En un mundo como el actual, sumido en guerras y crecientes odios, esclavo de ideologías y egolatrías, narcisista hasta el desequilibrio más absoluto, depredador de la Naturaleza y de todas las formas de vida, donde en el altar de los Imperios y su complejo militar-industrial se sacrifica la existencia y los derechos de millones de seres humanos, mientras los medios de comunicación despliegan un nivel de manipulación mental y emocional superlativo, y la sociedad se idiotizada en los dogmas del economicismo de mercado y del estatismo burocrático y confiscador; en un mundo así, conversar sobre la Metafísica y lo metafísico debe ser percibido como una ingenuidad infinita y delirante. Sin embargo, semejante enfoque no es para nada válido, todo lo contrario. Conforme el ser humano se angustia y sufre prisionero en su condición de víctima y cómplice de los odios que cultiva, se hace más evidente la necesidad y urgencia de la Metafísica, no como teoría, sino como experiencia existencial, y tampoco como especulación generalista de un vago y superficial espiritualismo subjetivista tan abundante en las redes sociales electrónicas.

Cuando se habla de Metafísica se toca un tema clave de la vida humana: el esfuerzo constante por develar, en la experiencia y en la racionalidad lógico-formal, dialéctica y afectiva, el Ser del Ente. En el olvido del Ser, tan característico de nuestro tiempo, el Ente se precipita en el vacío de la Nada y la autodestrucción. No existen poderes, sean políticos, ideológicos, religiosos, económicos, cientificistas, tecnocráticos, racionalistas, sentimentalistas, culturalistas o de otro tipo, capaces de disfrazar en sus maniobras y escenografías teatrales, el curso asesino de una humanidad desmemoriada.

Actualidad de la experiencia metafísica

La experiencia metafísica apunta hacia un tipo de realidad amplia, profunda, original y disruptiva. Su amplitud se deriva de considerar la totalidad de los entes, y no una clase particular de ellos; la profundidad se obtiene de referirse no a las características fenoménicas de un ente, sino a los aspectos estructurales comunes a todos ellos; su originalidad y su carácter disruptivo se desprenden al enfocarse en un tipo de experiencia separada de todo reduccionismo

¿Una experiencia como la indicada es posible en nuestro tiempo? Algunos piensan que no. Sin embargo, cuando se estudia la condición antropológica del ser humano, la racionalidad científico-tecnológica y la ética –para solo citar tres ejemplos–, se hacen notorias las razones por las cuales la metafísica constituye un saber experiencial por completo actual.

Las constantes inherentes a la condición antropológica de la especie impulsan un tipo de preguntas ajenas al ámbito de la prueba experimental y controlada en el ámbito de las ciencias físico-matemáticas y naturales. Distintas perspectivas filosóficas equivocan el enfoque analítico cuando constatan la necesaria existencia de fundamentos y primeros principios de la realidad, pero niegan la posibilidad de experimentarlos. Se condenan así a una situación teórico-práctica sin salida, y cierran la posibilidad de abrir una vía de acceso al fundamento no fundado de todo Ente. Este resultado es por completo contrario al obtenido en los ámbitos de la física relativista y cuántica donde autores como Einstein, Schrödinger, Heisenberg, Bohr, Eddington, Pauli, Jeans y Planck, postularon la necesidad de incursionar en temas trans-físicos o metafísicos.

Con todo, Nietzsche, por ejemplo, tiene razón al creer que en la historia opera una multiplicidad de sentidos y justificaciones derivada de la intersubjetividad, pero con ello tan solo alcanzó a vislumbrar los mecanismos de la acción empírica y no las raíces de esa acción. Colocar el énfasis del razonamiento de modo exclusivo en la subjetividad y la intersubjetividad como origen de la historia empírica, se convierte fácilmente en nihilismo, es decir, en negatividad destructiva, tal como ocurrió en el pensamiento del autor de Así hablaba Zaratustra. La subjetividad y la intersubjetividad –nociones muy importantes y cardinales, olvidadas en los objetivismos naturalistas– demandan un fundamento trascendental sin el cual se diluyen en el sin sentido y la autodestrucción.

