Aquella tarde de primavera sonó el timbre de mi casa a las cuatro y cuarto de la tarde: será la encuestadora, pensé, la veinteañera que siempre viene a esta hora; de tanto preguntarme ya conoce a qué hora me levanto de la siesta. Le dije que tengo cuarenta y tantos años, funcionario de carrera, soltero, sin compromisos; que mi departamento es pequeño: salón comedor, apenas 2 dormitorios y un cuarto de baño, lavadora, microondas, frigorífico y una TV. Sabe que me desplazo en transporte público y que no tengo afinidades políticas. La semana pasada se interesó por mi ropa interior: "Prefiero calcetines de algodón liso" le dije para quedar bien, aunque los uso a cuadros porque me gustan y sintéticos porque se secan antes y no los plancho.
Subió los tres tramos de escalera deprisa, con furia juvenil; le abro la puerta de mi vivienda. Es morena de cabello, muy blanca de piel, alta y delgada. Su cara es risueña con una peca en la mejilla izquierda que la hace más sexy. Sonríe, entra. La invito al sofá. Ella se sienta en una esquina, cruza las piernas, respira hondo, se suelta el cabello muy largo y rizado, coqueteando. Yo me siento en el otro sillón, enfrente, desde aquí observo el paisaje con su falda corta y las piernas largas, de piel suave, muy blancas.
—¿Puedo hacerle unas preguntas? —pregunto a la encuestadora.
—Sí, por favor...
—Durante los años que Ud. ha estado en mi casa haciendo encuestas semanales ya le conté de todo: mi trabajo, mis ideas, mis intimidades. Sabe que vivo solo, que colecciono sellos y no tengo ni gato ni perro...
—Sí, es cierto, todo está guardado en el ordenador —afirma sin extrañarse.
—Yo le preguntaría...
—Sí, claro pregunte Ud. señor.
—¿Qué comidas prefiere? ¿Es Ud. omnívora o vegetariana?
—Como de todo, mientras los precios y la carestía me lo permitan.
—¿Vive en una casa grande?
—No, en un estudio pequeño, una sola estancia, pero muy céntrico y bien iluminado.
—Tengo curiosidad, ¿vive sola?
—No, con mi gato Pérez.
—Soy muy curioso, quizás estoy entrando en sus asuntos íntimos. ¿Sabe...? Yo me visto con ropas de algodón o de lino, señorita. ¿Qué tejidos usa Ud.?
—Yo también las prefiero de fibras naturales, pero no me gusta planchar, por eso casi toda es sintética: poner, lavar y colgar, ¡así de fácil!
—¿Qué medias usa?
—Las llevo de seda o negras de rejilla, pero solo cuando salgo a divertirme por las noches.
Tras una larga pausa observo que sus piernas, además de largas y blancas, parecen recién depiladas, vienen sin medias, están desnudas. Flaqueo, le ofrezco una bebida.
—Señorita ¿desea tomar algo?
—Sí, agua con gas, mientras trabajo solo tomo agua con gas.
—Le prepararé el agua, ¿o prefiere algo más fuerte?
—Ahora que lo dice, tomaré un gin tonic.
Salgo apresurado hacia la cocina, vuelvo con los cubitos de hielo en un vaso y preparo 2 gin tonics en el mueble bar: el mío con doble de ginebra. Cuando volví seguía sentada con las piernas cruzadas. Al verme llegar las separó, las abrió y, en un acto reflejo, volvió a cerrarlas. Camino agitado hacia la encuestadora, que está sentada con las piernas cruzadas y la falda algo recogida. Le entrego un vaso y mantengo el mío apretado entre ambas manos. Estoy de pie, muy cerca de ella, los cubitos tintinean contra el cristal; ella detecta que estoy algo excitado. Titubeo sin saber cómo seguir.
—Hablábamos de la ropa señor...
—Sí, prosigamos la conversación. Su ropa interior, señorita, ¿cómo es?
—No sé.
—¿Cómo?
—No sé, nunca uso,
—¿Cómo dice?, creo que no entendí.
—Eso dije, que no uso ropa interior, y menos ahora que ya viene el buen tiempo.
—Señorita Ud. me desconcierta.
—Así voy yo por el mundo, ¡compruébelo!
Dos rayos de sol penetran por la ventana calentando el ambiente; los cubitos tintinean más rápido...