Los tiempos nuevos nos han puesto a disposición esta maravilla que es el Internet. Un invento tecnológico tan importante como lo fue en su momento la creación de la rueda. Internet es el sistema de transporte comunicacional, sin el cual, hoy, es imposible que cualquier actividad en el planeta logre funcionar. A partir de la existencia de este vehículo comunicacional han surgido las llamadas redes sociales, entre ellas: Facebook, WhatsApp, X, Instagram, TikTok, YouTube, LinkedIn, Pinterest, Snapchat, entre otras. Tan temidas por las dictaduras y gobiernos autoritarios. Son el vehículo que expresa de mejor forma la pluralidad de la democracia.

Hoy es la IA la que nos convoca. Este aparato tecnológico, o como lo describamos, se abastece de todo lo que pilla a su alrededor, no respeta derechos de autor, nos lee y roba hasta nuestros pensamientos. Me surge la pregunta: ¿Y cuándo hemos respetado los derechos de autor? ¿Cuántos escritores, académicos, intelectuales, artistas, profesionales en general, somos verdaderos voyeristas ladrones del trabajo de otros, con los cuales construirnos nuestras propias obras? Nadie está ajeno de haber usufructuado del trabajo de otro, de la creación, del conocimiento de alguien anterior a uno. La humanidad no hubiera avanzado sin el uso del conocimiento compartido.

Actualmente millones de personas mueren por enfermedades que atacan a los más desposeídos del planeta por no tener medicina. Esta situación en muchos casos es producto de negocio de las patentes. Si somos consecuentes con nuestro discurso humanista, deberíamos permitir la liberación de la autoría. Sobre todo, cuando nuestra creación ha sido financiada con dineros de fondos públicos. Al menos ese es el pensamiento con que yo enfrento la creación. La IA, con la información recopilada por el mundo de miles de personas, hoy permite, por ejemplo, que la medicina utilice esos algoritmos que dan mayor certeza al momento de definir el tratamiento a aplicar en los pacientes.

Vivimos en la llamada aldea global y si nuestro discurso dice que estamos por favorecer a los más desposeídos, a los relegados de siempre, a los marginados, a los excluidos que sufren las carencias por generación, debería ser lógico otorgarles la información sin costo para facilitar su desarrollo, y de esta forma posibilitar una remota pero siempre necesaria movilidad social.

Esta tecnología funciona en base a los algoritmos. Esto significa que conocen nuestros gustos e intereses producto del uso que hacemos de este medio digital en cualquiera de sus plataformas. Sin que lo solicitemos, nos ofrecen información de todo aquello que ellos conocen que es de nuestro agrado, necesidad o vicio.

Todos los días la IA nos llama por teléfono a las horas más incomodas para requerir algo nuestro, transmitirnos información, ofrecernos productos o para que respondamos encuestas que solo les sirven a ellos. Estar conectado es lo máximo, pero mostrarse por estas redes, aún mejor.

Antes del surgimiento de estas tecnologías, sin ir muy lejos en el tiempo, lo normal era la llamada telefónica desde un aparato fijo, donde había que discar los números, como en una ruleta. La otra variante era el envío de cartas. Recuerdo que tener un teléfono en casa era algo poco común, era un privilegio solo de algunos pero del que muchos vecinos podían beneficiarse de algún modo.

Recuerdo cuando nuestra madre nos mandaba corriendo a buscar a la vecina porque tenía una llamada. Aconteció algo similar cuando llegó ese otro medio audiovisual de comunicación que fue la TV. Nos juntábamos todos los cabros del barrio de calle Ladrillero, en Quinta Normal, para mirar a través de la ventana de una vecina que tenía la única TV del barrio. Cuando mis viejos compraron la primera TV de la cuadra, éramos casi una decena de amigos que vimos la llegada del hombre a la luna mientras mis padres acostados observaban la escena. La TV estaba ubicada a los pies de su cama, el aparato estaba virado hacia la puerta de nuestro dormitorio donde todos estábamos instalados maravillados contemplando una nueva escena de la carrera espacial entre los EE. UU. y la URSS, como parte de la guerra fría. La competencia era mostrar al mundo quién era más poderoso. Guerra fría que nunca firmó la paz.

Otro recuerdo es de cuando viví en Suecia entre los años 1977 y 1983. Llamar por teléfono a mis viejos en Chile costaba un dineral. Antes de realizar la llamada había que tener el discurso preparado para minimizar el costo. No faltaban los malandros latinos entre los exiliados que hicieron temblar hasta ese entonces sistema ordenado e ingenuo de los nórdicos. Algunas fechorías eran muy ingeniosas, como, por ejemplo, cuando alguno de las cabezas negras, como nos llamaban (svart skalle), hacía fichas telefónicas de hielo. Tenían moldes de plastilina, muy parecidos a los moldes para hacer cubos de hielo. Vertían agua y luego lo introducían en el frízer. Cuando ya tenían las fichas suficientes, rápidamente partían al teléfono público más cercano.

