Lo descocido es una abstracción, lo conocido un desierto;
Pero lo conocido a medias, lo vislumbrado es el lugar perfecto para
hacer ondular deseo y alucinación.

(Juan José Saer, El entenado)

Flores de colores fulminantes que empalagan los ojos. En la noche del 7 de junio de 2024, inicié este viaje de manera súbita, como un suspiro. Un suspiro fugaz cargado de enigma.

Como una exhalación, así fue, como prontamente arribé al primer páramo en el mes de septiembre de unos cuantos años antes. No puedo decir con exactitud cuántos, mi única certeza temporal es que aún no había comenzado la primavera. La geografía estaba sobrecargada de estímulos. El lugar desafiaba toda posible descripción, mis sentidos inmediatamente fueron abrumados por la profusión de colores, de sonidos, de olores y de texturas que rosaban mi cuerpo mientras intentaba hacerme paso frente a tanta materia. Caminaba lentamente, buscando huecos entre una maravilla y otra. Con mucha dificultad se podía distinguir entre espacios vacíos o pausas. No había lugar más que para el encanto, el esplendor prodigioso y la sorpresa extraordinaria. Asombro y fascinación que vibraban con una latente sensación aplastante.

La exaltación de la belleza, abrumadora, me envolvió como un manto de éxtasis y asfixia. Cada flor, cada detalle, parecía susurrarme secretos ancestrales, que alumbraban con su esplendor mientras los aprisionaba en una red de admiración y opresión. La belleza me sumía en un estado de exaltación, pero al mismo tiempo me aplastaba bajo un peso abrumador.

Entre el deleite y la angustia, avanzaba, cautivada por la enigmática fascinación que emanaba de aquellos parajes. Me sentía arrastrada por la corriente de la incertidumbre, ansiosa por desvelar los misterios que aún yacían ocultos.

¿Acaso aquellas flores, con su belleza fulgurante, ocultaban un secreto más profundo? ¿Me hallaba atrapada en una ilusión, condenada a vagar eternamente entre los pliegues de este jardín encantado? Las preguntas se multiplicaban en mi mente como las ramificaciones de un laberinto sin fin. Las iba anotando una a una en mi mente, las guardaba como claves, para no bloquearme.

Como me sucede más que a menudo, no encontraba muchas respuestas, y a falta de respuestas devenían mas preguntas. Desierto proviene del término latín desertus, y este del verbo desérere, que significa abandonar. En términos estrictamente etimológicos, desertus se referiría a un espacio “abandonado”.

Entonces… ¿Qué se había abandonado en este Páramo floral? ¡En principio el horizonte, pensé! Dirigiera hacia donde dirigiera la mirada, mis ojos no lograban ver más allá de 10 o 15 centímetros de distancia, y no me resignaba a encajar esta descripción en la definición de horizonte.

Después de un tiempo, que parecía dilatarse en la eternidad, comencé a emerger de entre las flores. Un ritmo hipnótico de vaivén me elevó a la superficie. Tuve una sensación de naufragio extrañamente placentera. Cada paso fuera del laberinto de colores y fragancias era un alivio, como si el aire fresco de la noche le devolviera la claridad a mis pensamientos.

Al llegar a un punto elevado, una suavidad que se alzaba sobre el jardín nocturno, me detuve y contemplé el paisaje desde arriba. Lo que había sido una exaltación aplastante y asfixiante desde abajo, ahora, revelaba ante mis ojos extensos confines. ¡Sí! Su horizonte estaba fuera, envolviendo su existencia. Las flores, con su resplandor deslumbrante, formaban un tapiz denso, como un desierto de colores.

Desde esa perspectiva privilegiada, pude apreciar la magnitud de mi experiencia. Aquel jardín nocturno, con toda su exuberancia y su misterio, se extendía como un universo paralelo, separado del mundo ordinario por una frontera invisible pero infranqueable.

Como un sereno suspiro, deje atrás este jardín, y su exaltación. A medida que me alejaba, el resplandor de las flores se desvanecía en la distancia, pero la sensación de haber vivido algo extraordinario me acompañaría para siempre.

Primera parada de la Serie Desiertos. Crónicas nómades