Sublime vacío.
(Caspar David Friedrich)
El romanticismo tuvo por única tarea la caza de lo sublime en los bosques del alma. Edmund Burke es, entre los modernos, un arqueólogo que lo rescata de la empolvada Edad Media. En un famoso tratado escribe:
Whatever is fitted in any sort to excite the ideas of pain and danger, that is to say, whatever is in any sort terrible, or is conversant about terrible objects, or operates in a manner analogous to terror, is a source of the sublime.( Lo que sea capaz de excitar ideas de dolor y peligro, es decir, que sea de alguna manera terrible, que esté familiarizada con objetos terribles, o que opere de manera análoga al terror, es fuente de lo sublime.)
(Edmund Burke)
Aquí asoma su horrenda cara la muerte, la más violenta de las fuerzas en nuestro espíritu. ¿Pero por qué ir detrás el peligro de muerte y del terror? Incluso si nos moviese un deseo morboso, ¿qué explicaría ese mismo morbo? ¿Se trataría de apropiarse de lo terrible para domarlo? ¿O todo lo contrario: de mostrar que lo más excelso en nosotros es lo abominable y no la bella proporción?
Lo sublime, prosigue Burke, se puede encontrar en las grandes privaciones:
All general privations are great, because they are all terrible; vacuity, darkness, solitude, and silence.(Todas las privaciones genéricas son enormes, porque todas son terribles; vacuidad, oscuridad, soledad y silencio.)
Vacuidad, oscuridad, soledad y silencio. Escenas así las encontramos en el arte y en la naturaleza, pero sobre todo en la segunda. En ella está ausente lo humano y sólo persiste nuestra mirada flotante. La soledad implica la ausencia de otros. El silencio, que todo el mundo de los sonidos se ha retirado. La oscuridad es el silencio de la luz. La vacuidad los resume todos. Pero ¿cómo es que un paisaje puede evocar la idea de vacuidad estando poblado de árboles, nubes y cielo? ¿Qué es lo que falta? Nosotros.
Para Immanuel Kant nuestra ausencia en el paisaje refleja lo irreflejable, es decir, la invisible grandeza del espíritu humano. Nada que podamos mirar de nosotros con los ojos desnudos es digno. Lo invisible es el espíritu. Pero esta apropiación subjetiva resulta más que dudosa, sobre todo frente a lo sobrecogedor de la nada. Ni siquiera convence la idea de que el espíritu sea una gran nada, un agujero en la naturaleza. Semejante escena sólo complace el narcisismo del sujeto que se cree excepción absoluta. Vestirse con los ropajes de la nada no es sino un modo de crecerse frente a la naturaleza.
El pintor alemán romántico Caspar Friedrich dedicó su pincel a capturar lo sublime. Una serie de pinturas, más o menos periódicas, nos muestran un peculiar camino que conduce a ello, la más radical nada. Comencemos por el cuadro de 1817 Caminante sobre un mar de nubes. Se trata de una imagen “kantiana”. Un personaje que nos da la espalda se abisma en un vasto paisaje. Nótese que lo central de la composición no es la naturaleza, sino al pequeño humano que parece todavía soberano. Su posición sobria y derecha lo denota. Posee la distancia necesaria para contemplar los abismos sin sufrir vértigo alguno.
Caminante sobre un mar de nubes (1817)
La siguiente pintura data de 1823-1824, titulada El mar de hielo. Nuevamente es se trata de un mar, pero ahora las etéreas nubes se han condensado en hielo, dejado tras de sí un paisaje inhóspito. Aquí no vemos a ningún humano, sino su huella, los restos de un navío, probablemente un naufragio. El barco no lo contempla ya nadie. La posible catástrofe que pudo haber acontecido para su tripulación se congela en la indiferencia del frío. Posiblemente algún deshielo traiga los restos de madera al mar, a los ojos de algún marinero. Con todo, él no podría ya reconstruir la historia, aunque pueda narrarse algo entre ola y ola.
