Lewes (Reino Unido), 2013

El sol de invierno daba una tregua tras una semana de lluvias. Dale aprovechó para limpiar la fachada de su casa de Lewes. Mojaba la punta de un trapo en yogur y después frotaba las piedras, deteniéndose en cada rugosidad, deleitándose en cada huella de los días. Los rayos hacían brillar la superficie bruñida; disfrutaba del calor en la espalda. Le gustaba coleccionar historias que a través de los siglos hacían vulgares y estúpidos a algunos, y heroínas colectivas a otras; a veces mezclándonos de forma caprichosa. Hacía tres años que Dale se había jubilado del mundo académico y, desde entonces, su curiosidad sobre las verdades y falacias de los fundamentalismos lo habían llevado de nuevo a abrir los libros.

Descendiente de una familia campesina, su abuelo Eric había sido brigadista internacional en España antes de comprar la casa que Dale nutría con yogur. Ese ejercicio ayudaba a cobijarlo de los contraataques. Como sus predecesores, también se había dedicado a abrir grietas en las victorias totalizantes del pensamiento único.

La correspondencia entre Dale y Cees era fluida. Se habían conocido diez años atrás en un seminario sobre biología y religión en la Universidad de Oxford. El último día, distintos expertos debatieron acaloradamente sobre si existía o no alguna selección natural que viniese dada por la creencia religiosa. Uno de los expositores de la mañana había dejado caer esa extraña teoría darwiniana basada en la premisa de que tener una religión, creer en un ser o fuerza sobrenatural, otorgaba más oportunidades a la supervivencia. Dale contraargumentó con evidencias cada una de sus proposiciones y Cees se quedó deslumbrado por la erudición y capacidad relacional del inglés. Más todavía le sorprendió saber que Dale había sido profesor de informática. Desde entonces mantuvieron el contacto y el intercambio intelectual a través del correo electrónico. Un alimento que llegaría a ser imprescindible para Cees. Acordaron destinar sus horas de asueto a indagar en las hendiduras del poder.

Los conocimientos informáticos del inglés abrieron una puerta inexplorada para Cees, que vio la posibilidad de fortalecer sus redes y blindar la información. Como activista en defensa de la libertad de expresión, la participación de Dale en la Electronic Frontier Foundation le ayudó a entender los riesgos del mundo digital y tecnológico. Conocía las tropelías del fundamentalismo en las redes sociales. Los avances eran rápidos y la sofisticación en el espionaje corría a la par, sin que la gente corriente llegara a entender el tipo de abusos que enfrentaba. Dale le hacía llegar algunas herramientas, como el canary watch, para cerciorarse de que nadie estaba intentando callarle a escondidas. Cees hacía grandes esfuerzos para mantenerse al día de lo que acontecía en ese otro espacio que ya formaba parte de la realidad.

Erudito de mundo, Dale compartía con Cees en sus correos los relatos de las guerras de religión inglesas con los sistemas penales actuales enfocados a fines religiosos, donde cualquier cosa podía ser considerada como difamación. Era fácil dar la vuelta y decir que no se respetaba la sensibilidad religiosa. Incluso en algunos países europeos se tomaba partido por una religión y se ponía a su servicio a jueces, políticos y medios de comunicación, aún a riesgo de conculcar los derechos de diversidad religiosa. Pero no había tantas contemplaciones cuando se trataba de vulneración de los derechos. A veces, la imposición simbólica en las calles y plazas, en las avenidas, en las tradiciones que alargaban los muros del patriotismo pacato, se travestía de cultura y atraía magras subvenciones. No eran actuaciones aisladas de la realidad política. Pensaba que muchas excluidas a la deriva habían encontrado un lugar en el ciberespacio para mostrar su malestar con el discurso de la democracia: un caramelo que entretuvo la atención mientras unos pocos seguían controlándolo todo y cada vez de manera más feroz. La obsesión que compartían Cees y Dale por los integrismos de las iglesias tenían bases sólidas. Esa gran maquinaria formaba parte de un complejo inmenso de dominación, que si bien no era tan explícito como lo fue la Inquisición, estaba tan bien trazado y coordinado que hasta llegaba a beneficiarse del conflicto y la guerra. El inglés creía que había que dinamitar sus estructuras y que solo cargando de TnT esos espacios simbólicos, casi invisibles, podría desarmarse en pedazos su ambición. Inquisiciones y guerras de religión borraron las letras de los libros para llevar a la mayoría por la senda del dogma, escondiendo sus propósitos detrás de organizaciones que decían trabajar por la caridad. Le conmovía encontrar cualquier resquicio de resistencia.

A menudo excéntrico, Dale había enviado a Cees algunos mensajes llenos de simbolismo donde le dejaba leer mensajes entre líneas. Sus historias navegaban en la ambigüedad de la ficción y la realidad. Empezaban siempre con la referencia a algún guante perdido en medio del espacio público. Una mendiga lo olvidaba en un banco de la calle después de que alguien se lo regalara desde la ventanilla de una furgoneta; un ciclista lo tiraba en medio de un parque donde sabía que nunca más regresaría; un jardinero lo extraviaba después de pincharse con la rosa de un jardín de un orfanato; a un músico se le escurría de las manos al tratar de acomodarse el estuche de su gran chelo... Los relatos iban acompañados de frases extraídas de libros que reposaban en sus estanterías, lo que no dejaba de ser paradójico cuando él pasaba tantas horas navegando en la red: Chomsky se refería a la carta magna y a los bienes comunales y hacía mención al origen de la palabra bankster. Había sido utilizada en crisis de los veinte y treinta para denunciar el chantaje que los bancos hacían a los Estados, que acababan siendo cómplices de sus actividades delictivas. Cees tardó mucho tiempo en entender el verdadero significado de esos guantes de personas diferentes y aisladas a quienes había que poner a trabajar en comunidad para ganar la batalla a las sombras.

