Aquella tarde llegué del trabajo a mi hogar pronto, era mi primer aniversario de matrimonio y quería celebrarlo con mi esposa en la intimidad. Llevé un gran ramo de rosas rojas y un pastel de nata con fresas que le gusta mucho, le gusta la nata sobre todo; se desnuda, se embadurna el cuerpo con nata y yo tengo que saborearlo despacio.
Entré en el portal del edificio de apartamentos, vacío en aquellas horas. Llamé al ascensor, tardó mucho en bajar, parecía averiado. Se abrieron las puertas y descubrí dentro dos cuerpos semidesnudos jadeando: un hombre y una mujer. Enseguida reconocí al hombre de espaldas: bajito y canijo, con su gorra amarilla encima de la calva. ¡Era el conserje de mi edificio! Vi unas posaderas blancas y grandes —como las de mi mujer—, y dos manos con las uñas pintadas de rojo fuego que agarraban fuerte separando sus dos nalgas —blancas y tersas como las de mi mujer— abriendo paso, y el anillo de bodas con un rubí brillando en el dedo anular de su mano izquierda —como el que yo había regalado a mi mujer un año antes—en medio. Sorprendí su cara reflejada en el espejo del ascensor —entre mi ramo de rosas y los pinchos— con los ojos bien cerrados y la boca abierta, gozando: era la cara de mi esposa Idara-Samira. ¡El conserje le estaba haciendo el culo a mi esposa! Esto me estaba pasando el día 14 de febrero, el día de nuestro primer aniversario; esto me estaba pasando a mí, Don Teófilo Ruiperez Jefe de Negociado en la Administración Estatal de Tributos en la Provincia de Barcelona. ¡Quise morirme! ¡Quise que la tierra me tragara! ¡Quise desaparecer! ¡Quise hacerme invisible! El pastel cayó al suelo, la nata quedó rociada por todo el hall del edificio comunitario salpicando las paredes.
Me retiré a la calle y andé largas horas por la ciudad, sin rumbo. Un músico ciego sentado en una esquina tocaba La Comparsita con su viejo acordeón. Crucé semáforos en rojo con mucho tráfico, ningún automóvil me pitó. Entré en un bar para tomar algo, el camarero ni se inmutó. Fui directo al baño de caballeros para refrescarme la cara. Abrí el grifo de agua fría, mojé mis manos, me pasé el agua por el cabello, la frente y la cara. Miré al espejo: No se veía mi cara, ni mis manos, ni mi cuerpo. No se reflejaba ningún cuerpo en el espejo. ¡Me había vuelto invisible! Salí al bar. Me senté en un taburete alto apoyado en la barra; pedí un whisky doble al camarero, pero él no me miró, ni se movió ni me respondió: yo me había vuelto invisible. ¡Soy un fantasma! Eso me sucedió el miércoles.
Decidí no volver a la casa matrimonial. Deambulé. Cuando ya oscurecía entré en un parque con árboles altos. Enseguida empezaron a sonar pitidos que se acercaban, eran los guardas anunciando el cierre del parque; un guarda pasó a mi lado, no se inmutó: me había vuelto invisible. Fui hacia el lago y me refugié tras unos matorrales detrás de la caseta de los cisnes.
El día siguiente jueves amaneció con niebla baja. Había dormido tirado en el suelo. Me puse de pie mientras la niebla cubría mi cuerpo desde las rodillas para abajo y dejaba al descubierto mis muslos, mis caderas y más arriba. Reaccioné al poco: no era niebla, era mi embrujo que se estaba despejando y yo estaba recuperando mi estado corpóreo, humano. Mi camisa blanca quedó arrugada y los pantalones grises manchados de barro. Mi estado humano mostraba ojeras en la cara y abandono total: las señales de la traición de mi esposa, y de la mala noche. No fui a trabajar.
Me dirigí a un comercio de ropa, compré una camisa azul celeste y unos pantalones azul marino. Entré en una sauna cercana; me lavé, me peiné, me puse la ropa nueva y tiré la ropa vieja a la basura. Salí a la calle, paseé normal entre la gente, incluso tropecé con algún viandante despistado. No tenía a dónde ir. Se me ocurrió telefonear a Sofía, amiga del colegio. Respondió al teléfono, le resumí lo ocurrido en pocos detalles para que comprendiera, ella comprendió. Le dije que no volvería con mi esposa y que no tenía donde ir: me invitó a pasar la noche en su apartamento. Llegué rápido en taxi, estaba muy cerca: vive en la zona rica de Barcelona, en la esquina de Avenida de Los Tilos con Avenida de la Diagonal, es un edificio moderno de apartamentos con jardines privados y cuatro ascensores.
Sofía me recibió vestida con un pantalón negro muy ajustado y una blusa rosada con algunos botones estratégicamente abiertos; llevaba atado un pañuelo blanco recogiendo sus cabellos hacia atrás. Es una pelirroja de mediana altura, delgada, amplias caderas, curvas suficientes y mirada angelical: a sus 40 años, está de buen ver. Es médica sexóloga.
—Entra Teófilo, pasaron tantos años... Cuéntame de tu vida.
Le conté lo que había visto; solo lo del ascensor, porque si le contaba lo de mis cambios corpóreos no me creería.
—He tenido una mala experiencia con mi mujer, no quiero volver a casa, ¿puedo dormir aquí unos días?
