Un día, seguramente entre mate y mate, me pregunté por qué no hago las visitas guiadas de mi ciudad. Por qué no recorro esos lugares que me llevan a otros tiempos y que, de alguna manera, tienden un puente al presente.
Para serles sinceros, les romanticé bastante aquel momento epifánico. La verdad es que la pregunta tuvo tintes de enojo: ¿cómo podía ser qué teniendo estas posibilidades no las aprovechara? Yo, que tengo la costumbre de meter la nariz en todos lados. Yo, que me creo fan de cuanta historia esté dando vueltas por ahí. ¿Qué es esa costumbre de relegar por trabajo o responsabilidades, siempre aquello que nos hace bien? Cómo la respuesta a esta última pregunta es un artículo entero a parte, voy a continuar con mi momento epifánico.
Es así como, después de sentirme un poco tonta, decidí cambiar mi destino y empecé una lista:
Teatro Colón (que sigo sin visitar).
Teatro Cervantes (una amiga estrenó una obra allí. Recomiendo).
Palacio Barolo (esperame).
Parroquia de Montserrat que tiene uno de los órganos construido en 1868 por los Fratelli Serassi y único en el país. Está un poco venida a menos, pero vale la pena.
La lista sigue.
Pero una noche volviendo a casa en bici por la avenida Independencia, miré, como cada vez que pasaba por esa esquina, la casona colonial blanca, un poco graffiteada. Siempre hermética, estática, camuflada increíblemente entre el ruido de los autos pasando sin ver las luces de neón de la Shell y los barrotes que separan la UADE de la vereda.
Llegué a mi casa y busqué que es esa esfinge silenciosa: un Instagram sin actividad. Una Santa Casa donde hacen ejercicios espirituales, sin fechas claras, pero una visita guiada la semana siguiente. Hice click en el enlace, completé el formulario y lo envié.
Ese sábado yo no sabía si iba a juntarme a meditar con gente o si iban a querer captarme para una secta. Ya me imaginaba entrevistada por Netflix dentro de unos años. Pero, para mi sorpresa, me encontré con las puertas cerradas y una señora bastante pituca que esperaba con anteojos negros. Me miró, y buscando complicidad, me dijo: ya toqué, pero no atiende nadie. Igual faltan diez minutos. Por lo menos trajimos los anteojos. Tenía razón, el sol pegaba en las paredes donde rebotaba el reflejo como cuchillos que iban directo a los ojos.
Fue cayendo gente al baile y la señora repetía con la misma entonación las palabras que se perdían cada vez que el semáforo volvía al verde. Todos andaban haciéndose carpita en los ojos para esquivar los cuchillos de luz. Cuando abrieron las grandes puertas de madera y entré, estaba prácticamente ciega.
Primero sentí el frío de años, el de las casas viejas. Y en medio de las sombras, las siluetas de las cosas empezaron a adquirir forma mientras nos tomaban presente como en la escuela.
No seríamos más de diez personas, todas parejas arriba de los cincuenta años; menos la señora que estaba como yo: sola y con anteojos. Su pelo rubio pajoso, su cara estirada y la piel como un papiro me hacían pensar en las vedettes de las películas de Olmedo y Porcel, y esa imagen chocaba con los muebles de algarroba oscuros, los retratos de marcos dorados sobre las paredes con un poco de humedad. En ese momento pensé que, probablemente, yo también era extraña en ese mundo.
Dijeron el último nombre y siguieron con un por aquí y nos llevaron a un salón de piso de granito, con columnas frente a una especie de tarima sin ser tarima, pero algo delimitado, más que nada por la disposición de las sillas. Nos fuimos sentando uno a uno y una mujer en la esquina del lugar aguardó el momento de silencio para pasar al frente y presentarse.
No recuerdo su nombre, pero sí que era historiadora. Que trabajó muchos años con el Papa Francisco y que hoy en día trabaja para el legado de Mama Antula y mantener viva la Santa Casa.
