El último inca, Atahualpa, nació en Quito poco antes de la llegada de los españoles. Las piedras del Cuzco, la fortaleza de Sacsay Huamán, los indios modernos son un testimonio vivo del último Inca.

La edición conmemorativa de Los ríos profundos (2023) llevada a cabo por la Real Academia Española de la Lengua actualiza una discusión que se inició con Fray Bartolomé de las Casas, que continuó con el Inca Garcilaso de la Vega… hasta Ángel Rama, que convirtió a José María Arguedas (1911-1969) en el héroe literario de Transculturación narrativa en América Latina, uno de sus textos clave.

Pero, ¿quién fue Arguedas? ¿Por qué se lo puede concebir como redentor de un mundo, parcialmente perdido, como el de los pueblos prehispánicos? Y, además, ¿qué significado tiene en la actualidad un discurso, como el del peruano, que atraviesa agudamente la historia para entregarnos una visión poética, agonista y apocalíptica?

Como lo dice el mismo Arguedas en sus diarios publicados como parte de su última novela, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), su paralelo más próximo posiblemente sea el de Rulfo. Así como su obra se puede comparar con la de Roa Bastos y, hasta cierto punto, con la de Jorge Icaza. Es una obra que antecede y acompaña al boom de la literatura latinoamericana, y que guarda paralelismo, también, con la de un autor como Guimarães Rosa. Estas obras literarias responden afirmativamente a la pregunta que se hiciera la Iglesia en los preliminares de la conquista: ¿Tienen alma los indios? Ángel Rama intenta responder, por medio de una serie de rodeos sociológicos y antropológicos, a esta pregunta. Pero Arguedas responde implícita y a veces explícitamente: la pregunta presupone el racismo que hizo posible la conquista y la expansión colonial. Arguedas no se pregunta si los indios tienen alma, sino que sus obras, en especial Los ríos profundos, interrogan si el colonizador ha perdido la suya.

La obra de José María Arguedas es heredera de una tradición social y política expresada en Manuel González Prada y José Carlos Mariátegui. La publicación de Agua (1935), Yawar fiesta (1941) y Diamantes y pedernales (1954) prefiguran la aparición de Los ríos profundos (1958), que constituye, como señalan escritores y estudiosos, la cima de la producción artística e intelectual del novelista. Tras Los ríos profundos Arguedas re-elabora el mismo tema que expresa el conflicto del mundo andino, y lo hace en El sexto (1961), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Sin embargo, Los ríos profundos se distingue de sus antecedentes y sus re-elaboraciones por mostrar hondamente una metafísica propia, una mitología particular que, no obstante formar parte de los otros textos, aquí adquiere una verosimilitud especial, por pertenecer justamente al ámbito del lirismo, o también podríamos decir, por expresar la conciencia del protagonista.

Los ríos profundos se editó inicialmente en editorial Losada, de Buenos Aires, en 1958; se hizo una edición de la misma novela en editorial Ayacucho, de Caracas, en el año 1978, con prólogo de Mario Vargas Llosa; se ha editado, después, en diversas colecciones, como Oveja Negra, de Bogotá, o últimamente, en Casa de las Américas, de La Habana. La edición llevada a cabo por la RAE tiene la particularidad de formar parte de una colección en la que se han publicado ya obras literarias que se pueden considerar clásicos contemporáneos de las letras hispanoamericanas.

La colección se inició con El Quijote (2004) y continuó con Cien años de soledad (2007), La región más transparente (2008), Pablo Neruda. Antología general (2010), Gabriela Mistral en verso y prosa (2010), La ciudad y los perros (2012), Rubén Darío. Del símbolo a la realidad (2016), La colmena (2016), Borges esencial (2017), Yo el supremo (2017), Rayuela (2019), El señor Presidente (2020) y Martí en su universo. Una antología (2021). La inclusión de Los ríos profundos implica una distinción especial a esta novela, escrita por un autor no siempre comprendido y no fácil de comprender, que acabó con su vida en 1969.

La novela, editada por la RAE, trae una serie de ensayos y estudios a cargo de Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, Santiago Muñoz Machado, Marco Martos, Ricardo González Vigil, Alonso Cueto, Rodolfo Cerrón-Palomino y Françoise Perus.

Entre las aproximaciones críticas que acompañan esta edición cabe resaltar la que hace Vargas Llosa y su énfasis en torno al lirismo de la voz adolescente que recrea la novela. Ernesto, en efecto, se expresa siempre desde una subjetividad desnuda, profundamente ligada a la naturaleza y los hombres. Dice Ernesto en cierto momento:

¡Tuya! ¡Tuya! Mientras oía su canto, que es, seguramente, la materia de que estoy hecho, la difusa región de donde me arrancaron para lanzarme entre los hombres, vimos aparecer en la alameda a las dos niñas.

La Tuya es un ave, la calandria, cuyo canto conmueve a Ernesto de tal manera que termina por identificarse con él: su materia misma es la del canto de la calandria. Pero, además, esa materia, o ese canto, provienen de una región distinta a la de los hombres… Cabe recordar que Arguedas, además de escritor, era antropólogo. De donde inferimos que a veces se dedica a re-escribir mitologías propias de los pueblos andinos, no solamente de los Incas, sino otras distintas o más antiguas.

