Las circunstancias se dieron de la siguiente manera: allá por el año 23 a.C., Cayo Julio César Augusto, el primer emperador de Roma, fue víctima de una enfermedad que le hizo percatarse que necesitaba encontrar un heredero fuerte con cual garantizar la continuidad del imperio. Por razones de estrategia, él, como se acostumbraba en ese entonces, fue más dado a la adopción de patricios que a los azares y sinsabores de la concepción, por lo que no se sabe de un solo varón de su sangre que le fuera dado por alguna de sus tres esposas legítimas.
Se le conoce, en cambio, una hija. Se llamaba Julia, recordada hoy como La mayor para diferenciarla así de su propia hija, aunque un título más apropiado hubiera sido La única. Era apenas una chiquilla de catorce o quince años cuando Augusto la casó primero con Marcelo —hijo de su hermana—, y poco más tarde con Marco Agripa, uno de sus generales más destacados. Ambos matrimonios, por obligación y sin rastros de cariño, obedecieron a las leyes de la sucesión y la conveniencia, aunque ni uno solo de ellos resultó en el sucesor que el emperador hubiera deseado tener. A su sobrino, quien aún no cumplía los veinte años cuando fue desposado, se lo llevó al otro mundo una fiebre de lo más espantosa. A su mejor hombre de armas, un viejo achacoso comparado con la joven Julia, lo mató una dolencia que lo tomó desprevenido mientras volvía de una campaña militar. Visto así el paisaje con el que se encontraba, Augusto razonó que casaría a su hija por la fuerza con Tiberio, el mayor de sus hijastros. Aquello ocurrió once años antes del inicio de la era cristiana.
Esa fue la manera como se le garantizó un segundo emperador a Roma una vez que Augusto entregara el alma, aunque eso no significó que el matrimonio acordado llegaría a ser feliz. Tiberio disfrutaba de la soledad y la lectura, de los juegos mentales y las pesquisas filosóficas. Le gustaba el silencio y la introspección se le daba bien. Sobre su carácter, Plinio el Viejo escribió que se trataba del más triste de entre todos los hombres. Jamás perdonó a Augusto por haberlo obligado a divorciarse de su primera esposa, Vispania, y, según chismes que se corrieron por el Senado, en una ocasión la siguió de rodillas por las calles explicándole a llantos lo mucho que aún la amaba.
Julia, por su parte, era querida de todos por sus excesos de alegría juvenil. Por la belleza de la que aún era poseedora, a pesar de haberle dado cinco hijos sin tregua a Marco Agripa. Organizaba fiestas en las que se reunían los mejores poetas y músicos, toda suerte de bohemios y granujas que la frecuentaban por el buen vino y excelentes manjares que se servían ahí. Por los líos, las juergas y los deslices picantes que se daban en esa clase de pachangas. Su gusto por la lírica era tan conocido como también lo era su predilección por los hombres que encontraba fuera de casa. Durante los años de su matrimonio con Agripa, a ella le gustaba apuntarse al vientre cuando algún otro la pretendía seducir. En este bote solo se admiten pasajeros cuando va lleno, decía, dando con eso a entender —según Macrobio— que se buscaba a los amantes cuando el general ya había plantado un hijo ahí dentro. No fuera a ser que le diera una sorpresa al insospechado militar.
Esa clase de escándalos no quedaron atrás el día en que se casó con Tiberio, quien ya de por sí tenía mala opinión de ella desde que se le insinuó sin decoro cuando aún vivía con Vispania. O al menos eso es lo que dicen las fuentes. Lo cierto es que el hijastro de Augusto, aún libre de las responsabilidades imperiales, prefería pasar el mayor tiempo lejos de su nueva mujer. Prefería irse a las afueras de la ciudad a lamentarse por tener que ser él quien algún día llevaría al imperio, que pasar tiempo de más en casa. Incluso prefería arriesgarse a perder la vida en alguna batalla contra los bárbaros de Germania, que estar unas cuantas horas junto a Julia, quien, en ausencia del marido, no tuvo al parecer inhibición alguna en encontrarse con otros pretendientes. Eso debió de ganarle a Augusto más de una risotada a su espalda en las calles y el Senado. Sobre todo, a luz de la fuerte campaña a favor de la moralidad y los valores familiares de los que él hacía tanta gala en ese entonces. Cansados el padre y el marido de semejante soltura, Julia fue arrestada en el año 2 a.C., anulando con eso el matrimonio de Tiberio, pero no su posición como sucesor del emperador.
Julia, desterrada en lo que hoy es Regio de Calabria, llevó su exilio de muy buena manera. Sus condiciones fueron de lujo por mera virtud de ser hija de su padre, quien le concedió derechos de movimiento, propiedades, una renta, y la posibilidad de recibir la visita de sus hijos, dos de los cuales —por logro propio— compartirían con ella el mismo destino en el exilio años después. Fue una condición que, aunque limitante para una persona de su alcurnia y predisposición, no la privó del todo de su libertad, la cual acabó el 19 de agosto del 14 d.C., con la muerte de Augusto, quien al parecer fue envenenado por su tercera esposa.
Julia, de pronto abandonada por la mano más poderosa del imperio, vio lo negra que era la sombra en la que se sumergía. Siguió a su padre al otro lado del velo en octubre del mismo año, muerta de inanición debido a que Tiberio, el nuevo emperador, consideró prudente hacer de ella un ejemplo para las futuras esposas de Roma. Su melancolía y reserva, que se pensarían conducentes a la comprensión de los terceros, no fueron suficientes para suavizarle el corazón. Aún no superaba la pérdida de Vispania, y, aunque el divorcio había sido idea y orden de su padrastro, a ojos de Tiberio la culpa siempre fue de Julia.
