Me gustan los mapas porque mienten.
(Wislawa Szymborska)
I
Es el día de la segunda vuelta de las elecciones francesas y despido a mi hermana y a mi cuñado que vinieron a visitarme. De vuelta del aeropuerto, cerca del parque que más paseé con ella, la recuerdo sin más y pienso que hoy tiene que ser el día, hoy tengo que atreverme con su libro, ese manuscrito que me entregó hace muchos días. Pienso en hacer una lectura rápida y en que, pase lo que pase, la victoria de Hollande, lo que eso va a significar, los correos y llamadas y la euforia rumbo a la celebración en la Bastilla, atenuarán los efectos. Cuando decidimos su visita a mi temporal vida parisina fue, como siempre, sobrevolando lo sentimental y esgrimiendo, ambos, motivos académicos, motivos profesionales, motivos racionales. Otra vez tratando de esquilmar las emociones y obviando lo fundamental: que habíamos estado enamorados tiempo atrás. Hasta que pocos días antes ella me escribió: «Será un París diferente, eso sin duda. Ninguno de los que he pisado hasta ahora. Uno inesperado. Un París sin miedo. Nunca pensé que haría este viaje».
II
Ya leí su libro y ya sé que no se puede olvidar lo que se sabe. Camino aturdido hacia la Bastilla. No se trata de la multitud que avanza con banderas, con gritos nerviosos, alguna pareja de la mano, familias, grupos de amigos, también gente solitaria que se hace masa. El aturdimiento está en mi cabeza, en el eco denso de los folios que según iba leyendo dejaba encima de la mesa, en la vorágine de una ficción dolorosa que me sigue golpeando, por el vigor de lo narrado, el contagio de esa pasión ahora escrita, de una historia que me afecta, como todas, me digo, nada particular, un gemido universal. Deseo que lo autobiográfico se diluya, pero no, la intertextualidad acentúa mi tendencia al ensimismamiento. He seguido solo el camino que hice con la manifestación del primero de mayo, desde Denfert por el boulevard Saint Michel y luego el de Saint Germain hasta la plaza mítica después de cruzar el Sena mientras me siento abrumado y, a la vez, farsante. No hace sino unas horas que he sacado del sobre que estuvo mucho tiempo esperando ese momento en la estantería donde lo dejé, un paquete de folios donde está el todo y la nada. El reflejo de algo de por sí borroso. Lo recibí de unas manos nerviosas, de una autora cuya voluntad de entregarme su texto era incierta: «Estás ahí», me dijo, «pero no solo». No importan los datos de lo que pudo haber existido, ni siquiera la existencia de un río, de una casa, de unos perros que se llaman como los míos, de una presencia física incuestionable. Tampoco los viajes, los lugares comunes, las obsesiones recurrentes, mis textos prestados. Se trata de la vida y de la muerte, de la pasión, de los sentimientos, de su fuerza y de la locura que engendran.
Pasé horas absorto en una lectura lenta donde repetía lo leído y procuraba perderme en el propio argumento, alejarme de cualquier atisbo melodramático o de la más pueril tentación narcisista. Y tratando de asumir los dos meses de lectura postergada, si no de miedo, sí de vigilia, de dejar que el tiempo pasara, ocultando incluso su presencia, atizando el olvido: simple papelería. Esperaba siempre la llegada de un momento de mayor lucidez, en el que me sintiera preparado o simplemente en que me encontrara conmigo, de una epifanía que incluso lograra traerme paz. El vacío dejado por mi familia era el momento adecuado, después de un par de días de ruido y antes de entrar en una larga rueda de compromisos profesionales y viajes. Todo previsto. La intimidad de un pequeño cuarto, la luz mortecina de un día lluvioso. El silencio. Incluso me apetecía disfrutar de la bofetada del presente, de una historia más a punto de terminar, del abandono animado, la traición a la que no le falta coartada. Esa búsqueda permanente hacia la autopunición entretejida con retazos de plenitud, de pasión, de energía, pero también de miedo, de deslealtades, de egoísmo. Palabras hilvanadas lúcidamente que me golpeaban, que deslizan una historia más, o mejor, muchas historias, plausibles, neuróticas, referenciales de obsesiones que son de todos. Pábulos de chismes, de buscadores de vida, de explicaciones casamenteras, de cabos sueltos que pueden llegar a creer que ahora entienden algo en la desnudez de la impostura.
III
La alegría de mi entorno por el triunfo de Hollande no me contagia, y no lo hace por la conciencia acerca de la inutilidad de unas esperanzas vanas, de un posibilismo infantil. Ni siquiera me permito pensar en ella, en la mujer que ha escrito sobre mí y sobre mi intimidad. Mi cerebro trata de bloquear cualquier acercamiento a su imagen, a su olor, a su silueta en mi cama. No voy a repasar la película de nuestros escasos días juntos y de los cataclismos que se desencadenaron. No me voy a permitir tampoco pronunciar ese sintagma: nuestra historia. Fuera posesivos, fuera ilusión, fuera sobrevolar la idea de un amor real y posible. Fuera la nostalgia y fuera, muy lejos, la verdad. Pero ¿cuál es la verdad? Que me dejo llevar por la riada en la noche de un prometedor triunfo electoral. Que estoy en París y solo. Observo a la multitud que dificulta mi camino hacia la boca de metro. Sí, ellos serán devorados por el momento actual, serán unas víctimas ingenuamente gloriosas henchidas por la vana alegría de un día de primavera como tantos otros ya difuminados. Las palabras van a diluir todo, no se conseguirá nada, ni éxito ni reconocimiento. Ni ellos ni yo tenemos la más mínima posibilidad. Esta vez, tampoco habrá un caso de éxito.