Montevideo, 2012

Porque amo la libertad,
estoy en contra de las jaulas.

(Avenida Italia, Montevideo)

Cees miró los rostros en blanco y negro de hombres que parecían antiguos moradores del café. La ausencia de mujeres en las fotografías era parte de la historia del mundo. Tampoco servían como modelo para las estatuas ecuestres de las plazas ni para los bustos de los museo. Sus nombres no estaban cincelados en las placas conmemorativas de las universidades ni designaban las calles. Sin embargo, allí estaban, sentadas en las mesas, insertas en conversaciones, con aquel acento que abusaba de un sonido en español que era nuevo para él. Ojeó un periódico y le desconcertó encontrar que, en la página de obituarios, se repetía la frase “falleció en la Paz del Señor, confortada con los Santos Sacramentos y la Bendición Papal”. Se desilusionó un poco, aunque al menos le reconfortaba saber, como había leído antes de salir, que Uruguay era el país de la región donde se daba una separación más clara entre la iglesia y el Estado, aunque algunos se quejaban del discurso antirreligioso. La tradición laica llevaba años manifestándose a través de leyes como las que hacía cien años sacaron los crucifijos de las aulas. En Brasil era patente el fundamentalismo y el inmovilismo de la religión: los gobiernos más progresistas quedaban sometidos a los reclamos de las iglesias, los derechos sexuales y reproductivos todavía eran tabú para muchos sectores y del aborto ni se hablaba. En Argentina y Chile el catolicismo era aplastante. Se rumoreaba que pronto sería elegido un Papa procedente de uno de esos países.

Cuando Helena llegó al café fue directa a su mesa. Cees era el único hombre que esperaba solo. También él la reconoció enseguida. Ramón la había descrito a la perfección, quizás con demasiado detalle y alguna duda cobijada por el paso del tiempo.
— ¿Cees?
El holandés asintió con la mirada.
— Espero que no lleves mucho rato esperándome. No me gusta traer el auto a la Ciudad Vieja, se pone muy pesado, así que caminé bastante para llegar hasta aquí.
— Fue un placer esperarte –la observó intensamente mientras ella terminaba de acomodarse-. Disfruté del lugar, acogedor, con personalidad.
Helena le explicó por qué lo había citado allí.
— En distintas épocas, el café Brasilero fue cobijo para grandes ideas y amenas conversaciones. Sufrió tres grandes ataques y sobrevivió al paso de las décadas mientras sus moradores se iban marchando.
Cees terminó de un trago su vaso de agua.
— ¡Resiliente, resistente como nosotros! –llevaba días desoxidando su español y parecía, pese al acento, dominarlo a la perfección-. No me cabe duda de que es ideal para esta reunión. A Ramón le gusta llamarnos así. Me refiero, a ti, a nuestra querida Nabila, incluso a mí… Pero vayamos al grano: me contó que estabas tras la pista del lavado de dinero procedente de la narcominería.
— Sabe que tengo buenos informantes porque sigue con interés un blog que empezamos hace algunos años: La cruz del sur –Helena trató de ordenar su información en la cabeza antes de continuar-. Con apoyo de muchas personas se ha convertido en una referencia en toda América Latina. Expertos con profundos conocimientos del tema o afectados por la voracidad del capital escriben regularmente. Sacamos notas con datos que nunca se publican en los periódicos ni salen en la televisión. Eso está permitiendo mayor coordinación para posicionarnos contra los grupos de poder que tratan de esquilmar la naturaleza sin ningún control. Hemos sufrido varios ataques, como este café Brasilero, pero hay un hacker entre los colaboradores que ha podido hacerles frente.

Helena creyó divisar al fondo la boina de Eduardo Galeano, pero no quiso distraerse, ninguno tenía mucho tiempo.

