Holanda, 2011

Cuatro nuevos cadáveres de inmigrantes han sido
hallados
en aguas marroquíes junto al espigón de la valla
fronteriza de Ceuta. Con ellos, las víctimas mortales del
suceso ocurrido
este jueves suman ya trece.

La música lo envolvió en la oscuridad de aquel caserón antiguo al que Adrianus de Utrecht regresaba para fortalecer su proyecto, para no olvidarse del sufrimiento. Las notas brotaban directamente de las yemas de sus largos dedos y recordaba el radiador donde aprendió a acariciarlas. Solo podía hacer uso de un piano verdadero algunos domingos, cuando el prefecto le daba permiso para tocar antes de la misa. Después almacenaba en la memoria de sus manos el sonido de las notas y lo reproducía en las ondulaciones del radiador de la cocina, donde pasaba las horas con Jetta. La ausencia de acordes en el artefacto le animaba a seguir, a aspirar a un campo verdadero donde ejercitarse. Aquella mansión llevaba abandonada muchos años, pero el cardenal todavía guardaba una llave aparatosa que cumplía una función inútil ante muros vencidos y ventanas rotas. Penetrar en la casa era como viajar en una máquina del tiempo dañina. Para incrementar ese dolor, para no olvidar, se envolvía en la capa marrón del padre prior, muerto muchos años atrás. Era la forma de sentir la repugnancia más cerca: la que emanaba de su tejido pegajoso y polvoriento.Un ejercicio que era por igual locura y obstinación.

Estaba muy cerca de lograr su propósito. Había sido paciente. A sus 64 años todavía se sentía fuerte y activo, aunque su pelo era ya de un blanco intenso y solo le crecía desde las sienes hasta su nuca. Mientras tocaba el piano recordaba el látigo de doble uso. Nunca se sabía dónde terminaba el castigo para empezar el goce del prior, una lascivia babeante y flácida que buscaba carne joven y se saciaba despacio, disfrutando del dolor de su ingenuidad ultrajada. Imitó el ritmo monótono de los golpes con las teclas más graves. Todavía conservaba una marca en la parte baja de su espalda, de la vez en que el monstruo cruzó todos los límites. La inocencia era un privilegio reservado a unos pocos y el cardenal Adrianus la había perdido muy pronto, quizás antes de empezar a hablar, sometido a los silencios de una casa de acogida fría como un cementerio, de reglas estrictas, donde el patriarcado imperante consentía todos los abusos, disponía a su antojo. En el reflejo del espejo de sus ojos azules, casi transparentes, era donde Adrianus buscaba ese tesoro arrebatado. Daba igual que desgastara tardes enteras tratando de encontrar algún vestigio, no había quedado ni rastro. Era doloroso no sentirlo, eso le entristecía, tanto como le hervía el animal dormido que descansaba al lado de sus vísceras.

Había perdonado al mundo que fuera abandonado en esa casa para niños sin padres, al fin y al cabo recibió educación y no le faltó comida. Pero nunca perdonaría a la institución que representaba la cabida que daba a pedófilos y criminales, nunca su incapacidad para comunicarse con la sociedad a la que teóricamente servía, su poca voluntad de respetarla. Siempre había jugado a sacudir los miedos, a demonizar las esferas más humanas, las relaciones sexuales, la educación laica, al tiempo que abría las puertas a las mafias, a embusteros y reprimidos, a fingidores que bajaban la cabeza para limpiarse la mierda del culo en silencio. Una manera de seguir teniendo el toro por los cuernos. El prior solo era uno de los abusadores con quienes se había topado en el seno de esa Iglesia, aunque quizás había sido el que más rabia e indignación le había provocado.

