Nuccio Ordine fue un profesor en Calabria, Italia, heredero de la gran tradición renacentista de Leonardo da Vinci, de Galileo y de Giordano Bruno. Era un tipo muy simpático, muy culto, un sabio moderno, quien tenía una voz estentórea, entre cantante napolitano y vendedor de lotería. Se hizo muy famoso y popular en toda Europa y otros lugares del mundo con algo que parecía imposible: decirle a la gente que lo urgente casi nunca es importante. ¿Es urgente ganar dinero y garantizarse el futuro? ¡Claro, hay que comer! Pero eso es solamente lo urgente.

Lo verdaderamente importante tiene que ver con muchas otras cosas que no generan un beneficio directo. Que no generan “ganancia”, en sentido pragmático. Con el amor, por ejemplo, en primer lugar. Y también con el conocimiento. El amor hacia las personas cercanas y queridas, pero también el amor hacia el resto del mundo (hacia gente quizá muy lejana, de otras latitudes o países, que uno nunca conocerá, pero que son parte de nuestra especie y uno tiene que cuidar y proteger); hacia la historia y toda la cultura que ha generado la humanidad. Y también el amor al planeta y todos los seres que viven en él. Una vida así, decía Ordine, es mucho más plena. ¡Así vale la pena vivir! ¿Y cómo lograrlo? Abriendo la mente. Y ello supone leer mucho, entender, ver el mundo, entender la historia, la cultura y el arte, que siempre es una representación de nosotros mismos. Y oír el silencio. A veces, la clave es no hacer nada. Sobre todo eso, detenerse, respirar y observar el mundo. Tratar de entender por qué estamos aquí, en esta extraña aventura que es la vida.

Hay una sencilla pero elocuente metáfora, la metáfora del agua, que aparece en su libro más celebre, La utilidad de lo inútil, que resume lo anterior. Nuccio Ordine la tomó prestada de un discurso del gran escritor estadounidense David Foster Wallace, quien murió en forma prematura a los 46 años:

Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba en dirección contraria; el pez más viejo los saludó con la cabeza y les dijo: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguieron nadando por un trecho; por fin uno de ellos miró al otro y le dijo: “¿Qué demonios es el agua?”.

La metáfora es muy simple y clara: el agua es la vida. Y no la vemos. Pasamos por la existencia sin verla. Vivimos la vida matándonos, como Sísifo y la piedra eterna de su castigo, levantándonos a las 6 a. m., desayunando, trabajando 8 o 10 horas diarias, volviendo a casa extenuados a las 7 p. m. a cenar algo, quizá compartir mecánicamente un rato con la gente que queremos, para después, al día siguiente, hacer lo mismo. Otra vez a empujar la piedra de la cotidianeidad. Y así se nos va la vida.

Ayer noche —bajo los aguaceros de San José, Costa Rica—, mientras escribía esta reseña, recordé que dos grandes escritores dijeron lo mismo, de otra forma. El gran Milan Kundera, en su alegórico título La vida está en otra parte, una de sus obras maestras, se refería justo a ello. Y Cervantes, desde luego, en aquel simpático capítulo de El Quijote cuando llega a Valencia con Sancho Panza y le dice: “De tan entretenido que venía, se me ha olvidado a qué venia”. Así nos pasa a todos nosotros, como a don Quijote. A veces se nos olvida para qué vivimos.

La muerte de Nuccio Ordine ha sido devastadora para la legión de personas que fuimos sus lectores y seguidores. Ha dejado un vacío difícil de llenar. Fue un defensor de la lectura de los clásicos: de Cervantes, de Hamlet, del Dante, de Sófocles, Esquilo, Eurípides, de Molière, Víctor Hugo, de Dostoievski, de Tolstoi, y hasta de nuestros grandes maestros latinoamericanos: Borges, García Márquez y Juan Rulfo. Su conocimiento era enciclopédico, renacentista. Fue muy cercano a George Steiner, a Roberto Saviano, a Savater, a los últimos renacentistas que marcaron el fin del siglo XX y el inicio del siglo XXI.

Y era un defensor de la universidad pública, de aquella que cree en las humanidades, es decir, en las artes, la filosofía, sociología, antropología, etc. En todo aquello que los “pragmáticos del mercado” llaman los saberes “inútiles”. Como sucede en las grandes universidades europeas, que a la par de enseñar negocios, economía, MBA, ingenierías, disciplinas técnicas, etc., también enseñan los pensares especulativos, desde Aristóteles a Weber o Erich Fromm o Sartre o Hannah Arendt. Esa es la universidad que crea verdaderos ciudadanos. La que combina el conocimiento “útil” con el conocimiento “inútil”. Eso resulta mucho más útil y decisivo de lo que uno cree. Esa es la universidad que crea verdaderos ciudadanos.