En la selva, el silencio de la noche está hecho de sonidos. Y cuando esa sinfonía se detiene, hablan las estrellas.
Daniel y Zé Pedro conviven en un campamento levantado en la selva brasileña a la orilla del rio Manacapurú, uno de los cientos de afluentes que dan vida al gran Amazonas. En la época húmeda las lluvias son torrenciales, aunque las cabañas aguantan bien el agua y al final siempre luce el sol. En la seca hace mucho calor, pero en la floresta refresca en la noche y se puede dormir bastante bien.
El jardín del campamento es rico en castañeras, bananas, açai, mangos, tucumá, guayabas, inga, papayas y cajúes, por lo que atrae a todo tipo de aves y a algunas especies de macacos. En las ramas se distinguen tucanes, halcones, buitres, colibríes, mariposas y oropéndolas imitadoras.
Daniel y Zé Pedro reinan sobre todo aquello. Daniel es un tipo alto, inteligente, simpático, baqueteado por la vida, buen observador y con marcados músculos por el ejercicio que supone vivir en aquel lugar. Lleva en la selva 30 años, ha levantado de la nada aquel campamento y nadie diría que tiene la edad que tiene. Zé Pedro nació en la mata, pesa 80 kilos y es crepuscular. Cuando llega la noche se va con su andar lento y el sonido característico que emite, algo así como un “clic, clic, clic…”. Camina en línea recta y en silencio, atento a todo. Es desconfiado y le disgustan los gritos. Reposa en algún lugar escondido que solo él conoce.
Daniel es como un papá para Zé Pedro, quien puede aparecerse a las cinco de la mañana debajo de su cabaña y comenzar a silbarle. Si Daniel demora en responder, Zé Pedro silba más fuerte. No le da opción, y es que Daniel lo malcría: al final, acaba bajando las escaleras de su cuarto -las cabañas se sostienen sobre columnas de madera-, le rasca la papada, le tira de los pelos y le da de comer, aunque cuando hace amago de cogerle los morros, Zé Pedro sacude la cabeza y se va. A veces, Zé Pedro quiere comerse una planta ornamental y entonces Daniel debe torcerle la cabeza e intentar agarrarle su gran nariz, única forma de hacerle cambiar sus intenciones. Empujarlo es imposible: Zé Pedro se emburra y se convierte en una pared inamovible. Y al revés, cuando baja la cabeza y empuja, no hay quien lo pare.
Cuando Daniel camina por el jardín, Zé Pedro le sigue, mordisqueando una hoja aquí y otra allá. Si Daniel se detiene para observar algo, él también lo hace, mientras permanece en posición de esfinge tropical. En general Zé Pedro despierta mucha ternura en todas las personas del campamento, quienes son conscientes de su gran fuerza y también de lo poco que lo conocen, a excepción de Chiquinho, quien lo cuidó en su infancia.
En la selva, el silencio de la noche está hecho de sonidos: cuando el calor abandona las paredes y suelos de madera, éstos comienzan a crujir en diferentes tonos, como si fueran hollados por fantasmas, los buitres se sacuden en las frondosas copas de las castañeras, hay lechuzas que ríen, monos nocturnos, sapos que croan, ramas que se quiebran y enormes hojas secas de las palmeras que caen con estrépito al suelo. Cuando toda esa sinfonía se detiene, es cuando hablan las estrellas.
Zé Pedro tiene mala visión, buen oído y gran olfato. Una tarde llegó un vecino a buscar agua del pozo y cuando se fue en su canoa, Zé Pedro creyó que era Daniel y se lanzó al agua detrás de él. Daniel lo vio cuando nadaba ya a cientos de metros de la orilla, le pegó un grito y, como por arte de magia, Zé Pedro se detuvo. Había reconocido la voz. Daniel lo llamo de nuevo y entonces Zé Pedro regresó.
¡Qué emoción enorme!, ¡vaya ser tan especial!
Zé Pedro iba creciendo y comenzó a explorar por su cuenta los alrededores del campamento. Cada vez se alejaba un poco más de la seguridad que ofrece su perímetro y se demoraba más tiempo en regresar. A veces hasta se ausentaba por varios días, pero, en una ocasión, pasó una semana entera y Zé Pedro no se presentó. Comenzaron las conjeturas.
Al octavo día, Daniel y Marta, su compañera, le desearon mucha suerte en su nueva vida. Lo pensaron en libertad, emancipado, con una compañera trompuda como él. ¿Qué otra cosa mejor cabía imaginar? Sin embargo, al noveno día, cuando ya estaba oscureciendo, Zé Pedro reapareció. Hizo su entrada en el campamento, renqueante, sin apenas sostenerse en pie. Una pata en el aire, incapaz de apoyarse y los surcos terribles que surcaban su cuerpo no dejaban lugar a dudas: había sido atacado por un jaguar. Una onça pintada, como allí los llaman, se había encaramado a su lomo clavándole las garras y le había hundido sus colmillos en el cuello. Las marcas eran inconfundibles. Ante la visión de aquellas heridas, a Marta se le saltaron las lágrimas.
Pero Zé Pedro, prodigiosamente, había sobrevivido. ¿Cómo? Imposible de saber. Los expertos dicen que hay dos modos para que ese milagro se produzca: uno es que el tapir -el anta, como se nombra allá-, se lance a correr desbocado selva adentro, entre las espinas de la espesura, y tenga la suerte de que alguna rama recia golpee con fuerza al jaguar y le obligue a soltarse de su presa. El otro, tal vez más probable, es que el tapir tenga el rio cerca y sus fuerzas le permitan lanzarse al agua. Su peso le hunde y puede caminar por el fondo del río. Como aguanta varios minutos sin respirar, el jaguar, aunque es buen nadador, se ve obligado a soltarlo. Lo verá salir a la superficie, muy a su pesar, centenares de metros más allá.
Cuando llegó tan malherido, Zé Pedro daba tres o cuatro pasos y se iba al suelo. Las fuerzas no le daban para más. Estaba destrozado, pero era un héroe. Había sobrevivido al ataque mortal del mayor depredador de la selva -después del ser humano, claro-. Daniel lo lavó y lo desinfectó durante varios días, le puso aceite de andiroba sobre las heridas, le dio sandía y papayas, y Zé Pedro, dejándose mimar, bien que las saboreaba.
A la semana ya se podía apoyar en las cuatro patas y las heridas se cerraban a ojos vista, como si varias arañitas hiciesen horas extra extendiendo sobre ellas sus tejidos milagrosos. Sí, el tapir se recuperaba prodigiosamente. No en vano es el mayor mamífero de las Américas, tan fuerte como sus parientes, el caballo y el rinoceronte.
Zé Pedro ha cumplido ya cuatro años y ha sido criado entre personas por motivos que solo la selva conoce. ¡Toda una rareza! Agradable al tacto, su cuero duro todavía se deja acariciar por el equipo del campamento.
De momento, no va muy lejos; pasa más tiempo en el jardín, cerca de Daniel, quien lo mima más que nunca. Saborea las bananeras, las papayas, y hasta las flores ornamentales sin que Daniel se lo impida. Por algo es un héroe. Marta los mira compasiva, aunque también asombrada, como pensando:
¡Vaya par de irresponsables!
(Este escrito se inspira en un texto inédito de Daniel Garibotti sobre el tapir Zé Pedro y copia algunos de sus párrafos. Hay que considerar a Daniel, por tanto, coautor del relato).