«A veces, todo lo que necesitamos es quedarnos quietos y observar», decía Hopper. Pude comprobar cuánta razón tenía cuando, una tarde de finales de mayo, estaba sentado en un banco disfrutando del komorebi, esas luces, siempre mágicas, que se filtran a través de las hojas de los árboles.

De pronto, una mujer de pequeña estatura surgió de un bosquecillo cercano en el inmenso parque de Inokashira Onshi. Vestida de forma llamativa y gorra amarilla, me pareció una duende.

Inesperadamente, se puso a tocar el violín. La música surgía de una forma que no soy capaz de adjetivar, ¿acaso, tocaba un ángel? Ignoro si los espíritus celestes tienen cuerpo y si, además, tocan violines. Ella sí, daba vida a notas que volaban como mariposas. Pero no eran lepidópteros, sino los pétalos de los cerezos que arrastró poniente en el último sakura. Revoleaban flores y música, que yo albergaba como un regalo inesperado.

Se volvió hacia mí y sonrió mientras seguía acariciando el violín. Entonces ocurrió un prodigio: era un hombre de no más de metro y medio. O tal vez, era realmente un ángel, que ellos no tienen órganos reproductivos y solemos confundir su género. También es posible que la mujer primigenia fuera duende, ángel y hombre, en un solo cuerpo. Todo escapaba a la lógica, dogmas, entendimiento y razón, que bregaban dentro de mí y huían sin explicación.

Pude comunicarme con ella, a pesar de la dificultad del idioma, había algo que facilitaba entendernos. Supe que se llamaba Arata y vivía en esa ciudad sin fin que es Tokio. Allí quedó con su música. Ahora el tren me lleva lejos, a una estación a la que siempre llego tarde, donde el sol ya ha enmudecido y la noche me espera con toda su orfandad. Apenas despunta el día, salgo del hotel aturdido, amanece muy pronto aquí y veo en la plaza Musashi Sakai a un grupo de personas mayores que han formado un círculo casi perfecto para hacer taichí.

El mundo gira vertiginosamente, pero ellos, parsimoniosos y seguros, hacen los movimientos justos para saberse vivos.

A nosotros, la prisa nos mata en Barcelona. Aunque, a veces, los recuerdos nos salvan:

Yanaka, en la lejanía,
es un horizonte gris.
Luego te acercas
y ves personas amables y ruidosas,
sorbiendo fideos udon,
que sonríen
y sonríes tú también.
No sabría decir
qué es lo que me aproxima a ellos.
Ni por qué sus ojos me resultan familiares,
ni la razón por la que sus palabras
no parecen forasteras.
Indican el tren de regreso,
sus estaciones,
su mapa topográfico,
su vecindario.
Volver,
por menos de doscientos yenes,
volando.

Una vez llegado a la estación Hakusan de la línea Mita del metro de Tokio, aún tendrás que andar diez minutos más —esto no es Kansas, ni hay ciclón que te transporte— para verte ante la puerta principal del Jardín Botánico Koishikawa (Koishikawa Shokubutsuen).

Aquí no te vas a encontrar, por 330 yenes, con Dorothy, ni con enanos, ni con brujas, buenas o malas. Tampoco con Totó, ni el Profesor Maravillas ni con el Espantapájaros ni el Hombre Hojalata, ni siquiera con el León Cobarde; pero entrar en este parque, casi irreal tras el sakura y en plena florescencia, puede hacerte creer que estás recorriendo el Camino de las Baldosas Amarillas para llegar a Ciudad Esmeralda, que, de la mano de Judy Garland transmutada en mi preciosa magomusume Yume, te llevará hasta el Mago de Oz. Este brujo sí es real y habita en la inmensa pradera donde a lo lejos divisamos multitud de personas entre flores que bullen incontables, inundando cada asombro que vamos aprehendiendo sin oficio ni mesura. Tampoco entraremos en el mundo de los sueños, mas, en cambio, hallaremos personajes extraordinarios que pretenden capturar la belleza a pinceladas. Señoras que resguardan su rostro del sol con gorritos de otra época y hacen el milagro de llevarte a un espacio donde nunca pasa el tiempo y trasciende la elegancia. Y niños que pasan entre risas, bajo arcoíris de rosas, hortensias o gladiolos. Las grajillas vuelan bajo, cerca de nuestras pupilas encendidas a las que, como a las de Stendhal, la belleza hiere. Al marcharnos —bye, bye— abandonamos un espacio que no sobrevivirá porque nunca se repetirá la historia.