienda y sin ingresos.

Poco a poco, la piedad se hizo parte de mi vida sin yo saberlo. Ahora, al rezar el rosario, al ir a misa, al hacer oración; siempre recuerdo a las personas que fueron ejemplo de piedad para mí. Rezan a mi lado, y me dan fuerzas para hacer el bien; para transformar la Palabra de Dios que leo, las avemarías que repito, las comuniones que hago los domingos; en vida con Cristo. Dios es el Bien supremo, la vida de piedad el medio y el anhelo para unirnos más a este Bien. Los enamorados siempre quieren estar juntos, imaginemos entonces amar al Amor absoluto. ¡¿Cómo criticar al enamorado por la frecuencia y las múltiples formas en que se expresan su amor?! La vida de piedad, por tanto, es la mejor de las vidas; y la que ofrece a los diferentes roles de nuestras vidas (trabajo, amistades, familia, cuidado diario, etc.): sentido, alegría y paz.