Habíamos perdido los guantes que servían de eslabón a las causas compartidas y, desde entonces, nuestras manos estaban frías.

Cuando Helena contactó con Dale, él ya sabía que la información que manejaba valía más que el dinero que estaba siendo lavado y que el oro que se extraía de las entrañas de la tierra para almacenar en bancos. Lo que estaba ocurriendo ahí afuera era muy grande y, por primera vez, sintió parte de la historia del mundo en sus manos. No tardaron en entablar una relación fluida. Dale se convirtió en imprescindible en el vínculo entre la uruguaya y el holandés. Había que ser muy cuidadoso con la información y calcular las amenazas escrupulosamente. Sus pasos diarios estaban enlazados a otros pasos que destapaban las cloacas de tanta hipocresía. También ayudó a Helena a posicionar mejor el blog de La Cruz del sur, después de convencerla de que tradujera parte de su contenido. Una de las últimas entradas, titulada El precio del oro negro, de una colaboradora anónima, consiguió más de cincuenta mil lectores:

Conocí a Pablo en un mercado de artesanías de Santa Cruz de la Sierra. Tenía un puesto de piedras preciosas que él mismo tallaba y perforaba para hacer colgantes. Me dijo que nació en Viña del Mar, pero que había dejado su amado Chile para vender minerales en los mercados de Perú y Bolivia. Su hija estaba aquejada de una enfermedad renal y cada tantos meses viajaba a verla y a buscar lapislázuli y amatistas. La bolivianita la traía de mucho más cerca, de lugares donde los hombres se emborrachaban y pegaban a las mujeres. Se me ocurrió detenerme para preguntarle si alguna de aquellas piedras tenía el certificado de minería sostenible y él me contó esa historia de jornales y tragos, de palizas y prostitución. Me quedé sin comentarios mientras observaba a Pablo completar su tarea de tallado.

Miguel se asomó a su pequeño puesto. Iba buscando piedras en bruto, “las más grande posibles”-aclaró. Su acento parecía venezolano, lo que quedó confirmado unos segundos después cuando comentó que había llegado procedente de Caracas contratado por una petrolera para explotar yacimientos en los alrededores de Santa Cruz y Cochabamba. No me encontraba con ánimos de comprar los minerales que habían despojado de su belleza natural a otros lugares y me despedí de Pablo agradeciéndole sus historias y amabilidad con una frase espontánea: “Esa sensibilidad es necesaria para cambiar las cosas”.

Me iba a echar a andar, pero Miguel se interpuso con su voz poderosa: “Eso ya es imposible”. Debió de llamarle atención mi gesto de malestar e intentó explicarse. Cada día veía cómo se hería a uno de los pocos pulmones que quedaban en el mundo casi sin resistencia. Trabajar para el mal había dejado de importarle. "Si yo no lo hiciese – añadió-, lo haría otro en mi lugar". Mientras tanto podía vivir a cuerpo de rey, con servicio que pagaba barato y con armarios llenos de zapatos nuevos. “Las explosiones son salvajes, no hay ningún miramiento del impacto ambiental. Aunque los coches usaran el latido del corazón para funcionar, todavía gran parte de los componentes usados para su fabricación son derivados del petróleo; incluso el 15% de lo que comemos proviene de la industria del combustible fósil. Mis hijos disfrutarán de una esperanza de vida de cincuenta años, pero a los viejos nos da igual. Respondemos en base a los diez años de vida útiles que nos quedan”.

Quise decirle que hubo momentos en la historia de la humanidad que fueron igual de terribles, que pensara en los campos de concentración de Auschwitz. Esas personas tampoco verían el futuro de forma muy halagüeña. “Lo de ahora es peor, y a escala planetaria –me cortó Miguel-. Es la codicia sin cortapisas. Ya no hay vuelta atrás. La mayoría de la gente no está dispuesta. Es un sistema que tiene su impulso en un consumo cada vez más demandante. La empresa para la que trabajo no quema, solo exporta el combustible. La última responsabilidad la tiene quien hace uso del mismo. Con que se quemara lo que hay almacenado en reservas la temperatura subiría más de dos grados. No soy chavista, aunque reconozco que su mandato fue un mal necesario para un país donde había tanta pobreza y desigualdad. Trabajo en esto e intento hacerlo lo mejor posible, pero no siempre los aires me son favorables".

De vuelta al hotel, a pesar de la mirada de buena persona de Pablo, de la amatista siberiana que me había regalado antes de partir, algo se había truncado para siempre. Esa fe en una parte de la humanidad que trataba de abonar cada día se disolvió en un gran atasco de camionetas desproporcionadas que estaban paradas en el centro de la ciudad. Cada pitido o toque de claxon derribaba un poco más mi voluntad. Caminaba por la calle Libertad y llegando a la plaza pude ver una estatua de Don Quijote partida por la mitad: ¿Habría mejor metáfora para expresar lo que estaba sucediendo?