Ese fundamento se vislumbra en el acontecer histórico, tanto individual como colectivo, pero no equivale necesariamente al predicado en las religiones y teísmos de distinto tipo. Esto es importante: las cosmovisiones religiosas constituyen sistemas de creencias y de poder temporal cuyas respuestas al preguntar metafísico se obtienen sin investigación previa. Las religiones institucionalizadas ofrecen dogmas, autoritarismos y sectarismos cuyo objetivo es controlar la experiencia según sus parámetros, pero lo exigido por la condición humana es libertad, investigación, estudio y, sobre todo, experiencia.

Es de sentido común reconocer la insatisfacción del ser humano respecto a su temporalidad; en él, el anhelo de intemporalidad alcanza niveles altísimos de urgencia y exigencia psicológica. Si bien el tiempo es una dimensión estructural de la condición humana por el cual las personas son peregrinas y la vida se les presenta como un viaje donde las fronteras –vejez, enfermedad, dolor y muerte– se miran desde la más tierna infancia; no es menos cierto que el anhelo de eternidad constituye también otra condición estructural de las personas. El proceso degenerativo implícito en la existencia biológica, no impide a los individuos experimentar su vida en el deseo de continuar existiendo (Baruch Spinoza). Los ímpetus de la vida se viven en el anhelo de seguir viviendo (análisis existencial de Sartre, Heidegger, Jaspers, Camus y otros).

Es como si la existencia –recuérdense El mito de Sísifo y El hombre rebelde de Albert Camus– transcurriera tensa entre dos realidades: las verdades de la carne, que los sentidos y el entendimiento no pueden ni quieren negar, y el enigma del todo –revelado en las situaciones límites asociadas a la decadencia biológica y al paso del tiempo–, lo cual genera el deseo de descifrarlo. Al constatar este hecho, Miguel de Unamuno habló del sentimiento trágico de la vida, subrayado por Nietzsche en El origen de la tragedia. La cultura modernista, enfrentada a la misma tensión, se refugió en ideologías ateístas, tan dogmáticas y sectarias como las religiones. La cultura contemporánea, por su parte, parece abocarse a una suerte de pluralismo vertiginoso donde varias actitudes son posibles, pero tan sólo como transición hacia nuevas hegemonías culturales.

Pero volvamos a la digresión en torno a la estructura de la temporalidad humana. Contrario a Heidegger y a Ortega, para quienes el núcleo de la temporalidad lo constituye la orientación hacia el futuro, considero al presente como el eje cardinal del tiempo. El tiempo posee un triple presente: el presente que vivimos, la memoria presente de los hechos pasados y el futuro prefigurado en las expectativas actuales. Y es aquí, en este presente multifacético y multidimensional, atravesado por la temporalidad, donde el ser humano pregunta, impulsado en la conciencia de su propia finitud, por el fundamento último de las cosas, entes y devenires. En este contexto la finitud es experimentada como una ruptura violenta, una inconclusión, y esta circunstancia también explica el nacimiento de la investigación metafísica y la búsqueda experiencias metafísicas. En el fondo más profundo la metafísica es un intento por comprender las razones de la temporalidad.

La historia –esa serie de conspiraciones– es, en cierto modo, la terca repetición del preguntar metafísico. El deseo de consistencia, la búsqueda de raíces eternas y de certidumbres inconmovibles, hacen del ser humano un interrogador metafísico. En otros términos, su condición antropológica incorpora como característica estructural la intencionalidad metafísica. Esta no le viene de fuera, sino de su mismidad.

Si la temporalidad, la decadencia biológica y la autoconciencia que poseemos acerca de las implicaciones de tales circunstancias fuesen condiciones suficientes para otorgar sentido pleno a la existencia histórica y reflejaran adecuadamente lo que el ser humano es, entonces la muerte no sería experimentada en forma trágica; la autoconciencia de la finitud temporal estaría asumida con naturalidad en la vida psíquica de cada persona y de la sociedad. Pero esto no ocurre: la existencia histórica revela un desfase, un vacío entre la condición antropológica de las personas y los anhelos que esas condiciones originan; en ese desfase, en esa ausencia, nace la cultura y en el seno de la cultura se origina la necesidad y la urgencia de la experiencia metafísica. Bien puede afirmarse que la metafísica es el hallazgo de razones para lo que creemos por instinto de conservación.

