Mariluz no tuvo hijos, gestionó, como pudo y mal, la muerte de su marido a los pocos años de casarse y cuando murió sola y de pena, sus sobrinos, una catedrática, un médico y un funcionario de la Diputación de Jaén a los que no veía desde hacía más de un año, heredaron el piso de la calle Maestra, algunos euros y una finquita en Torredonjimeno. En el tanatorio, decían que había que ver lo que la querían y echaban de menos.
A Lucía se la llevó un cáncer de los que, según las estadísticas, se salvan el 95 % de los enfermos. Siempre fue hermosa y exclusiva.
Josefina se separó de su marido y novio de toda la vida, pero volvió a casarse y tuvo un hijo muy deseado que anduvo dando tumbos con la heroína. El muchacho murió por sobredosis con 27 años y ella se fue con él a los pocos meses, no se sabe muy bien adónde. El nuevo marido y padre de la criatura la hizo incinerar y esparció sus cenizas en un pequeño olivar que había heredado de sus padres en Arjona. Ni rastro de ella queda, con lo festiva que era. Solo vive en nuestro recuerdo, que morirá cuando nosotros también nos vayamos, aunque tampoco sabemos bien, adónde iremos.
Conchita sobrevive con dignidad a sus ochenta y tantos años, nació el día en que las tropas franquistas bombardearon Jaén, una ciudad indefensa, sin ningún valor estratégico. «Nací con las bombas», dice divertida. «Mi pobre madre», dice a continuación y, entonces, un rayito de tristeza brota de la nube de sus ojos grises, todavía bonitos. Agota su vida serena, sin grandes achaques, ni grandes alegrías. Siempre ha sido tranquila y buena persona. Ve pasar el tiempo desde su casa, donde disfruta de la vista de la catedral y oye, gozosamente, las campanas, que no le molestan como a otras personas que han protestado. La intolerancia que lo abarca todo. Cuenta que lee mucho, hace sudoku y crucigramas y como es amable, alaba mi libro de crónicas mínimas Hogar del Transeúnte. Tienes un don, me dice. Gracias, Conchita, por tanta generosidad. Nunca llegó a casarse ni se le conoció ningún novio, ahora pienso que su época fue muy dura para las diferentes. Aunque era algo mayor que yo, siempre me gustó, pero la vida nos separó muy pronto y no sé si volveremos a vernos.
Puedo seguir, pero serían las mismas historias en las mismas vidas: Marian, Rocío, Toñi, Ramona, Isabel, Francisca, Loli, Marisol, Virtudes, Dolores, Paqui, Luisa, Mari Carmen, Montse, Ángeles, Mirian, Ana, Carmencita… ¿Solo mujeres? Sí, alguna vez, explicaré el por qué.
La órbita de la Tierra, que alrededor del Sol, marca el devenir de cada una: escarchas, lluvias y veranos en la rueda de la vida. Se repiten siempre, hasta que un día ya no amanece.
Cada vez que las recuerdo me apenan, pero entonces, escribo y acudo a Aleixandre, los pensamientos se expanden y deambulan en el universo de las palabras perdidas.
Una tristeza del tamaño de un pájaro.
Un aro limpio, una oquedad, un siglo.
Este pasar despacio sin sonido,
esperando el gemido de lo oscuro.(Vicente Aleixandre)
Marcho a la playa, a la nuestra, sin ir más lejos, cuando el sol acude rozando las estribaciones del Massis de Garraf y por momentos se sumerge en el mar, entonces, las aguas y el cielo se entintan con las más variadas tonalidades. Ha comenzado el crepúsculo.
Acuden muchas personas, algunas de ciudades cercanas, para contemplar al día que se va y al acabar, los aplausos rompen el emocionado silencio.
En una madrugada insomne, he recordado otro crepúsculo. Era un poema pensando en Sadako Sasaki, otra ausente, que escribí a los pocos días de volver, invadido por la melancolía de Hiroshima:
Cuando llegue al Mediterráneo, pediré que traigan todos tus recuerdos.
No sé si podré guardar tantos, pero estaré lejos, observándote
en todas las niñas que pasen junta a mí, llenas de rayos gamma y Nivea Sun.
Aguardaré a que el sol desde el bulevar poniente
derrame sus amarillos, los naranjas y algún púrpura singular.
El azul oscuro para el cenit
y el Cinturón de Venus, tal vez, como obsequio de despedida.
Los caminos que recorremos son arterias que llevan emociones. ¿Podremos volver?
Escribir es querer vencer la distancia con un poema entre los dientes.
Conectar el móvil, localizar el norte y emprender un viaje a ninguna parte de la nostalgia, recorrer calles y olores que ya no existen. Entonces escribes a vuela pluma y con pasión para, al final, no decir nada, porque ni siquiera somos palabra.