Camino a Casa (1994) y la Verdad de la vida en Marte (1995) se reeditaron en 2019 en el sello Planeta. Su retorno nos descubre a un narrador que inventó a la juventud.

Alfonso, uno de los personajes que viaja sin rumbo junto a Armando y Fernando, sueña con llegar a Hollywood. Les dice a sus amigos que ha escrito un guion: la historia del capitán Spock, quien ha sido rechazado en el casting en el que debían elegirlo como Spock. Naief Yehya ha escrito una literatura breve, desencantada, inaudita. Sus relatos no son autobiográficos, sino que retratan a la generación posterior a él: lo usual es que los autores escriban sobre sus padres, pero hasta donde yo sé es poco común que escriban sobre sus hijos. Por eso la mirada de Yehya es sorprendente; se mueve cuidadosamente en un territorio temporal y socialmente distinto al de su propia experiencia. Lo inventa. Y alguien como yo, que tenía la edad de los personajes en los años 90, se siente otro de los personajes.

En su novelita anterior, Obras sanitarias (1992), había un narrador que contaba una historia kafkiana. Ahora tenemos una historia joyciana. Y otra que podría leerse como una continuación de Bajo el volcán.

Un joven artista sufre una decepción amorosa y ha terminado por renunciar a su arte, la música. Los amigos, la familia, las fiestas, la maraña de contradicciones que lo agobian o lo mueven dan una idea de lo que significa la juventud de los tiempos recientes. Aunque esos tiempos sean los de hace veinte y tantos años. El hilo del relato se refiere a la angustiosa búsqueda de la muchacha que termina por herirlo. Y la marca personal se refleja en la levedad del estilo, como si nos contara una comedia televisiva. Y sin embargo, al final, este pensamiento sombrío:

Me dio un beso en la mejilla y se alejó. Yo me quedé sentado en la banqueta viendo a la gente y a los coches que iban y venían. Me imaginé a Kurt Cobain con una bala en la cabeza.

Pues la historia sucede el día de la muerte de Cobain.

La verdad de la vida en Marte resulta mucho más densa: los tres muchachos que quieren largarse para siempre de su casa, de su familia y de su escuela en ciudad de México son asaltados, estafados y encarcelados. Al final sufren un accidente y su viaje acaba allí. Sólo el escritor –el autor del guion sobre Spock– tiene la audacia de continuar a solas. Es como si los personajes de Jack Kerouak sufrieran de una mala suerte y de una torpeza tenaz.

Son dos relatos de náufragos, agarrados a un palo podrido en alta mar: el deseo de encontrar a la muchacha que lo va a traicionar; el viaje que no va para ningún lado. ¿Por qué la literatura debe empecinarse en narrar experiencias de frustración? En Las cenizas y las cosas (2018) el autor imagina una ciudad mexicana, San Ismael, que ofrece un homenaje a un escritor. Pero tanto la ciudad, como la experiencia misma del escritor, son de carácter fantástico. La narración acaba con el atentado de las torres gemelas.

Frente a los discursos que pretenden restablecer el sentido y el destino humanos, la literatura, como la de Yehya, esboza una sonrisa amarga. “¿Por qué en el fondo del amor está la melodía sórdida de la traición? ¿Por qué la fuga termina por volver más numerosas y gruesas las cadenas?”. La posibilidad de la literatura, su existencia fantasmal, como la de Spock o como la de Cobain, lejos de entregarse a la pura lamentación o a la inocencia estúpida, combina las dos. Es, sencillamente, un arte paradojal y, por eso mismo, chocante, inasible, molesto y encantador como la música de Nirvana.