Aquella tensión solo podría relajarse cuando todo saltase por los aires, cuando esa catedral de lujo y oropeles quedara sumergida entre sus ruinas y miserias. Cada nueva evidencia que le llegaba de donaciones y gastos suntuosos de la curia en el sínodo cardenalicio lo acercaba un poco más a su meta. Si bien sabía que no toda la iglesia era un vertedero, tenía la certeza de que las grandes montañas de basura se gestionaban en el centro de su poder. Solo del padre Esteban había escuchado entusiasmado la posibilidad de una reforma que tal vez hubiera abierto las compuertas al sentido común en esa maquinaria de dogmas y fe. Esteban había vivido en varios países latinoamericanos. Llegó al Seminario de Roma para curarse de una enfermedad tropical, pero no aguantó mucho esa cárcel de inacción. Pasado dos años regresó a América para posar los pies en la tierra. Antes de partir le regaló a Adrianus la cruz del Concilio Vaticano II, que conservaba para recordar lo inútil que era intentar reformar un nido de víboras. Fue la época del movimiento de aggiornamento promovido por Juan XXIII, la Pacem in Terris. Otro intento más ahogado en nombre de la ortodoxia.

Adrianus tenía solo once años cuando Esteban puso un disco de ópera. La cara se le iluminó por la belleza de la voz del tenor italiano. Desde ese día, encontró un refugio donde zambullirse cuando lo demás era feo o tenía demasiadas manchas de humedad. Además de una incipiente cultura musical, Adrianus siempre le agradecería al padre Esteban haberle iniciado en el español. Escuchaba sus homilías y lo buscaba para preguntarle cómo nombrar el mundo en ese idioma. Siguieron el intercambio de descubrimientos a través de las cartas. Desde Bolivia, el padre le contaba su vida en la Chiquitania y su trabajo con la comunidad. Una vez le hizo llegar una foto de la iglesia de San Javier, que le pareció bella sin ser tan ostentosa como las iglesias que él conocía.

En aquellos tiempos, el cardenal Adrianus de Utrecht ya no creía en dios y menos en su boca terrenal, aunque pensó que sumarse a la causa del padre Esteban le permitiría ponerse a salvo sin fingir demasiado. Sabía que no bastaba con repintar el techo del Vaticano, la institución necesitaba derribar sus pilares, deconstruirse, aspirar a una medida humilde que fuera más acorde con el mensaje cristiano que propugnaba. Pero el padre Esteban se equivocó en sus previsiones: llegó la contrarreforma y el vaticanismo centralizador. Cees terminó de convencerse de que la única vía posible era la de hacer explotar todo por los aires. Algunos movimientos sociales y oenegés denunciaban las extorsiones y falsedades, pero la Iglesia solía neutralizarlos. Contaba con los aliados más poderosos, con medios de propaganda que se hacían llamar de comunicación y recurría a sobornos y al fondo de reptiles cuando le era preciso. Por los pasillos del Vaticano todavía quedaban religiosos que se vanagloriaban de guardar imágenes de pornografía infantil en sus ordenadores portátiles. Esa era la iglesia sectaria contra la que pretendía luchar y así finalizar el ciclo iniciado por Pedro. La conocía bien, había crecido en su seno. Como institución jerárquica y vertical sabía que solo desde dentro, siendo el más poderoso, podría provocar un golpe de efecto. En su juego de estrategia era fundamental saber esperar. Algún día, en un futuro no muy lejano, quien se hacía llamar Adrianus de Utrecht aprovecharía esa rigidez, la inefabilidad del que está sentado en la cumbre y, desde allí, dinamitaría su poder y su gloria por siempre jamás. A eso había consagrado su vida. Llevaba años sintiendo, por el trabajo paciente que realizaba su otro yo, que no estaba solo. Era un aliado combativo que iba tejiendo una red precisa. Su venganza, de momento, rebasaba los límites de sus posibilidades, pero no los de su imaginación.

La música que brotaba de sus manos marcaba el ritmo de la venganza, que no era solo suya, que se cimentaba de cada delito, de cada falsedad, de cada desprecio cometido por una iglesia demasiado aliada del statu quo y servidora de los poderosos. Aquella melodía le ayudaba a concentrarse en el siguiente paso, a no dejar suelto ningún cabo. Habían pasado siete años, y otros siete, y de nuevo siete, y aún siete más… Esta era una condena que se multiplicaba, todos sus actos debían estar encaminados hacia su único objetivo: la aniquilación de una institución enferma, con metástasis, incapaz de regenerarse por sí sola, donde cada aliento reformista era una farsa maquillada por el marketing.

