Uno de los ganadores de los Premios Emmy de 2024 agradeció, entre otros, a su perrita. Con poquísimas palabras, un montón de emoción y toda la razón, el ganador contó algo de la vida de su perra, que acababa de morir, y al final de su discurso le dedicó su triunfo y no sólo a ella, sino a todos los perros del mundo. Si para los adultos humanos la sensibilidad no fuera un lujo tan prohibitivo quizá todos los premios estarían dedicados a los perros, porque son lo más parecido a un pedazo de cielo en la tierra. Su amor es simple, palpable y evidente en su mirada purísima y en su inocencia tiernísima.
El corazón perruno no tiene las obstrucciones del corazón humano. Un perro no tiene ego, relación consigo mismo ni teme al ridículo, quizá por ello, casi siempre es feliz y como es generoso, su felicidad es lo más contagioso del mundo para quien tiene ojos y ve. Toparse en la calle con uno con una pelota en el hocico y el correspondiente meneo presuntuoso de su colita feliz, o con el que saca medio cuerpo por la ventana del auto del costado para recibir el viento en la cara sin que le importe despeinarse, nos arranca una sonrisa espontánea y tan natural como un estornudo. Hay quien afirma que los humanos que queremos a los perros lo hacemos porque no nos juzgan, y hay quien cree que los perros nos juzgan, sí, pero como lo hacen desde su corazón, limpísimo, se equivocan y nos consideran estupendos. He ahí una de las bendiciones más lindas de nuestra vida y la maldición más grande de la suya.
¡Váyase usted a la mierda, señora!, oí con sorpresa decir una tarde a un señor muy mayor con el que solía toparme a cada rato. Era un viejito de muy buenos modales y siempre sonriente, que paseaba con su perro Cachún, otro viejito. Cachún tenía catorce años y mirada de sabio, se parecía a un collie y llevaba zapatos de perro en las patitas traseras, según me contó el señor, para evitar que resbalara en las veredas siempre mojadas por la lluvia invernal y ahorrarle así un dolor de caderas. ¡Que lo ponga a dormir de una vez!, me dijo el amigo de Cachún cuando me acerqué después de escuchar el exabrupto, ¡esa mujer me ha dicho que lo ponga a dormir porque está viejo!, repitió, atónito y furioso. ¿Por qué voy a dormirlo si él quiere vivir y no tiene dolor?, me preguntó, como quien se pregunta a sí mismo. El día que Cachún muera, creo que yo también me moriré, dijo en voz más baja.
Poco después dejé de ver a Cachún y comencé a ver al señor caminando solo, sin la compañía de su amigo viejito con mirada de sabio, y sin sonrisa. Quizá Cachún enfermó gravemente y el señor tuvo que dormirlo, o tal vez Cachún logró ahorrarle el momento espantoso y murió dormido, ojalá. La idea de “dormir” a un perro porque está viejo, aunque no tenga enfermedad ni dolor, es mucho más común de lo que el amigo de Cachún creía, aunque el eufemismo es menos malo que el abandono, más que habitual, de los perros ancianos. Ahí están las perreras, certificando la traición, como si los perros fueran juguetes que se tiran cuando comienzan a estropearse. Obligamos a la misma especie a la que domesticamos, a gestionarse la vida, ganarse el pan y procurarse cobijo. Les hacemos cosas peores, también, y pocos se inmutan.
La lealtad de los perros hacia nosotros, en cambio, está más que documentada. No sólo trabajan gratis como policías, detectores de bombas, en misiones de búsqueda y rescate y hasta como terapeutas, sino que hasta los desempleados parecen haber nacido con la misión de facilitarnos la vida. Al sur de Argentina, un puma saltó de un árbol y atacó a dos niñas. El perro de la familia, un dogo, se interpuso y peleó con toda su alma para salvar a sus niñas y mató al puma. Quedó herido, pero sobrevivió, porque a veces los héroes tienen finales felices. Otro, en este caso, una perrita que caminando junto a su amigo humano lo vio caer y quedar inmóvil, se le echó encima para mantenerlo tibio y después ladró sin parar durante veinte horas hasta que alguien llamó a la policía para que callaran a un perro, y así, el humano fue encontrado y llevado al hospital.
Otra hembrita salvó a su persona deteniendo el tránsito, arriesgándose a ser atropellada, porque la mujer se había desmayado en la vereda. Una perrita paseandera estuvo a punto de infartar a su dueño porque una noche no la encontró en casa. La dueña de la paseandera estaba internada en un hospital cercano y como la perrita se enteró, aunque nadie se lo contó, se escabulló cada noche para ir a visitarla. Cuando las cámaras del hospital revelaron a la polizonte, la dirección permitió que la perrita viera a su humana en las horas regulares de visita para que no tuviera que escaparse ni infartar a su humano. Estos son ejemplos, tomados de fuentes comprobables, del amor que los perros nos regalan. Pero condecorados o no, protagonistas de noticias o no, ganadores de premios o no, la mayoría de los perros salva y enriquece nuestras vidas al respirar, nada más.
Pérez-Reverte dedica muchas de esas columnas deliciosas que escribe, a los perros en general y a sus perros en particular. Unamuno, Rafael Alberti, Neruda y Bukowski, entre otros, también escribieron acerca de ellos. Hasta Picasso fue fiel al amor de un perro. La sensibilidad de los adultos humanos es un lujo prohibitivo, sí, pero los perros lo merecen. Bravo por el Emmy que acaban de recibir.
Tengo de criar un perro,
ya que en este mundo estoy.
No me importa lo que sea,
Alano, galgo o bulldog;
lo quiero para tener
un tierno y fiel queredor…
para que me ofrezca todo
su perruno corazón…(Rubén Darío, Abrojos, 1887)