— Ramón me confesó, que si no llega a ser por ti, él nunca hubiera salido del lado oscuro. Con esas credenciales, cuando menos, a uno le entran unas ganas locas de cruzar el Atlántico. Te felicito por la tarea. Es uno de los seres que el mundo necesita para renovar su piel.
Cees se detuvo para pensar bien cómo decir en español el contenido más delicado y fue bajando el tono de su voz.
— También me dijo que tenías una amiga que quizás maneje alguna pista de movimientos de capitales procedentes de Colombia con destino a Europa.
Helena se quedó sorprendida por aquel interés.
— Hablaremos de eso, pero no podré revelarte quién es mi fuente. Algunas generalidades sí, para informaciones más concretas necesitaré tiempo. Entiendo que es algo verdaderamente importante lo que te ha traído por aquí… -y bromeó divertida-: además de mi capacidad para sacar del mal camino a empleados de banca sin escrúpulos.
Por fin Cees hacía una mueca parecida a una sonrisa, muy tímida, como si estuviera evitando constantemente aparentar ser otra persona.
— Estaba de paso y he aprovechado. Y sí, lo que me traigo entre manos es una labor imperiosa que cargo como una cruz. El Vaticano está lavando dinero procedente de la explotación de la naturaleza, manchada de la sangre de los asesinatos y abusos cometidos por las bandas criminales que operan en los agujeros más alejados de la ley.
— Me imagino a cualquiera haciendo eso –le interrumpió Helena-. Hasta a los ángeles y a los santos. Aunque confieso que esa evidencia no la tenía. A mi fuente le interesará mucho que nos puedas aportar los detalles. Ya quedan pocos espacios vírgenes, hay que empezar por desconfiar de los que presumen de limpieza de espíritu. Las ratas deberían preferir vivir en las cloacas, pero viven en mansiones de lujo donde todo reluce de un brillo impostado.
— Igual siempre les falta algo. La codicia es insaciable y la consecución de lo material sin límites hace necesario que uno busque sus alianzas en el averno. De personas como nosotros –señaló Cees sin ningún rastro de modestia, convencido de cuál era su misión en el mundo- depende sacarlas de sus palacios y dar la vuelta a la situación. Aquí hay un punto de luz que todavía es muy pequeño y merece la pena intentar expandir, juntar con los destellos que se producen en otros lugares, con las gentes que lo hacen posible. Solo así podremos hacer frente a esa mancha que han dejado los exhibidores de la codicia. — Destellos que se producen en otros lugares, con las gentes que lo hacen posible. Solo así podremos hacer frente a esa mancha que han dejado los exhibidores de la codicia.
Helena asintió, aunque le asustara un poco esa convicción de piedra:
— Esta mancha lo está cubriendo todo. Es muy poderosa y peligrosa. No sé si darán las fuerzas…
La mirada de Cees se hizo profunda y caleidoscópica. Después sacó un sobre de un gran libro sobre teología que llevaba entre las manos y lo deslizó sobre la mesa.
— Es para disimular y conocer mejor al enemigo– se excusó el holandés señalando el ejemplar.
Helena puso la punta de los dedos en el sobre.
— No lo abras aquí –le pidió Cees-. Después lo podrás leer con calma. Por favor, proporciona esta
información a tu amiga. Sé que es colombiana y que está vinculada al poder judicial. Pero no te preocupes, no lo sabe nadie más. Estoy seguro que los datos que te facilito le ayudarán en su investigación. Son detalles de los montos y del destino de esas “buenas obras” de lavado de dinero. El tiempo pasa rápido, tendremos que actuar deprisa.
— La bola creció tanto que está empezando a inmovilizarla –le confesó Helena.

En estos casos poco puedo decir –señaló Cees meditabundo-, solo sé que si algunas cosas que están a punto de estallar salen bien, pronto tendremos un aliado poderoso en la política internacional. Por lo que pretende hacer me temo que no durará mucho, pero hasta que lo asesinen o anulen, contaremos con algo de tiempo para destapar cajas podridas.
— Para serte sincera no creo mucho en los redentores, que una sola persona pueda desfacer tantos entuertos –asestó Helena con desconfianza-. Aunque cualquier ayuda será bienvenida. Lo que me gustaría, como amiga que soy de esa mujer colombiana, es que deje el país y se olvide de todo. No es un juego de niños, la sangre corre a menudo y es de verdad.