Naturalmente que esta triquiñuela era posible solo época de invierno. O sea, había bastante tiempo para cometer aquel engaño. Introducían todas las fichas de una vez, así se sumaba el tiempo que disponían para conversar. Los muy bandidos comentaban hasta los resultados del Colo-Colo, de cómo estaba el tiempo y si aún no caía la dictadura. Cuando pasaban los funcionarios de la compañía telefónica recogiendo las fichas de los teléfonos públicos, constataban que desde aquel aparato se habían realizados llamadas por cientos de horas. Para sorpresa de los técnicos no existía ni una sola ficha que validara las llamadas. Las fichas usadas por estas cabezas negras hacía mucho tiempo que se habían derretido.

En Mozambique por razones climáticas no era posible usar esta técnica. Me debí conformar enviando cartas. Un sobre blanco con estampillas que eran un manjar para los filatelistas. Lo cual podía resultar un peligro de que nunca llegara a destino. El peregrinaje de la carta se iniciaba en Maputo rumbo a Estocolmo, vía valija diplomática. Luego en Suecia era depositada en el correo normal y a partir de ese momento ya no se sabía cuantos días demoraría hasta su destino final. Por lo general a Horcón, lugar donde residían mis viejos, llegaba después de treinta días, tiempo que impedía mantener un diálogo medianamente fluido.

Siempre he pensado que si hubiera existido el internet durante la dictadura de Pinochet, otro gallo habría cantado. Hoy lo apreciamos en Venezuela.

Pero el propósito de toda esta cháchara es destacar la importancia de las comunicaciones y el estar comunicado, conectado. Esta inquietud surge de un hecho increíble que me sucedió con la revista cultural Off the Record. Poder contar con una apreciable base de datos de personas con interés cultural para hacerles llegar la publicación cultural totalmente gratis no ha sido tarea fácil. Pareciera que a la gente no le incomoda que multitiendas, bancos y clínicas, entre muchos otros, tengan todos sus datos personales, pero para compartirlos con quien les desea regalar una revista cultural se complican y se ponen quisquillosos y llenos de sospechas.

Con la colaboración de algunos amigos y mucha paciencia, he logrado reunir unos 4000 contactos de personas por el mundo a quienes mes a mes les envío la revista. Pero sucedió algo inesperado, que nunca me hubiera imaginado. A través de Facebook recibí un mensaje de un funcionario del Museo Chileno de Arte Precolombino. Debo aclarar que a ese museo enviaba el link de la revista a tres o cuatro personas, pero a sus correos del museo, no al personal, pues no los tengo.

El mensaje en cuestión era el siguiente:

Hola Rodrigo,
Creo que hay una confusión en tu base de datos, ya que me llegan correos de la revista sin que recuerde haberme suscrito a ellos y sin haber participado.
Te pido que me elimines del listado, por favor.
Saludos,
Jefe Curaduría
Museo Chileno
de Arte
Precolombino.

Al recibir este mensaje pensé que los algoritmos me habían jugado una mala pasada. Que la tecnología para variar no era tan perfecta como la pintan. Había fallado. La lectura que la IA realiza sobre lo que nosotros los mortales pensamos, deseamos, sobre nuestros intereses, había sucumbido. Y yo que había apostado toda mi fe en la IA, fe que no tengo en ningún otro ámbito. La IA demostró que no había entendiendo el sentir de dicho personaje y me expuso al escarnio público.

Inmediatamente respondí al afectado, para evitar un daño mayor por mi irresponsable desprolijidad.

Estimado
Lo que sucede es que regalo la revista a la gente de cultura pensando que no le hace daño.
Atte.
Rodrigo

Pero como dicen, no hay mal que por bien no venga. Cuando hice público en las redes este acontecimiento recibí inmediatamente decenas de deditos pa’riba, aunque prefiero que al menos la gente del ambiente cultural se tome un tiempito y deje de usar el dedito o los emoticones y se exprese con palabras. Entre quienes me escribieron estaba la directora del Museo de la Memoria y DDHH, para solicitarme que la incluyera en mi base de datos y de paso me ofreció que nos juntáramos para coordinar algo en relación a Off the Record. La reacción de María Fernanda no es lo más común de quienes hoy dirigen nuestros centros culturales y museos.

¿Qué pasa con los directores y directoras de nuestros centros culturales y museos, que no son capaces de responder los mails que uno les envía? Pareciera que, al ocupar cargos de dirección en el MAC, en el Centro Cultural de la Moneda, en el Museo de Bellas Artes, o como encargado de cultura en la embajada de Chile en Argentina, se olvidan que todos pagamos sus sueldos, incluso quienes nos dedicamos a este noble oficio de hacer cultura.

Cuando se lea este articulo ya se habrá realizado en el Museo de la Memoria y DDHH el evento en conmemoración de los treinta años de Off the Record, y yo le habré agradecido a ese personaje del Museo Chileno de Arte Precolombino.