—Sí, claro que sí, para eso somos antiguos amigos —respondió alegre.
Me mostró su apartamento por dentro. Es de techo alto y soleado. Tiene un gran salón comedor-cocina, un dormitorio suite —con el baño dentro— y otro dormitorio con una cama pequeña para los invitados.
Me ofreció un refresco hecho con frutas rojas naturales y nos sentamos en el sofá a conversar largo rato. —Este es mi hogar, aquí estudio y teletrabajo. Vivo sola, pero a veces me visita un amigo, viene de noche entre servicio y servicio o después de salir del trabajo; es de la policía secreta.
Ambos salimos a la calle, paseamos por el parque, comimos una ensalada y pescados en una terraza al aire libre y, cuando ya era de noche, volvimos a casa juntos para descansar. Nos abrazamos en el salón comedor —de pie junto al sofá—nos besamos en las mejillas y nos retiramos para dormir cada uno a su dormitorio.
A medianoche, sentí necesidades fisiológicas; me levanté para ir al baño que está dentro del dormitorio de ella, muy cerca. Vi una luz que salía por la puerta entreabierta. Descubrí a Sofía y al policía desnudos, en posturas de contorsionista y realizando movimientos acrobáticos copiados del Kamasutra; estaban en plena faena. Me volví invisible, al estado incorpóreo, pero las necesidades fisiológicas me apuraban. Aproveché mi estado invisible para cruzar el dormitorio de incógnito, entré en el baño a desahogarme. Al terminar tiré de la cadena para que el agua se lo llevara todo. Hizo ruido pero la pareja no oyó nada, ¿no oyó nada porque estaban "ocupados" o porque mis actos invisibles también son insonoros? Crucé por su dormitorio. Me retiré a descansar, dormí lo que pude.
El viernes me levanté pronto, en estado corpóreo, salí del apartamento sin hacer ruido y llegué temprano a mi puesto de trabajo. Estaba nervioso dudando de si alguien reconocería algún cambio en mí: ninguna sospecha. La hora del almuerzo es a media mañana, antes de almorzar siempre voy al baño para lavarme las manos. Entré. El cuarto de baño me pareció cambiado, era diferente, no había mingitorios para caballeros. Descubrí asustado que había entrado por descuido en el baño de señoras, me ruboricé. Oí voces:
—"Rebeca ponte a cuatro" —era la voz del Director Provincial gritando.
—Ah, aah, —sentí una voz femenina que venía desde el mismo rincón.
Eran el Director Provincial y Rebeca juntos, encerrados en el baño de señoras y haciendo cosas. Aterrorizado, me volví invisible; escapé de la Oficina sin que nadie me viera. Los empleados del Negociado de Tributos se reunían en las mesas del comedor para almorzar; hablaban de las próximas fiestas de verano, de sus vacaciones en la nieve, como siempre. Nadie echó en falta al jefe, a mí.
Pasé el viernes vagando por todas las calles. Volví al apartamento de Sofía cuando no había nadie y me encerré en mi dormitorio. A medianoche, sentí necesidades, me levanté para ir al baño. Andé unos pasos. Vi una luz que salía por la puerta entre abierta. En la penumbra percibí a Sofía y al poli otra vez desnudos y bien trincados, dormidos. Me volví invisible. Aproveché mi estado incorpóreo para cruzar el dormitorio sin hacer ruido y hacer mis cosas en el cuarto de baño.
El teléfono móvil del poli sonó alto mientras yo estaba encerrado en el baño; él respondió, se vistió apresurado y se marchó acelerado. Yo salí del baño aprovechando mi estado invisible. Encontré a Sofía tendida sobre la cama, desnuda, dormida y sola; me entraron ganas de poseerla, sentí impulsos animales, tropecé con una lamparita apagada que cayó al suelo desparramada. Sofía se despertó, observó un falo flotando en el aire, marcando hacia el techo con vigor, que se levantaba con vida propia; ella creyó estar soñando, se abalanzó sobre la carne y lo poseyó en sueños. Yo fui recuperando mi corporeidad. Ambos nos abrazamos. Ella se ofreció en posición horizontal, lo hicimos juntos cuerpo a cuerpo, ambos atacando de frente. Un respiro. De pronto se dio la vuelta, me ofreció sus blancas nalgas con gusto, con sus dedos abrió la puerta del oscuro túnel: la embestí por detrás, empujando unas veces suave, otras fuerte y profundo. Ambos nos regalamos el uno al otro, gozamos y descansamos sobre la cama caliente.
Se oyeron por el pasillo pasos acercándose; el poli tenía llaves, entró sin llamar. Yo recordé que ya no era invisible, me tiré al suelo y me escondí debajo de la cama. El poli recogió la pistola que había olvidado encima de la mesita de noche, junto a la lamparita ahora rota; cargó una bala en la recámara, comprobó que el seguro estaba puesto, se colocó la pistola en el cinto y se alejó corriendo dando un portazo.
Sofía y Teófilo quisieron hacerlo juntos de niños, pasaron media vida apenados porque ninguno tomó la iniciativa. Ahora, años después... se abrazan en la penumbra, desnudos, cuerpo a cuerpo. Teófilo confiesa su pasión: sabe que su hechizo invisible desapareció luego de haber poseído el culo de Sofía.