— Cuando esa persona de la que te hablo pueda ayudarnos no estará sola y este será uno de los asuntos prioritarios. Te lo prometo.
— Supongo que no me puedes decir más –continúo Helena con tono descreído-. ¿Procedencia?
— No, no debo. Y además no es relevante en este momento.
Helena reparó en que su insistencia no saciaría su curiosidad y cambió de tema.
— Tu español es excelente. ¿Dónde lo aprendiste?
— De pequeño, digamos que tuve una especie de mentor que había nacido en Bolivia. Es una larga historia. Te la contaré en otro momento.
Cees se detuvo, como si aquel pensamiento lo hubiera paralizado. Después continuó:
— Iré al grano. Necesitamos coordinarnos para poder acabar con esta farsa. A partir de ahora será esencial seguir con el intercambio de información. Perdona por el atrevimiento, pero preciso que tu amiga me proporcione todos los datos que tenga al respecto. Ella sabrá lo que me interesa cuando vea el contenido del sobre que te he entregado. Ya veremos cómo movemos las fichas para hacérmela llegar. No sé si conoces la internet paralela, la que refugia a los grandes criminales. Es la misma que permite conectar a quienes estamos en la resistencia sin dejar huella.
— Ni idea.
— Le llaman TOR: The Onion Router -dijo Cees despacio forzando un acento inglés-, porque básicamente lo que hace es que manda una información de un lugar a otro aleatoriamente, poniendo capas de cebolla para que quien lo intercepte no pueda saber quién es el emisor inicial y quién el receptor final. En un punto las capas empiezan a caer y, cuando llega a su destino, el mensaje puede verse de nuevo.
— ¡Información que se viste y desviste mientras viaja por todo el mundo! –exclamó Helena anonadada-. Suena interesante. Así que ese debe ser el internet de las cloacas, donde se mueven todos los negocios sucios.
— Bueno, según como lo mires. También permite intercambiar investigaciones de interés social sin que el poder manipulador llegue a tiempo de poner a salvo a quienes tienen que ser inculpados y encarcelados. En algunos casos, al menos, posibilita que más gente lo sepa.
— ¿No te aterroriza acabar como Snowden? –le preguntó Helena con tono arrepentido.
— Sí, claro, pero es la única manera con la que enfrentar esta hipocresía y egoísmo. No nos queda más remedio que asumir un poco de riesgo. ¿Queremos seguir observando pasivamente o participar de la realidad de forma activa?

Helena lo miró unos instantes porque aquella determinación le alarmó de nuevo, incluso a ella, que muy pocas veces cuestionaba los caminos emprendidos. Desde hacía algunos años sabía que el mundo no tendría remedio y que, aunque había que estar, no merecía la pena darlo todo, sacrificar cada rincón de felicidad personal.

— ¡Ah, se me olvidaba! Los mensajes también utilizan un programa para que vayan encriptados. Te pondré en contacto con Dale, un amigo informático que vive en Reino Unido. Él nos ayuda con estos temas. Es muy importante que se use otro sistema operativo. Linux tiene una herramienta que lo permite…- se quedó pensando que ya empezaba a apabullarla con tanto detalle-. Solo una última cosa: sea quien sea quien vaya a hacerse cargo, que nunca inserte un pendrive con información personal cuando esté utilizando ese sistema operativo diferente y que ni loco se conecte a su correo personal… En internet si dejas una aguja en el pajar se encuentra inmediatamente.
— Cees –le cortó Helena-. Necesitaremos tiempo para aprender. Mi blog sobrevive a los ataques porque hay un colaborador informático. No tengo ni idea de todas estas cosas que me cuentas.
— Pero las aprenderás –le lanzó rotundo-. Sé paciente y confía en Dale. Nunca falló. Si un día nos pillan será el primero en caer. Es un viejo profesor, de nobleza de espíritu y devoto del conocimiento. Debe de pertenecer a la primera generación de informáticos retirados, ahora que lo pienso. Este es su contacto –Cees sacó una tarjeta de la camisa y se la pasó sobre la mesa-. Escribirle en inglés, no habla bien español. Te daré más detalles, no te preocupes.

Helena puso la tarjeta en su bolso junto al sobre.
— Gracias, Cees. Siento que tenemos algo muy grande entre las manos, aunque este país que pisas es muy pequeño y el de mi amiga muy peligroso.