Siguiendo las pocas prácticas religiosas que sé, voy a confesarme: no tenía idea de lo que estaba hablando. En ese momento solamente conocía al Papa por argentino, y no mucho más. Estaba ahí de manera random, pero también por curiosidad. El catolicismo atraviesa América Latina, es parte de la historia.
Estoy dentro de esta casa, ¿quiénes más estuvieron?
Hubo una mujer que se llamó María Antonia de Paz y Figueroa, que parece que nació en 1730 en algún lugar de la zona de Santiago del Estero que todavía no era lo que conocemos ahora. Los datos no son concretos, no había todavía libros parroquiales. A los quince años, se inicia en la Compañía de Jesús, que conocemos como los jesuitas. Parece ser que se los confundían con los teatinos, línea San Cayetano, y santo al cual se la vincula a ella como devota, pero nada es seguro porque estamos hablando de varios años antes de la revolución francesa. En tantos años, algunos registros no están, si es que alguna vez existieron.
Así como la historia puede reconstruirse en cada presente, también decide tirar cosas al fuego.
Esta beata (dícese de persona dedicada a la oración y a ejercer el trabajo social) ayudaba a difundir la palabra del dios católico. Ella hablaba también quechua, de aquí su nombre popular. Pero todo se desmoronó cuando en 1767, Carlos III les suelta la mano a los jesuitas y son expulsados de América. Todos fueron perseguidos, otros pudieron exiliarse. Mama Antula caminó (sí, caminó) parte de lo que hoy conocemos como el NOA, y llegó a Salta cargando pocas cosas, una de ellas su Manuelito, un niño Jesús abrazado a la cruz. Debo decir que bastante grande tallado en esas maderas pesadas. Siguió su camino buscando asilo y difundiendo los ejercicios espirituales. La historiadora hace una pausa.
Nos invita a recorrer entonces la Santa Casa. Pasa por el pasillo que separa un grupo de sillas de otro, y nosotros entendemos que hay que seguirla. Nos vamos levantando y los ruidos rebotan por las paredes y chocan con mis pensamientos: estas mujeres entonces convivieron de alguna forma con las monjas de clausura de las Catalinas, otro edificio que se sitúa en frente de las famosas Galerías Pacífico en Retiro y que en 1807 fue ocupado por la segunda invasión inglesa. Pero claro, Mama Antula no llegó a la Independencia de mi país. Nunca supo de San Martín.
Llegamos a una especie de nave central de una iglesia, pero en chiquito. Un altar al fondo que ocupa toda la pared. Es tétrico y bellísimo, como todo lo católico. Las paredes siguen siendo blancas, el aire frío y los bancos de madera oscuros y pesados. Nos acomodamos en ellos.
La historiadora retoma: Viaja por Tucumán, Salta, Catamarca, va a Uruguay y cruza por Montevideo. Con dos mujeres más, llegan a lo que hoy conocemos como el barrio de Congreso que, en ese momento, eran las afueras de la ciudad (recién en 1880 se definen sus límites). De hecho, llegan a la Basílica de Nuestra Señora de la Piedad que sí, estaba construyéndose desde 1762 en el solar de una familia muy adinerada que quería un oratorio para sus prácticas espirituales. La historia dice que llegan y las apedrean: puede que, por mujeres, por estar solas y harapientas.
La historiadora nos anima a continuar, así que nos levantamos y cruzamos claustros, pasillos y habitaciones. En uno de ellos, nos detenemos: hay un Jesús crucificado delante de una puerta de madera colonial. Seguramente este espacio lo vean raro, ¿qué hace esta imagen de frente a las puertas? Bueno, ciertos días, en ciertas fechas, las abrían para que aquellos fieles que quisieran hacerlo, pudieran rezar. Como una iglesia abierta. Continuamos a otra nave central con su altar, igualito al primero. También nos sentamos y la historiadora espera el silencio.
Entonces Mama Antula se instala en una especie de pensión en el barrio de Montserrat, el barrio donde vivían los esclavos, durante ya el Virreinato del Río de la Plata. Escribe cartas, pide donaciones, traslada un Jesús crucificado por partes para armar dentro de un espacio seguro. Consigue ayuda de varias familias pudientes de la época. Una de ellas, la familia Alberti. Le donan un terreno en las afueras de la ciudad donde levanta paredes, hace cuentas, diseña la casa de rezo, empieza su construcción. Y donde hoy, cuentan esta historia. La historia de esta mujer movida por la fe que es parte de la historia de esta ciudad.