En algún momento entre los primeros años de su administración, ocurrió que un cuervo común (Corvus corax) se hizo conocido en toda la capital. El ave había nacido en el punto más alto del templo dedicado a Cástor y Pólux, ya entonces una ruina de piedras quemadas, y por alguna razón encontró refugio entre la mercancía de un zapatero que trabajaba por ahí cerca. Un hombre humilde, pero no falto de educación, que vio en esa presencia poco menos que una teofanía, ya que, para la gente de aquellos tiempos clásicos y antiguos, el cuervo era un augurio de toda clase de suertes, por lo general catastróficas, aunque de vez en cuando benéficas. La aparición de uno en el camino obligaba al silencio y la reflexión, y su gran inteligencia, sumada a la facilidad con la que emula las voces, fue tomado por muchos como un contacto con alguna forma de divinidad.
El zapatero, inflamado por el mysterium tremendum et fascinans, se echó de rodillas en cuanto vio al ave picoteando todos sus productos, croando como un furioso dios pequeño en espera de su pequeño tributo. Lo alimentó con las mejores viandas a su alcance, le habló con las palabras más tiernas, lo mimó como nunca hizo con sus propios hijos, si es que tuvo esa consideración con los desgraciados. Sobrado así de importancia, el cuervo se movía de un lado a otro de la zapatería, entrando y saliendo de ahí como si de su casa se tratara. Poco tiempo perdió antes de explorar los terrenos alrededor, las plazas y los templos, donde sorprendió a más de un ciudadano con sus múltiples voces, llamando a cada cual por su nombre de pila y de familia, de tenerlo. Con el ir de las semanas, hizo costumbre en tomar sitio cada mañana sobre una de las tribunas del Foro, por donde Tiberio solía pasear en compañía de sus dos hijos adoptivos, cada cual recibiendo del cuervo un sonoro buenos días seguido de sus nombres.
En nuestra época, hasta los dirigentes más brillante creen en toda clase de fantasías no muy diferentes a las que cree el pueblo sobre el que gobiernan, y lo mismo ocurría en los días de Tiberio, quien no pudo evitar sentir curiosidad —y turbación— cada mañana en la que el cuervo le saludó. Media Roma, al igual que él, cayó presa de los encantos del pájaro, y muchos fueron quienes marcharon hasta el negocio del zapatero para darle tributo al animal. Para dejarle comida y plegarias, exvotos y alabanzas, gestos que tres siglos más tarde se repetirían en honor a otras deidades, nacidas de una secta judía que, en los años de Constantino, allá en el otro imperio romano aún por nacer, se levantaría como la potencia religiosa de Europa.
El hechizo del cuervo, sin embargo, no duró mucho. Fue encontrado muerto una mañana, luego de haber encantado a civiles y gobernantes por el igual durante meses. Despanzurrado, hecho girones, por otro zapatero que trabajaba cerca del negocio donde el pájaro hacía su hogar. Según Plinio el Viejo, por rabia, ya que el animal se habría defecado sobre todo su producto. A nadie, sin embargo, lo arrebata Marte por razones tan pedestres —o al menos eso sería lo ideal—por lo que es posible que el asesino fuera impulsado más bien por razones de envidia profesional. No es difícil suponer que más de uno de los fieles que visitaron al primer zapatero para maravillarse ante el prodigio hubieran vuelto a casa con un par de sandalias nuevas en los pies.
Fuera la que fuese la razón, el pueblo se escandalizó por lo ocurrido. Si no por ser el crimen una afronta contra un avatar de la Divinidad, entonces por ser una injuria contra un pobre cuervo cuyos únicos crímenes fueron la inteligencia y el carisma. Con la bendición de las autoridades, puede incluso que de Tiberio mismo —quien tal vez se sintió identificado con el córvido—, la ciudadanía tomó al asesino, lo llevó fuera de las murallas y ahí, como si de una res de matanza se tratara, lo despedazaron vivo. Luego marcharon de vuelta a la capital, tomaron los restos del cuervo, y le ofrecieron una ceremonia fúnebre que concluyó en una hermosa pira junto a la Vía Apia, con más pompa, lujos y lamentaciones, que las vistas en las exequias de cualquier otro de los hijos más destacados de Roma.
A Tiberio se le salieron las lágrimas al contemplarlo todo. Consciente como era de los pesos de su vida, y de la responsabilidad que tenía en manos al recaer sobre él el título de emperador, imaginó que su vida encontraría un fin tan noble como el de ese cuervo. Su mandato, como el de miles de soberanos antes y después, estuvo lleno de controversias, difamaciones, medias verdades y algún otro acto noble enterrado bajo los escándalos, verdaderos o imaginarios. Sobre su muerte en el año 37 d.C., nadie se pone de acuerdo, salvo en que cayó en cama por culpa de un accidente con una jabalina, situación que empeoró tanto, que sufrió un coma. Al parecer despertó luego de que Calígula —de quién él era tío abuelo— fuera nombrado su sucesor, lo que llevó a que un comandante de la Guardia Pretoriana, un tal Macro, lo asfixiara con su propia almohada. También están quienes dicen que fue Calígula quien lo mató.
Según Suetonio, el descontento con el mandato de Tiberio fue tan grande, que la gente salió a la calle a pedir que su cuerpo, como el de los criminales y los incompetentes, fuera arrojado al río Tíber. Fue, en cambio, puesto sobre el fuego, y sus cenizas depositadas en el Mausoleo de Augusto. Su persona tal vez no fue tan querida por la gente como lo fue aquel cuervo, pero al menos se marchó de este mundo consumido por las mismas flamas que lo consumen todo.