El camarero se acercó a entregarles la carta de comidas, pero Helena solo pidió un té de hierbas mixto. Cuando se alejó, la uruguaya continuó:
— En los últimos años, como creo que sabes, han salido de Colombia más de diez toneladas de oro sin el debido pago de las regalías.
— Tengo alguna idea de lo que está pasando con el oro y otros minerales. Mi sospecha es que este negocio tiene que ver con la documentación que te acabo de entregar.
— Mi amiga dice que se están barajando distintas posibilidades que explican el hecho; la menos grave parece ser que hubieran salido del país sin pagar impuestos. Sin embargo, contamos con algunos indicios que apuntaban a otra posibilidad: que se estuvieran justificando como venta de oro la entrada de pesos al país producto de otras actividades ilícitas.
— ¿Narcominería?
— Sí, eso es lo más probable. En los últimos años creció mucho la minería ilegal en el subcontinente debido a la subida de precios de las materias primas.
Cees miró un par de veces hacia los lados para percatarse de que nadie les escuchaba. Helena estaba más relajada, como dando por supuesto que en ese país poco interesaba lo que ocurría a tantos kilómetros.
— Mi fuente me cuenta que es imposible que de un año para otro el número de toneladas de oro exportado se multiplique por nueve. ¡Ni que hubieran encontrado El Dorado en sus selvas!
— Un dorado muy dañino –apuntó Cees antes de seguir atento el resto de las confidencias.
— Y no solo es eso. También puede probar que está llegando oro de contrabando desde la frontera de Venezuela a Colombia para evitar el pago de regalías. En Colombia son mucho más baratas. Pero lo peor es que están legalizando el oro que entra desde la Amazonía, cuando el gobierno venezolano había prohibido la extracción en esa zona por cuestiones medioambientales.

Helena le proporcionó algunos detalles de su encuentro azaroso con la pareja de colombianos y cómo la pesquisa confluyó con la información que le había proporcionado su amiga. El apellido Colmenero no coincidía con los recogidos por Cees, pero ambos sospechaban que utilizaban nombres falsos. Quedaron en intercambiar imágenes. La uruguaya le mostró algunas fotos que tenía en su celular del asado en casa de Rubén y Cecilia. Ya se habían recogido pruebas evidentes que los señalaban como eslabón clave del lavado de dinero procedente del narcotráfico. No les extrañó mucho que parte de esos negocios turbios tuvieran lugar al calor de la banca vaticana.

— Lo cierto es que ha llegado dinero a espuertas y se sospecha de vínculos con bandas armadas -confesó Cees.
— Me imagino –complementó Helena- que mucho procederá del pago de extorsiones. Los porcentajes son muy altos. También parte del dinero de la cocaína se está lavando gracias a la minería.
— Pues que no te extrañe que el Vaticano esté recibiendo supuestas donaciones que se han amasado gracias al tráfico de drogas o de armas. A mí me ha llegado este ruido, portentosamente.
— El supuesto Colmenero es ex paramilitar –le informó Helena-. Estuve averiguando con otros compañeros de la Cruz del sur después de tener el amargo privilegio de cruzarme con ellos. Consiguió que su esposa fuera comprando títulos mineros. La violencia, la droga o el tráfico de minerales no son negocios que tengan fronteras tan claras. Casi la mitad de lo que se exporta fuera de Colombia procede de esta minería ilegal, controlada principalmente por grupos armados.
— La situación es grave, ya veo –añadió Cees con rostro preocupado-. El oro que llega al resto del mundo está teñido de sangre. Un señor presume de su reloj de oro comprado en Londres y sus dedos se manchan de rojo; los pendientes de una reina europea también se bañan de ese color. ¿No te das cuenta que ya somos responsables de eso también? Es tramposo querer apuntarse a los beneficios de la globalización tapándose los ojos a la vulneración de los derechos humanos de quienes están lejos. La denuncia no garantiza que ganaremos la guerra, pero es necesaria y hay que hacerla con inteligencia, en el momento adecuado –dijo Cees precavido.
— ¿Y crees que no se ha hecho ya? –lo miró incrédula-. Los medios de comunicación locales llevan meses revelando estos cambalaches, a veces cumpliendo su deber y otras echando mierda para salvaguardar otros intereses en juego.
— En todo caso, necesitaremos una campaña que traspase las fronteras colombianas, encontrar su enganche internacional, tal vez ligarlo a la defensa de los bienes públicos mundiales. En otros muchos países están ocurriendo cosas parecidas. Pensemos cómo hacerlo al tiempo que se cierran algunos frentes de la investigación, esperemos algunas informaciones clave. El ruido formará tal ciclón que después será imposible saber quiénes eran los principales culpables, pero al menos caerán quienes tengan mayor responsabilidad.
— Culpables, culpables habrá muchos… Una vez que se instaura el delito como forma de hacer plata, no hay escrúpulos para casi nadie. No creo que se trate de eso, pero al menos ayudará a paliar tanta impunidad y tanto manto blanco que se usa para cubrir los crímenes. Me da terror pensar de que así es la naturaleza humana.
— No toda, sé un poco más benévola –se quejó Cees-. Los insatisfechos e indignados del sistema nos devuelven un poco la fe, ¿no? –su mirada la penetró por su exceso de transparencia.
— ¿En Alá?, ¿en Dios? –le preguntó Helena irónica señalando el libro que Cees había hecho reposar sobre la mesa unos minutos antes.
— No, no… Esos no existen –respondió Cees un poco más animado-. Quería decir la fe en la humanidad, en cómo podemos ser capaces de revertir nuestra propia miseria. Alguien lo expresó así: “El mundo cambia la piel, como la anaconda”.
— No sé si la cambia, en todo caso me gusta pensar que es así. Me quedaré con esa frase, aunque a veces los que cambian después se convierten en perpetuadores.
Helena miró su reloj.
— Ahora tengo que volver al trabajo. Fue un gusto haberte conocido en persona y lamento no poder dedicarte más tiempo.
— La próxima vez prometo avisar antes. Reconozco que todo ha sido muy precipitado. De todos modos, el placer ha sido mío. Ramón te admira desde lo más profundo. Conmigo no vas a poder disimular. Esto que haces es grandioso, enorme…
— Es un buen amigo. Si lo ves por Europa dale un beso muy fuerte y dile que no tardaré en ir a visitarlo a Madrid –soltó Helena como un sortilegio que cada vez que se convocaba postergaba el reencuentro.