Alguno de los comentaristas señala justamente este interés de Arguedas por la naturaleza, pero cabría añadir que no es un interés racionalista, sino místico, una creación literaria de talante espiritual que dio origen a lo que, tal como recuerda Sergio Ramírez, se denominó en su día realismo maravilloso. La poética del texto es, por lo tanto, lo que denominamos realismo maravilloso. Dice Arguedas en otro pasaje:

En el canto del zumbayllu le enviaré un mensaje a doña Felipa. ¡La llamaré! Que venga incendiando los cañaverales, de quebrada en quebrada, de banda a banda del río. ¡El Pachachaca la ayudará!

Leyendo El sexto, una novela que recrea la experiencia de Arguedas en la cárcel de Lima que lleva el mismo nombre, uno puede advertir la influencia del pensamiento social y político que ya he mencionado arriba. Sin embargo, en esta narración de talante realista y político, una especie de desdoblamiento de Los ríos profundos, el narrador se empeña muchas veces en tocar las cuestiones de naturaleza cultural: las creencias de los pueblos prehispánicos. Sucede lo mismo con las otras novelas de Arguedas: las mitologías antiguas reviven de pronto. Es decir que, de alguna manera, Arguedas pretendía entender, a su modo, aquella sentencia de Mariátegui de que “el indigenismo es un socialismo”. Sólo que Arguedas lo planteó de otro modo: los mitos y las creencias antiguas pueden dialogar con las modernas. Y pueden dialogar en un nivel muy próximo, en el que se juega enteramente la conciencia de los héroes.

Posiblemente esa inmersión en la conciencia de las creencias antiguas –esa posibilidad literaria– transgreda su profesión de antropólogo y etnógrafo. Arguedas se dedicó a lo largo de su vida a recoger las mitologías, ritos y simbologías de los pueblos andinos del Perú. Pero a diferencia de un estudioso, él también creía en los poderes y sentidos de esas tradiciones. No se puede entender, si no, que el canto del zumbayllu (de un trompo) pueda enviar mensajes a Doña Felipa (cabecilla de una revuelta); ¡Y que el Pachachaca, un río, pueda ayudarla!

En Arguedas no sólo que los hombres provienen del canto o son el canto de las tuyas o calandrias, sino que existen objetos mágicos, como el trompo, y los ríos pueden tener voluntad y comprometerse con los destinos humanos. Arguedas dice lo mismo en otros libros: en Yawar Fiesta el toro y el cóndor son divinizados; en Todas las sangres una serpiente mitológica, el Amaru, vive en lo profundo de una mina; en El zorro de Arriba y el zorro de abajo estos dos animales hablan en medio de una narración sobre los migrantes que van de la sierra a la costa.

Este fundamento mitológico de la obra del peruano se entiende en la medida en que Arguedas era antropólogo, etnógrafo y folklorista. En realidad, la mayor parte de la obra de Arguedas pertenece al ámbito del estudio de la cultura que al de la literatura. Obra suya es la traducción del quechua al español de Dioses y hombres de Huarochirí, una recopilación de mitologías que se remonta al siglo XVII, y que se puede comprender como un texto similar al Popol Vuh de la cultura maya-quiché, que inspiró en su día a Miguel Ángel Asturias para escribir Hombres de maíz. Dioses y hombres de Huarorichí recoge relatos pre-incas y pre-hispánicos de la sierra central del Perú.

Arguedas publicó muchas recopilaciones de cantos y relatos indígenas, y fue un intérprete y suscitador de las celebraciones andinas, de su música y danza. En los ensayos y estudios que acompañan el texto de la RAE no se señala suficientemente la importancia esencial que tiene el talante de Arguedas en tanto investigador de la cultura indígena peruana; Arguedas, además, fue criado en su temprana infancia por una comunidad quechua que le transmitió su lengua y cultura, y ese sentimiento infantil es el que el autor consigue transmitir a través de la creación del personaje de Ernesto, héroe de Los ríos profundos.

Para un lector de la región andina Arguedas resulta muy cercano: la vida anterior a los Incas, la estela imperial del Cuzco –de Argentina a Colombia– y la llegada y expansión del imperio español dieron lugar a un pequeño mundo que, no obstante, se dividió después, tras la independencia de España, en naciones. Arguedas continuamente se sitúa como un narrador peruano, pero entre él y la literatura latinoamericana, cabe tener presente que su obra trata sobre una región, los Andes. La lectura de Arguedas reflexiona, en ese sentido, sobre el impacto que tiene la modernización en la cultura andina.

Es un problema que toca acertadamente Ricardo González Vigil en uno de los estudios de esta edición. Durante todo el siglo XX la cultura de los Andes experimenta una transformación radical: la urbanización, la castellanización, la expansión de los medios de comunicación y la escuela, las migraciones… harían declarar al peruano que no es un aculturado, sino un demonio feliz que habla en indio y en cristiano, en quichua y castellano. Esta transformación hizo que, en su día, autores como Antonio Cornejo Polar se refieran a la noción de indio moderno.