Además del cariño que tenía por Esteban, el cardenal todavía lloraba como un niño cuando recordaba a Jetta. Fue lo más parecido que tuvo a una madre. Iba a limpiar todos los días el seminario y se santiguaba al entrar para ocultar su ateísmo y poder mantener el puesto de trabajo que le permitía alimentar a sus tres hijas. Hubiese podido ser química o matemática, o quizás bibliotecaria o ingeniera, pero nació demasiado pobre para tener una oportunidad y luchaba para que las niñas gozaran de su infancia. Jetta se valía de artimañas para dejar a Adrianus pequeñas porciones de la comida del prior, quien siempre se reservaba las mejores carnes y pescados, la verdura más fresca. Junto al alimento del cuerpo, también nutrió las necesidades de su intelecto después de que notara el brillo de sus ojos al mostrarle el cuento que había comprado para su hija mayor. Jetta tuvo que estrujar un poco más el exiguo presupuesto familiar para conseguirle un ejemplar de aquella novelita con acuarelas escrita por un aviador francés.

En el internado había libros, pero todos se referían a la vida de los santos, a los dogmas, a los milagros, a los beatos, a las fábulas de Jesús. Unos meses después, consciente de su voluntad de salirse de los renglones impuestos por la fe, a Jetta se le ocurrió llevarlo a la casa del viejo profesor de filosofía, donde limpiaba por las tardes, con el pretexto de que una de sus hijas celebraba su cumpleaños. Desde entonces el profesor se hizo cargo de la educación laica del muchacho entre los trabajos y los rezos que la cotidianeidad del seminario imponía. Un día, su mentor le contó que Lacan decía que las heridas psíquicas más violentas surgían siempre en el interior de colectividades aparentemente sometidas a la mayor normalidad y que no hacía falta estar en medio de una gran guerra cruel para quedar marcado de por vida. Esos diálogos y la lectura de los libros derribaron los muros de oscurantismo que le rodeaban y lo liberaron de las cadenas mentales, fraguando un pensamiento sólido que sería la mejor arma para el futuro. Se abrió una grieta demasiado profunda donde el muchacho fraguó a fuego lento una idea que se transformó en objetivo. En aquella casona decadente, mientras aplastaba las teclas del viejo piano, el cardenal de Utrech sentía que estaba muy cerca de alcanzarlo.

Había caído la noche en la vieja residencia del prior. Adrianus se levantó como un espectro caminando con una vela entre muebles cubiertos de telarañas. Eran las mismas estancias que tanto temió. Tratar de dominarlas servía para espantar al miedo. También habían sido el escenario de las pesadillas de muchos otros chicos. A veces creía escuchar sus sollozos en la oscuridad del seminario. Las heridas habían recorrido las décadas y todavía supuraban. Se despojó de la capa roída y utilizó una cortina para limpiar el polvo de un espejo. Recordaba lo que esa superficie le devolvía: las imágenes que por mucho que intentara no podía borrar de su cabeza. Hizo un esfuerzo mental para sobreponer el presente y vio el reflejo de un hombre maduro. Un hombre decidido, que tenía un objetivo al que no podría renunciar. Se despojó de las enormes gafas de pasta. Confundido por un instante, le fue imposible distinguir si el ser que se encontraba atrapado en el cristal era el activista de los derechos humanos Cees Blijdenstein o el cardenal Adrianus de Utrech. Casi siempre guardaba bien su papel, planificaba las horas del día y cambiaba de identidad siendo escrupuloso para no dejar huellas del otro que fue, pero había instantes borrosos, intervalos estelares que enmarañaban sus dos idiosincrasias. Meditó un sentimiento ácido que partía de sus entrañas y opacó su reflejo soplando la vela. Solo en la oscuridad lograba descansar.

Al salir de la casa vio, por el orificio de la chimenea de un hogar vecino, la reverberación de un fulgor incandescente que parecía contener el aura del fuego y de las cenizas. Cenizas que ya sentía como el símbolo de su determinación.