La uruguaya se acercó a la barra a pagar la cuenta y, ahora sí, confirmó su sospecha de que Eduardo andaba merodeando por el café. Se acercó a saludarlo, aunque a él le costó unos segundos reconocerla. Su mirada hacía juego con su boina, le pareció más intensa que otras veces. El paso de los años y los achaques dejaban algunas huellas, pero seguía siendo un hombre atractivo, de esos que caigan donde caigan siempre lo hacen de pie. Señaló sus papeles y le sonrió, como si estuviera tramando algo divertido.
— No te lo vas a creer, pero estoy guardando las cartas que me llegan para hacer “el relato antropológico de la burocracia” –le dijo alargando un sobre-. Este banco español lleva pidiéndome más de una década que le haga llegar el permiso de residencia a la sucursal más cercana. ¿Te imaginas que necedad? Pero si yo nací aquí, no necesito permiso de residencia: tengo partida de nacimiento. ¡Hasta esas huellas borra el exilio! Creo que debería ir hasta la embajada española y explicarles la locura desproporcionada de las empresas a las que sirven.

Helena lo escuchaba y reparaba en la paradoja: quien defendía al género humano con palabras y metáforas de las tropelías cometidas por el poder codicioso era también víctima de su perversidad. Esa sed insaciable por obtener datos personales desprotegía a la ciudadanía para alimentar los beneficios de los accionistas. Helena hubiese querido quedarse un poco más, pero tenía que salir disparada y le dio un beso. Eduardo la volvió a mirar muy profundamente, como si su adiós fuera a ser para siempre. Cuando se montó en el taxi, la uruguaya se percató de que llevaba una enorme ancla prendida en el corazón. Si esas nubes eran de tormenta, como sospechaba, no tardarían en engendrar relámpagos.

Cees se quedó un rato más en el Café brasileño. Tenía la certeza de que la información que Helena le proporcionaría sería clave para completar sus pesquisas y poder contar con una denuncia evidente del lavado de dinero de la banca vaticana. Decidió pedir un café antes de marcharse. Un hombre con boina azul pasó por su lado. Sostenía unos papeles en la mano. Su cara le resultó familiar. Iba dejando un destello, como si estuviera revestido de la fuerza de un elegido. Entonces se dio cuenta que era el mismo rostro que aparecía en varias de las fotografías del café. Recordó su nombre, el de un hombre cuyos relatos eran capaces de abrir la mirada y borrar las fronteras. Había escrito la historia del continente al revés, desde la alteridad, desde la voz que siempre había enfrentado a los poderosos.