La poesía de Iván Oñate (1948) ha sido concebida como delito y ataque contra la vida prosaica. Su tersura es parte de su protesta contra la traición de la juventud.

El paso del tiempo, es decir, las imposiciones de la “realidad”, socavan el ángel de la juventud. Entre Borges y Barcelona, Iván Oñate ha dado forma a una idea de la poesía que se obstina en el valor, en la jovialidad, en la precaria frontera del que se va. Dice en uno de sus poemas:

Otra vez la frontera
Otra vez
este despertar en un ruinoso hotel
levantado al borde del abismo.

(Cuando morí, 2012)

El poeta, como el actor, goza de su paso por el escenario, aunque después lo acosen los recuerdos. Escribe el poeta en la dedicatoria de “El ángel ajeno” (1983):

Gracias Joseph Camps
por la casa, el vino y los amigos.
Por la dilatada nostalgia
donde deambulan mis insomnios: Barcelona.

Y dice en otro poema del mismo libro:

Del caos
Del magma abominable
Donde la confusión reinaba en su torbellino, vi
brotar
Feliz,
como la imagen
tan afanosamente labrada por Usted, surgiendo
Límpido
De la tarde enemiga, su libro,
Borges
Esa dorada moneda
Chorreante todavía
De la recuperada noche.

Su vida en Barcelona, su lectura de Borges y su amor por el cine van a alimentar este lenguaje de subterfugios y desesperaciones, esta poesía. Se podría decir que la poesía de Iván Oñate expresa una obstinada repugnancia contra la vulgaridad, contra el kitsch de la vida mediocre y de la mediocridad de la vida. Por eso su ironía sólo puede apreciarse en la medida en que los enamorados y los suicidas son los héroes, casi siempre caídos, de esa batalla contra Dios y la sociedad, contra al apocamiento del ánimo. La vulgaridad, es decir la cursilería, es la enemiga contra la que el poeta apunta siempre sus dardos. Así, por ejemplo, cuando se declara ecologista porque alguien ha cortado el árbol que ha elegido para colgarse. O cuando se declara acusado, hallándose en una especie de cárcel o manicomio, el poeta declara en sus últimos versos:

Pero no os desesperéis
mis buenos hijos de cura párroco, ya tendréis
tiempo
para todos mis traumas
servidos en una mesa. Juro
que los legaré a la posteridad
como aquel magnánimo que legó el riñón, o su testículo derecho.
Por ahora,
tiradme una manta, una ironía
con su corrosión amable dentro del pecho,
que ya no aguanto con este frío,
con esta culpa.

La culpa, el dolor del poeta, provienen de su entrega sin condición. Provienen de su audacia: la búsqueda del amor significa reírse de la familia y del buen Dios. El llamado de la poesía implica saltarse jocosamente las obligaciones estúpidas del trabajo y la vida social. Es Dios, sin duda, el principal representante de este largo naufragio. De ahí que el poeta, burlón, continuamente se dedique a ponerlo en ridículo. Como cuando escribe “Al buen Dios. ¿La muerte? ¿Qué sabes tú de la muerte?”. O cuando dice en el poema “La caída”:

Dios sin recursos a Ti mismo
Dios abandonado
Dios ateo.

Frente a la triste rutina de hundimiento -retratada en La casa de las Geishas viejas- el poeta salva su espíritu por la admiración que experimenta por Borges, por Marilyn, por aquel violín precioso que empuña un cura catalán. Fastidiado por la inepcia generalizada, el poeta apuesta todavía a las cartas de amor. Dice en el poema Cartas de amor:

Seguramente
porque Dios está reconcentrado con los
auriculares
de su IPod,
la TV encendida y el grifo del agua abierto
es que delegó
al contestador automático
la atención de mis ruegos.

La sordera de la vida contemporánea, ilustrada mediante la tecnología omnipresente, contrasta con el elogio de la belleza natural. Dice el poeta en “Adios bella”:

(…) Marilyn contempla la
ciudad de Nueva York, desde una azotea.
Su cara, hermosa como siempre, ahora está
contemplativa. Profunda. Suicida.
(…) Como si alguien lo hubiese programado, en
ese preciso momento, suenan los primeros acordes de la canción y en mi memoria
aparece la cara de un viejo cura catalán, allá en la parroquia de Sant Andreu del Palomar,
en Barcelona.
-Joder chaval- repite su voz en mi memoria,
mientras retoma su viejo violín que afirma (no tenía por qué mentirme) se trata de un Stradivarius- El amor es una cosa esplendorosa, no te quepa la menor duda.

La reciente entrega del Doctorado Honoris Causa de la Universidad Central del Ecuador a Iván Oñate, y la exposición en la Casa catalana de Quito de algunas de las portadas de sus libros, convertidas en carteles, se presentan como tributos al poeta. Su palabra nos recuerda en un tono amargo y jocoso lo que merece aceptarse en la vida, y aquello que debería ser objeto de mofa. La gratuidad de la poesía, ese esfuerzo a veces demoníaco, como en este caso, es digno de la gratitud de quienes venimos después.