Los ríos profundos trata sobre la experiencia de un niño, casi adolescente, interno en un colegio religioso en el pueblo de Abancay. Allí es testigo de una rebelión, llevada a cabo por las chicheras del lugar y, finalmente, vive y sufre la llegada de la peste: la enfermedad desata una invasión de los colonos de la hacienda de Patibamba al pueblo. Las chicheras se rebelan contra la especulación de la sal, y aunque el gobierno las aplasta, nunca llegan a atrapar a la cabecilla, Doña Felipa, quien huye hacia la selva. Mientras, los colonos, es decir, los indígenas reducidos al más bajo servilismo, salen de su hacienda, enfermos de peste, en busca del sacerdote del pueblo, para que oficie una misa expiatoria. He aquí el contenido agonístico y profético del relato. Dice en cierto momento el narrador:

–¡Sí, <>! –grité– ¡Que venga doña Felipa! Un hombre que está llorando, porque desde antiguo le zurran en la cara, sin causa, puede enfurecerse más que un toro que oye dinamitazos, que siente el pico del cóndor en su cogote. ¡Vamos a la calle, Markask’a! ¡Vamos a Huanupata!

Antero me miró largo rato. Sus lunares tenían como brillo. Sus ojos negrísimos se hundían en mí.

–Yo, hermano, si los indios se levantaran, los iría matando, fácil –dijo.

–¡No te entiendo, Antero! –le contesté, espantado– ¿y lo que has dicho que llorabas?

–Lloraba. ¿Quién no? Pero a los indios hay que sujetarlos bien. Tú no puedes entender, porque no eres dueño. ¡Vamos a Condebamba, mejor!

Frente a la tentativa de rebelión de Ernesto, el desconcierto y la frustración que le produce el Markask’a, Antero, su amigo más cercano, ahondan en la soledad del personaje y en su desesperada huida hacia las creencias, hacia los mitos. Ernesto siente como los indios. Aunque Markask’a (Antero) los entiende, no puede sentir como ellos: ha perdido parte de su alma. El relato, además, se nutre de una delicada sensualidad, en la que el protagonista se debate continuamente, en oposición a una sexualidad brutal. Dice el narrador, en cierto momento, sobre el hijo del comandante de los soldados que han llegado a Abancay a reprimir a las chicheras:

Era cruel oírle decir (a Antero) que las muchachas se disputaban a Gerardo. Era cruel confirmarlo así, después de haber escuchado a los dos amigos, a él y a Antero, en confidencias. ¿Es que ellas nada sabían? ¿No sabían que el hijo del Comandante era sólo como el <>? ¿Nada más? Así, asqueroso, aunque sin su impaciencia, sin ese indomable furor, pero con la misma baba de sapo; y cauteloso, artero, y tan contagioso que había transmitido a los lunares y al rostro del <> esa huella de bestialidad que ahora lo manchaba.

Tras la rebelión de las chicheras llegan los soldados. Pero después, en un giro apocalíptico, Ernesto es testigo del comienzo de la peste. Así termina la novela:

La peste estaría, en ese instante, aterida por la oración de los indios, por los cantos y la onda final de los harahuis, que habrían penetrado a las rocas, que habrían alcanzado hasta la raíz más pequeña de los árboles.

–¡Mejor me hundo en la quebrada! –exclamé–. La atravieso, llego a Toraya, y de allí a la cordillera… ¡No me agarrará la peste!

Corrí; crucé la ciudad.

Por el puente colgante de Auquibamba pasaría el río, en la tarde. Si los colonos, con sus imprecaciones y sus cantos, habían aniquilado a la fiebre, quizá, desde lo alto del puente, la vería pasar, arrastrada por la corriente, a la sombra de los árboles. Iría prendida en una rama de chachacomo o de retama, o flotando sobre los mantos de flores de pisonay que estos ríos profundos cargan siempre. El río la llevaría a la Gran Selva, país de los muertos. ¡Como al Lleras!

La resonancia de la rebelión en Los ríos profundos puede remontarse y traernos al presente la rebelión de Tupac Amaru en el siglo XVIII; así como la llegada de la peste es semejante a la noticia de la muerte de Atahualpa, que se expresa por medio de aquella sentencia de “Anocheció en la mitad del día”. Tupac Amaru, cuyo nombre era José Gabriel Condorcanqui, cacique de Tinta, estuvo muy cerca de someter al Cuzco. Fue vencido y su castigo fue la muerte y el descuartizamiento: sus pedazos fueron enviados a las cuatro latitudes del virreinato. Uno de los mitos que recoge Arguedas, el Inkarri, dice que cuando los restos de Tupac Amaru se junten nuevamente volverán los Incas. Otro de los mitos que recoge Arguedas, el de Tete Mañuco, se refiere a un nuevo nacimiento de Jesús, entre los indios más pobres. Arguedas atravesó muchos tiempos, y su escritura, artesanal en su concepción, provinciana de origen, nos habla todavía hoy con entereza.