Roma, 2012.

El futuro no podrá con tantas promesas.

(Pintado en el Cementerio del Barrio Sur, Montevideo)

Cees miró al horizonte: un fondo amarillo, una bilis que derretía un encuadre defectuoso. Enmarcadas en los duelos sin nombres, las hojas se deshacían en el aire antes de caer. Había visto otros atardeceres, pero nunca despejados; hasta el marino se adornaba con embarcaciones. También las velas desplegadas dolían, aunque fueran símbolos de libertad. Se iban y quedaba el vacío en algún hueco, espacio, entresijo de las dudas. Los caracoles permanecían enterrados en la arena solidificada, quizás también buscaban a lo largo de los siglos. Extranjeros en oscuras salas de espera, aniquilados por explosiones de hollín. Cercados los estadios, los cementerios; burladas las combinaciones, asaltadas las calles. Llegaría la tarde y todo sería fuego, palpitaciones necias de autómatas. El cuerpo se quedaría sin fluidos, se secaría, parecería piedra para después desaparecer. Basura escondida en las cancillerías, podrida; debajo de los escritorios se ocultaban los indicios de los asesinos, se revelaba el paso acompasado de un baile absurdo. Las miradas dirigidas. La realidad nunca se parecía a sí misma cuando era proyectada en la televisión. Caían las hojas, deshechas antes de rozar el suelo. Quedaban hilos de luz, resplandores que deslumbraban.

Hacía un rato que meditaba en círculos concéntricos. Pensó en la idea de un mundo sin memoria que reducía su pasado a cenizas, que perdía los pilares. El presente sin historia se volvía etéreo. Los antecedentes no quedaban impresos como las huellas dactilares. Supersticiones y valores anquilosados se diluían también con la muerte de las generaciones que se llevaban los saberes, los porqués, los motores, los motivos que nos hicieron ser lo que somos. Cargaban con las llaves de las cajas más oscuras y la memoria de un mundo que no nacía cada día, que daba pasos atrás y adelante, que cambiaba imperturbable. A Cees no le gustaba cómo las élites engañaban con sus triquiñuelas, pero menos que se careciera de altavoces para denunciar a quiénes habían pergeñado los planes de explotación. El sistema esculpía con oro las letras de hombres que aceptaban gozosos la masacre, la cámara de gas del campo de concentración, la bomba atómica, el feminicidio, la devastación…

Alguien los ponía a salvo o les otorgaba el papel de héroes por haber matado a miles de personas. Por eso Cees seguía pensando en la instalación de bombas de la memoria, que siempre dejaría heridos por el camino, aunque no malestar físico, sino solo el producido por la conciencia, por el rechazo social o la vergüenza. Los porqués plurales de las cosas estaban sumergidos, sepultados, ocultos en pozos descatalogados. Cees sabía que el silencio creaba gases inflamables que, descubiertos a tiempo, provocaban la deflagración. Quería que la memoria rebrotara en cada rincón del planeta.

Incluso aquellos que trabajaban en el sector de la filantropía necesitaban muchas veces de esas bombas imaginarias. No idealizaba su trabajo: era un engranaje más de un conjunto de marchas equivocadas. Estaba parado en las grietas que el sistema consentía para que su estructura atroz, su mecanismo ruin, pudiera mantenerse. Había sido testigo de cómo el marketing social era usado por algunas organizaciones, sustituyendo al diálogo real, para imponer procesos verticales donde siempre había un ser en posición de dar y otro de recibir. No era ese el proyecto común de justicia social en el que quería participar. Un día coincidió con el banquero de los pobres de Bangladés, galardonado con un importante premio internacional, y todas sus palabras le sonaron a paternalismo. Hablaba de personas a quienes traía o llevaba, que consideraba sin voz, que se asustaban de entrar en contacto con los ricos de Occidente. Si la comunicación se reducía a una transacción económica de poco servía el contacto para acercarnos.

Esa misma mañana Helena le había enviado noticias de nuevos campos dinamitados de metáforas. La había conocido hacía unos meses y, desde entonces, la correspondencia había sido habitual. Aludía a una imagen pretérita: Tierra de fuego cubierta de nieve, repleta de las hogueras de los yámanas. La pólvora estaba siendo vertida por muchos individuos que intentaban hacer explotar las historias del Plan Cóndor, perpetrado por los gobiernos de países que compartían cordilleras, donde las sombras de las nubes habían ido trazando películas móviles. El cóndor también tenía alas de metal y, en su vuelo, su reflejo había transitado el granito de la montaña. Las dictaduras implicadas declaraban estar velando por la civilización occidental y cristiana. La iglesia se había manchado las manos y todavía se esmeraba en sus intentos de estrangulamiento de los hechos. El comunismo ateo –decía- fue un peligro intolerable y una excusa perfecta para acabar con la intelectualidad de los países sudamericanos. Los avances y estudios de las ciencias sociales, que buscaban sociedades más equitativas, eran un obstáculo para las intenciones de Kissinger y sus aliados del subcontinente. La jerarquía de la iglesia ayudaba mucho con su cuota del miedo al mantenimiento del statu quo, siempre tan preocupada en los asuntos de cama y cuerpos ajenos, y tan poco en las injusticias sociales y el saldo de sus propios pecados. Mentes a las que inyectar miedo, a las que confundir con la sexualidad, a las que castrar y extirpar los miembros. Ese miedo todavía era capaz de aniquilar los lazos, de estigmatizar a las otras, de hacer que la desconfianza fuera norma y no excepción. El mercado quería utilizar todo el conocimiento disponible en las sociedades para su beneficio.

