Agosto en Italia es siempre agosto. Un mes de calles vacías, de poco tráfico y de mucho calor. La gente huye de las ciudades y va al mar o las montañas. Agosto es el mes de vacaciones y en este preciso momento, en que escribo estas líneas, el termómetro marca 37 grados y no sopla ni la más ligera brisa. Muchos negocios están cerrados, en los supermercados no hay gente y dónde conduzca, no tengo dificultades para encontrar un estacionamiento para el coche.

Una metamorfosis, un cambio de naturaleza que transforma la ciudad, en otra distinta, por unas dos o tres semanas. Durante las noches abro las ventanas y no siento ningún ruido. Salgo al balcón y me invade un sentimiento de soledad como si yo fuese la única persona en un radio de kilómetros. Pero sé que no es así. No estoy completamente solo y a veces me cruzo con otras personas por la calle o cuando paseo por el parque. Los saludo y ellos responden, porque saben que quedarse en casa en agosto nos une en una alianza secreta de abandonados urbanos, condenados al vacío y el calor.

Es extraño, porque el mismo concepto de ciudad se niega al vacío y es como si existiese una contradicción, que hace que este período del año sea aún más especial. Las vacaciones sin vacaciones, sin irse lejos y dejar todo atrás, para seguir poblando los mismos ambientes como un fantasma. No lo puedo negar, pero me atrae la idea de estar aquí recluido en mi propio mundo, viviendo días y situaciones que divergen de lo habitual. Podría tomar un tren e irme o un avión para llegar a esas otras ciudades que en agosto están llenas de gente. No sé Paris, Londres, Ámsterdam o Copenhague.

Hace años que permanezco aquí en la ciudad en agosto y cuando salgo a caminar, antes de las seis de la mañana, contando los pocos, poquísimos coches que pasan, me doy cuenta de cómo ha cambiado el paisaje y la realidad. Los miércoles de cada semana hay que dejar afuera las bolsas azules con el papel y los viernes las amarillas con el plástico. En marzo o abril podría contar cientos de bolsas azules o amarillas, pero en agosto son pocas, una decena o menos y además no están jamás completamente llenas. Desde el lunes al viernes vuelvo a casa a las 19.00, un poco antes de lo que sería el caso en un período normal. Para mi sorpresa encuentro siempre un lugar para dejar el coche y esto lo siento como un milagro. Después subo las escaleras y es todo silencio. No hay nadie. El inquilino del primer piso trabaja de noche. Los del segundo piso desaparecieron hace ya unas semanas. El que vive en el tercer piso con sus dos hijos se va a mitad de julio y no vuelve hasta los últimos días de agosto.

Al poco tiempo de entrar a casa, estoy yo un apartamento enorme completamente solo. No escucho nada, ni siquiera los ladridos de los perros o los coches que llegan o parten. Nadie cierra una puerta o abre una ventana. No se escuchan las voces de los televisores que están siempre encendidos y que ahora, por arte de magia, callan. Después del 15 de agosto, que aquí es fiesta, empiezan a llegar uno a uno los vacacionistas. La gente vuelve a casa y todo lentamente retorna a la normalidad. Los últimos días de agosto son más frescos, llueve a menudo, abren los negocios, los bares y restaurantes, el tráfico aumenta, aumentan los ruidos, la estación se llena de personas que cruzo por las calles dejan de saludar. La metamorfosis termina y vuelven a ladrar los perros desde los balcones y la soledad que sentía dejar de ser opcional y entre las multitudes se transforma en inmutable realidad y yo para evidenciar la diferencia vuelvo a viajar.