La primera vez que vi a Luis Sepúlveda no sabía quién era. Yo había llegado a Biarritz unas horas antes, desde Roma, en tren, con motivo del Festival Biarritz Amérique Latine. Francisco Smythe me había llamado desesperado para hacerme una petición, la de llevar todos los cuadros de su autoría que yo tuviese. Pues las obras que debía haber recibido desde Santiago para exhibirse en tan importante festival, cuyo país invitado aquel año (1993) precisamente era Chile —, nunca llegaron. Así pues, me tocó viajar durante toda la noche. Salí de Roma, hice transbordo en Niza y llegué a Biarritz tras horas de viaje y en compañía de aquellas obras de arte clandestinas.

Descolgué de las paredes de mi casa al menos siete cuadros de Smyhte. Eran obras que formaban y forman parte de mi propia historia.

Su incursión en las montañas es extraordinariamente hermosa, mostrando una explosión de colores. Singular resulta la espontaneidad con la que se crea la puesta en escena, exhibiendo una belleza que invita a adentrarse en una especie de perspectiva o mirada de conexiones paradójicas entre el futuro y el pasado, en un tiempo ya desaparecido.

Para ese viaje pude llevar conmigo muy poca ropa y ningún equipaje, tan solo aquellos cuadros enfardados con extremo cuidado, ocultos, camuflados. Los puse bajo la litera. Afortunadamente nadie se dio cuenta del contenido y pasé sin problemas la frontera italo-francesa.

Me esperaba en la estación uno de los organizadores. Entregadas las obras, me facilitó las direcciones del hotel, del restaurante y del festival. A primera hora de la tarde me presenté en el festival, una gran sala llena de acogedores sofás. Fue toda una sorpresa encontrar allí tantos amigos. Mucha prensa, muchos escritores chilenos. Entre ellos, Jorge Edwards. Estaban los grandes como Mario Vargas Llosa, Roberto Matta exponiendo una muestra del titulo “Donqui”. Entre saludos, los flashes de los fotógrafos no cesaban.

Hasta que, de repente, todo paró. Apareció un hombre de riguroso negro, con barba, botas y camisa desabrochada a la altura del pecho. Era Luis. Inmediatamente toda la prensa abandonó al resto de los allí presentes y se lanzó en pos de aquel hombre de barba y gafas, el cual no parecía prestar atención a nadie más. Se puso a hablar de la revolución latinoamericana, del momento vivido, de la libertad en Chile.

Expresó que no apoyaba la Concertación, lo cual era nadar a contracorriente, ni tampoco sus acuerdos con los fascistas, con quienes habían hecho la tan discutida Constitución de 1980. Pregunté quién era, pero nadie lo sabía. Se creó una especie de histeria por parte de las personalidades presentes. Un resentimiento aristocrático, diría yo, circunstancia que me divertía, pero no hice ademán de presentarme. Permanece en mí todavía aquella imagen suya tan irreverente.

La segunda vez que coincidimos fue cuando me tocó hacer de cicerone y enseñarle los encantos del estío romano. Me lo llevé al Bar della Pace. Bartolo, el legendario Bartolo, creador de aquel mítico local, hizo el resto. Pronto estuvimos en la mira de los paparazzi, con el precursor Rino Barillari, retratista de la dolce vita. El ambiente del bar era cautivador. Recuerdo que Benedetta Mazzini, la hija de Mina, pidió ser presentada.

Eran los años buenos de la noche romana, cuando a uno lo sorprendía el amanecer con facilidad. Aquella noche no fue diferente. Pasé los dos días siguientes en la cama con un buen resacón, prometiéndome dejar las bebidas de alta graduación de una vez por todas. Y así fue. Más tarde serví de intermediario entre Luis y periódico histórico de Roma, Il Messaggero. Luis Sepúlveda ya era muy famoso en todo el mundo. La primera columna que publicó no era sino el relato de un paseo nocturno por Roma, recién llegado a la ciudad. Conseguí que una trattoria estuviese abierta a las dos de la mañana, solo para él, al lado del Panteón. Un típico plato de pasta al olio, aglio e peperoncino (aceite, ajo y aji) sirvió para mantenerlo con fuerzas durante las horas siguientes.

Tenía 47 años y habían pasado siete desde la publicación de El viejo que leía novelas de amor, su libro más famoso. Luis Sepúlveda empezó a colaborar con una columna en Il Messaggero en 1996, tras la invitación de quien había sido nombrado director poco antes, Pietro Calabrese.

En el periódico tuvo lugar un gran encuentro con una importante crítica de teatro, Rita Sala. Rita abandonó a su gran amor, un director de orquesta de origen griego, por él. Nacida en Bolonia, había iniciado su carrera periodística en La Stampa, aunque muy pronto se mudó a Roma. En la capital italiana se convirtió en una de las voces más importantes del Messaggero. Luis solía pasarse por la redacción el domingo a primera hora de la tarde, cuentan los periodistas del periódico, momento en el que había menos concurrencia. Lo hacía siempre acompañado de su amiga Rita, la encargada de traducir sus columnas. Pero la historia terminó. Más tarde se supo que Luis había vuelto con su primera esposa, Carmen, el amor de su vida, una de las rosas de Atacama.

En 2018, Carmen y Luis vinieron a Roma. El embajador chileno en Italia, Fernando Ayala, presentó el libro de Carmen. Fue la última vez que los vi.

Luis Sepúlveda conoce a Carmen Yáñez en 1968. Carmen tenía 15 años. Tres años después, deciden casarse en Santiago de Chile. En 1970 se produce la elección de Salvador Allende como presidente del país. Tras el nacimiento del primer hijo, el feroz golpe de Estado encabezado por Pinochet y los militares felones termina con la presidencia de Allende, instaurando un régimen dictatorial que va a durar 17 años. Para ambos es el comienzo de un periodo de clandestinidad, detenciones, torturas y represión. Sus vidas entonces toman caminos distintos.

Sepúlveda deja Chile en 1977, Carmen cuatro años después. Él se instala en Alemania, ella en Suecia. Pero el destino los vuelve a reunir en 1996. Poco después viajan a París. En 2004, ya en Gijón, en el norte de España, se vuelven a casar.

Unidos por un hilo inquebrantable que entrelaza sus destinos desde siempre. La historia de amor entre Luis Sepúlveda y Carmen Yáñez, poeta chilena, parece salida de una novela, tal y como confiesa un poema de Sepúlveda titulado La más bella historia de amor.

Sobrevivientes del régimen de Pinochet y de la inaudita violencia desatada por la dictadura y las torturas en la cárcel. Más tarde separados durante años y finalmente reencontrados.

Volvieron a luchar juntos contra un enemigo común: el coronavirus. Carmen, de nuevo, logró vencer y sobrevivir. Pero Luis, en cambio, no lo consiguió. El 16 de abril de 2020 el escritor chileno fue uno de los primeros en morir a causa del virus.

Se podría pensar que, ante semejante amor, ni siquiera la muerte representa el punto final. Como la poesía, los sentimientos saben sobrevivir.

A cinco años de su desaparición, el presente escrito quiere ser un sincero homenaje al amigo, a los poetas, Carmen y Luis, en definitiva, un homenaje a la historia de un gran amor.