Helena le había contado las discusiones sobre el olvido impuesto en torno a los desaparecidos de las dictaduras latinoamericanas. Desde fines de los años setenta, Juan Pablo II había recibido información de la tragedia argentina y de otros países del Cono Sur, del dolor que vivían sus familiares, de la impunidad de aquellas detenciones y también sobre los ministros de la iglesia e intelectuales que fueron insensibles a ese reclamo en la complicidad o indiferencia. Ahora los desaparecidos de América estaban más al norte, eran emigrantes en busca de un futuro mejor o estudiantes que trataban de expresarse libremente. Sus cuerpos acababan en fosas comunes, en cuencas de ríos, descuartizados, incinerados en basureros. La tortura seguía al orden del día, también a manos de la policía y de los ministerios públicos. El país con más potenciales católicos en lengua española amanecía cada día sumido en el más terrorífico de los abusos y el Vaticano poco decía, más que se mantuviera la ortodoxia, se condenara el uso de métodos anticonceptivos y se perpetuaran los relatos que situaban a la mujer en un lugar de inferioridad respecto al hombre. En México había una democracia de arena, una guerra que no era nombrada, pero las cifras de asesinatos y desapariciones era de cientos de miles. La rueda volvía a girar y su trayectoria era parecida a las acometidas anteriores. La vergüenza era continuar con los brazos cruzados. Los archivos del terror no podían desaparecer ni hacerse polvo, por eso tenían que convertirse en memoria, para que supieran aquellos que abrían el mundo con manos nuevas y desconocían las sutilezas de la avaricia.

Gracias a la información que Helena le había proporcionado y todos los hilos que pudo tejer a partir de la implicación de aquella pareja de paja, que no siempre usaba el apellido Colmenero, había avanzado en sus pesquisas. Ahora entendía mejor por qué toda la pestilencia del mundo procedía de la misma ciénaga: una que se alimentaba de la codicia inútil de seres sin sentido del gusto. Las conexiones que mantenía con distintas redes difundían la información y Dale se la hacía llegar envuelta en algoritmos. Habían sido muchos años de trabajo, formando a un equipo eficaz que se creía lo que hacía. Cuando llegase el momento lo sabría, pero no podía estar desprevenido. Tenía que tener pensados todos los movimientos, los informes que sería más relevante para cada una de las esquinas de esa red. Los documentos facilitados por la fiscal Baños y Helena le permitieron conocer cómo se había amasado el dinero al otro lado del Atlántico. No era una simple operación de traspaso, era una cortina que ocultaba corrupción, asesinatos, abuso de poder, contaminación de los ríos, propagación de enfermedades evitables… Había dinero que en vez de entrar a las arcas del Estado se desviaba para evitar los impuestos, repercutiendo en el presupuesto de hospitales o de escuelas, y acrecentando el deterioro de políticas públicas de justicia, transparencia o rendición de cuentas.

La bombilla apuraba sus últimos destellos de vida, pero conseguir su luz era la única forma de ganar batallas en un mundo lleno de espinas. A Cees siempre le había llamado la atención la imagen de Tobías poniendo hiel de pez en los ojos de su padre para curarle la ceguera. El mundo necesitaba de esa hiel para conocer hasta dónde éramos capaces de ver y desde dónde. Aunque la tecnología nos permitiera contemplar hermosas vistas de la nebulosa de Orión, la limitación humana impedía observar las estrellas que estaban a más de 10.000 años luz. Cees se daba cuenta de que no se trataba de ver más lejos, se trataba de mirar mejor. En el universo, el escenario más favorable para la vida también surgía del caos.

La Vía Láctea chocaría alguna vez con Andrómeda y se produciría una sucesión de explosiones que desde el cielo terrestre podrían apreciarse como el mayor escenario de luz y color nunca visto. La Tierra misma también se vería afectada de esa mezcla de gases y luces y fuegos.

Habitantes de un espacio que siempre es infinito, que es profundo en extensión y misterios.