Mama Antula gestiona y organiza. También reza. Nos movemos hacia la cocina. Hay azulejos, no me acuerdo de qué color. La luz entra por la puerta que da a un patio al que vamos a ir después. No sentamos uno al lado del otro. Sabemos nuestros lugares porque hay unas tacitas que lo establecen. Nos convidan tortas fritas y nos sirven té.
Este es el lugar de desayuno, almuerzo, merienda y cena. A mí se me hace el momento colectivo. Nos reciben con música que sale de un parlante que se va apagando de manera suave. En este lugar almorzaban las casi 200 personas que podían llegar a hospedar. En esta casa, el lugar más antiguo de la ciudad, que no fue víctima de remodelaciones ni intervenciones. Me llama la atención en una ciudad desguazada, lamentablemente, por negocios inmobiliarios.
Tenemos nuestro momento colectivo en silencio. Hay gente que saca fotos. Algunos nos sonreímos. El choque de la taza en el platito reverbera en las paredes.
Ya en el patio, uno de los tres que visitamos, nos detenemos alrededor del árbol viejo (quizás no todo vaya al fuego, quizás algunas cosas estén guardadas acá). Por este patio, en este lugar manejado por mujeres, pasaron algunas condenadas por la sociedad. Condenados hubo, por ejemplo, Camila O´Gorman. Pero no llegó, porque como sabemos por la película de María Luisa Bemberg, la fusilaron antes. Otro nombre distintivo es el de Mariquita Sánchez de Thompson que sí estuvo detenida acá. Cuando el padre descubre su amorío con Thompson y como prefería casarla con una familia española, la depositó acá mientras arreglaba con el virrey el destino de su hija. En ese momento, cualquier rebeldía de estas características, podía tomar estos tintes. Pero en el medio el padre se muere, y vaya si el virrey tendría sus problemas, que ella pidiendo permiso para casarse, consigue lo que quería. Los contactos siempre fueron importantes.
Se dice que Thompson se hacía pasar por ayudante de aguatero. Nadie jamás lo va a saber, pero pensando un poco, es medio imposible no darse cuenta que no era lo que decía ser. Es muy probable, que estas mujeres se hicieran las tontas. Lo que sí nos consta es que en una época donde estaba muy mal visto por la sociedad que una mujer se quedase sola hasta en su propia casa, cuando el marido tenía que hacer trámites en el Río de la Plata, dejara a su esposa internada acá. Así que no todas eran condenadas en sí, pero los tiempos eran otros.
Siguiente patio: el de las ánimas, llamado así porque encontraron a dos religiosas enterradas. El primer cementerio construido como tal, es el de la Recoleta en 1822. De hecho, Mama Antula muere también en la Santa Casa en 1799.
Tercer patio: el de la Cruz, porque tiene, en el centro, una cruz de madera. La imagen me choca al ver detrás, unos edificios de épocas más modernas. Sin embargo, hay calma. Me doy cuenta que el sonido del exterior no penetra las paredes. Como si la Santa Casa fuese inmune al paso del tiempo. La sensación es de quietud, pero no de esa muerta, porque es parte del organismo vivo que es la ciudad de Buenos Aires. Pero no se doblega, mantiene su presencia y no puedo creer que esté a media cuadra de la 9 de julio, a tan solo cuatro cuadras de la autopista 25 de mayo.
En el patio de los jazmines, el sol, ya más amable, baña ahora las paredes del beaterio. Ni la señora ni yo necesitamos ya los anteojos de sol. Hay un busto blanco de Mama Antula, declarada santa desde febrero de 2024 por el Papa Francisco. La primera santa argentina. Le saco una foto mientras la gente compra rosarios. Después me siento. Me gusta que el ruido no llegue.
Es en la pausa que me lleno de preguntas.