Entre 1828 y 1830 Friedrich pinta de nuevo un naufragio, pero no de un navío, sino de toda una civilización: Templo de Juno en Agrigento. No es la historia de un puñado de marineros olvidados, sino de la humanidad eterna hecha ruina. Ésta, la ruina, es un motivo romántico por excelencia. Muestra los vacíos que entrecortan la historia y la narraciones. Indican el peso de la naturaleza que devora los textos llenos de sentido para regresarlos al material del que surgieron: rocas. La historia aparece como un instante en la vida de la pierda, del cual ella no habrá tenido ni idea. Pero podemos la ruina ocre como de la humanidad entera. En el crepúsculo adivinamos la reciente desaparición de los humanos.
Templo de Juno en Agrigento (1828–1830)
En las obras anteriores la mirada se arrastra penosa a través de colores densos de nostalgia y una tristeza que tiembla por una muerte prescrita. Aquí podemos todavía leer la muerte como un gatillo para alguna grandeza humana. Ante la muerte despertamos del sueño de los días y las horas. En la lucha a muerte con otro vemos surgir la civilización como tránsito de la guerra al acuerdo. En la muerte tiembla nuestro mundo, convocándonos a uno nuevo. Pero en todo ello hay variaciones entre la nostalgia y el terror, un miedo vago y la franca desesperación. El humano lucha desesperado por permanecer en escena. Y, sin embargo, siguiendo un orden en las pinturas de Friedrich que acabamos de presentar, las huellas humanas van desapareciendo. No es que el pintor siga una línea clara y decidida de la presencia a la ausencia de cuerpos humanos. Sin embargo, sí es verdad que las pinturas más desoladoras se van haciendo cada vez más frecuentes y sobrecogedoras.
En 1839 Friedrich nos lega una de sus últimas pinturas: Luna naciente en una costa vacía. Ya no aparecen humanos ni naufragios ni siquiera sus ruinas. Se trata de un paisaje, sí, pero hecho de pura ausencia. No miramos un paisaje hecho para el disfrute de bellas proporciones o de equilibrados colores. No hay belleza. Pero tampoco terror. El hielo es terrible para el olvido humano. La bella naturaleza que crece despreocupada por las piedras del templo humano nos mira tétrica. Este paisaje no es bello, pero tampoco monstruoso. Está en la orilla del profundo dolor por la desaparición y la calma absoluta del vacío.
Luna naciente en una costa vacía (1839)
El así llamado nihilismo ha constituido el desesperado intento por ordeñar la tristeza en favor de una trágica mirada de la existencia. Ordeñar la tristeza, es decir, capitalizarla, sacarle provecho para una última y gran escena. El supuesto fin del sujeto y del hombre se revierte en la continuada agonía de no poder morir. Todos los días son el último y todos los días el ánimo trágico escenifica la gloria de su muerte. Pinta entonces lo sublime como el día de su funeral. El mundo lo llora. Las piedras lo extrañan. Las plantas cobijan su cadáver. Y así avanza el narcisismo de la muerte propia, la contemplación de una pretendida grandeza que se aprecia en el gran hueco que dejamos en el mundo. Pero la pintura de Friedrich es distinta. No es desesperada. No hace drama de la ausencia humana ni exprime los cítricos de la decadencia. Casi llega la calma. Casi, porque el color ocre y el movimiento de la luna indica la noche sin los humanos. Pero sin llanto. Sin que el silencio sea convertido en la caja de resonancia de una humanidad que se festeja en su tristeza y que exige a los últimos hombres aplaudan su último gran acto.
¿Qué es lo más sublime? La ausencia humana. La vastedad de un mundo sin nosotros… admirada por nosotros. Lo sublime es el privilegio de mirar sin ser una mirada, de contemplar sin ser nadie. Nadie mira. Pero todo es mirado.