Los dos eran moralistas. No podemos saber a quién se le ocurrió y además no importa: el concepto de banquete pantagruélico aplicado al aquí y al ahora, a su situación concreta, a su lugar en el mundo. El present moment como la confluencia perfecta en un espacio imposible. «Si estamos los dos, festín equivale a banquete», dijo, posiblemente, él. La única manera de salir de sus vidas, de refugiarse en algún lugar alejado de la culpa, era la coartada moral del banquete con fecha de caducidad.
Llegaron temblando a esa cena en la que ambos tenían el plan explícito de abandonar. De cenar rico y peruano, de hacer el amor por última vez, quizás furiosamente, y luego decirse adiós. A alguno, a los dos, a nadie, se le ocurrió que merecían un banquete. Se merecían gastar esas ganas de vivir. Llevaban media vida cruzándose sin reparar en el otro y cuando al principio de ese invierno se dieron de bruces en un sitio inapropiado, los dos supieron, en el acto, que acabarían juntos y desnudos en una cama. Invierno de avistamientos clandestinos, de coincidencias en fiestas, de encuentros no casuales, de correos electrónicos miedosos, de investigaciones para saber cómo de casado estaba el otro.
Ella supo cuánto le revolvía la idea de él-hombre, él-hombre-para ella, el día en que lo vio de lejos con su familia en El Retiro y, en vez de acercarse, tuvo ganas de salir corriendo y no quiso ver la cara de su mujer, no quiso saber cómo la miraba. Él frecuentó más que nunca los ambientes de ella, con excusas absurdas que dejaban de lado su misantropía habitual. Se sintió joven cuando la imaginó sola y real aquella vez en un funeral siniestro.
Cruzaron mensajes, amigos viajeros, lecturas y bromas sobre las críticas de cine de Boyero, hasta que los dos decidieron, adultos, que debían tener una cita. Y fue una cita de cortejo mutuo, pero con una extrañísima puerilidad adolescente. Una cita interminable, en una noche de paseo frenético por el caluroso verano madrileño; risas, gin-tonics, paradas absurdas, titubeos, me agarras la mano y me la sueltas, me tocas la mejilla y te asustas. El primer beso, ya al amanecer, inauguró, aunque ellos no lo sabían, su banquete.
Lo curioso es que nunca se sentaron a paladear lo que sentían. Él no supo exactamente si ella estaba enamorada o no. Ella no podía imaginar cuánto y cómo la recordaba al salir de su casa. Ni tuvo que explicarle que su rígido sentido del humor y su ensimismamiento le cansaban. Él no vio necesario pararse en los detalles. Ni especificar que la alarmante tendencia melliza que demostraban le angustiaba. No llegaron nunca a la claustrofóbica sensación de estructura acoplada, aquella en la que cada pieza quiere, de vez en cuando, ser pieza suelta. No acumularon rencor. Tampoco pasaron, ninguno de los dos, ese miedo que asalta siempre al comienzo de los amores con mayúsculas o de esos que sociológicamente convienen.
Estar en el banquete es llegar directamente, sin paradas, al disfrute de la piel sin los habituales sufrimientos de la mente. Saborear el banquete incluye no ver nunca las sobras, los restos. Todo eso fue parte de lo bueno: que no hacían meta-amor. Vivían. Si se paraban a pensar, cada uno por su cuenta y en esa gula frenética, les resultaba casi insólito ver cómo habían llegado a esa pureza ridícula de la fantasía total. Seres inocentes con cuerpos adultos y placeres adultos. Belleza sensual y delicias sexuales de gourmets. Otra de las ventajas del banquete: saber que la conquista tiene un plazo les hacía sentir invencibles. Se enseñaron que el verdadero placer es adelantarse al placer y saber lo que va a ser tocar esa piel, oler ese pelo, estar dentro de ese cuerpo. Obtener el gozo de lo que va a ser por lo que ya promete. La fecha de caducidad no exige decisiones ni exige miedo.
Porque banquete es también secreto y vivir en el secreto les daba el enorme privilegio de no mentir, de tener un lenguaje solo suyo y un campo de batalla, aunque acotado, casi poético. Como no existían, habitaban en la verdad. Como no existían, podían ser sin tregua. Eran fantasmas fuera del tiempo. Ese amor debía ser una actitud. Se vestían apresurados y se agarraban de la mano por la calle. Ella casi se muere de vergüenza al descubrir que se había puesto el vestido morado del revés y que llevaba un buen rato sentada en el autobús de esa guisa. Él se permitía decirle cursiladas imperdonables. Hacía mucho calor aquellos días. No se hicieron ni una sola foto.
Durante el banquete-encierro recorrieron de punta a punta la magnitud de lo que querrían ser, de lo que no eran. Su discurso y su cuerpo fueron, esos días, como una novela gráfica en color. Fueron interminables y finitos.