Pero la vigencia de la metafísica no se origina tan solo en la condición antropológica del ser humano, en su precariedad temporal o en sus anhelos de inmortalidad, plena libertad y descubrimiento de una razón suficiente para su vida; la dinámica interna del conocimiento científico traducido en la búsqueda de respuestas verificables para las interrogantes sobre la constitución física, biológica, química, energética, cósmica y axiológica de la realidad, también evidencian la inevitabilidad de la metafísica.

En las sociedades contemporáneas, por ejemplo, luego de un proceso crítico sistemático y muchas veces atendible, que caracterizó el advenimiento y desarrollo del proyecto moderno, se vuelve a insistir en la necesidad y urgencia de hurgar en los primeros principios de la realidad; de nuevo se pregunta si el universo posee una estructura básica permanente de carácter racional capaz de ser traducida en categorías mentales específicas. Y esto ocurre en distintos campos; tres de ellos son la Física Teórica, la Epistemología de la Ciencia y la Ética.

Así, por ejemplo, el conocimiento físico-matemático del universo no ha suprimido las preguntas asociadas al origen de lo que existe, al orden revelado en el cosmos, a cómo emergió la conciencia y la vida a partir de un flujo de energía, a los últimos peldaños de la materia constituidos, según dicen los expertos, por pura información. No, la ciencia no responde a estas interrogantes; al contrario, refuerza cada vez más su pertinencia social y su necesidad psicológica.

Las disciplinas científicas, llevadas por la lógica de sus conceptos y la aplicación de sus tecnologías, pueden toparse con las realidades metafísicas. Si esto sucede, estaríamos a las puertas de pronunciar respuestas empíricamente demostrables al contenido de las experiencias e investigaciones metafísicas. Parafraseando a Louis Pasteur, puede decirse que poca ciencia aleja de la urgencia de plantearse y contestar las preguntas por el fundamento infundado de lo que existe, pero mucha ciencia convierte estas preguntas y sus respuestas en asuntos esenciales, urgentes e irrenunciables. ¿Qué sea ese fundamento? es algo para lo cual la respuesta surgirá en el momento de descubrirlo.

Ciencia y Metafísica

En las sociedades modernistas es común contraponer la ciencia y la metafísica como si fuesen realidades antagónicas. La Filosofía positivista se ha encargado, por su parte, de racionalizar tal costumbre; sin embargo, un análisis más profundo evidencia como los científicos son portadores de interrogantes metafísicas y se lamentan cuando la Filosofía se les presenta como una simple síntesis de los conocimientos aportados por las ciencias particulares.

Este es el caso, por ejemplo, de Sir Arthur Eddington en su conocido ensayo Tras el velo de la física, escrito en polémica con el gran Bertrand Russell; también se observa este mismo motivo en otros textos de afamados científicos como Werner Heisenber, Erwin Schrodinger, Albert Einstein, Sir James Jeans, Max Planck y Wolfgang Pauli. Mencionemos algunos de los libros debidos a estos científicos: La verdad habita en las profundidades y Si la ciencia es consciente de sus límites, de Heisenberg; ¿Charlemos de física?, de Schršdinger; Ciencia y religión, de Einstein; Un universo compuesto de pensamiento puro, de Jeans; El misterio de nuestro ser, de Planck; La unión de lo racional y lo místico, de Pauli; y *Materia mental, de Eddington. Estos textos postulan, de modo unánime, lo siguiente: la imagen física del universo, llevada por la lógica de sus propias categorías, conduce a una situación límite después del cual queda otro espacio conceptual y experiencial denominado metafísica. Eddington, conocido por sus contribuciones científicas a la teoría del movimiento, así como a la comprensión de la evolución y constitución interna de los sistemas estelares, lo explica de manera directa:

...la situación es como sigue: hemos tenido ocasión de aprender que la exploración del mundo exterior con los métodos de la ciencia física no nos lleva a encontrarnos con la realidad concreta, sino con un mundo de sombras y símbolos, por debajo de los cuales aquellos métodos no resultan ya adecuados para seguir penetrando...1

La ciencia, entonces, no tiene por qué cuidarse de la metafísica, en realidad la lleva por dentro, es algo así como su horizonte cognitivo o el fantasma que, de experimento en experimento, de teoría en teoría, de hipótesis en hipótesis, la acompaña y la seduce. El horizonte metafísico de la ciencia no es para nada religioso en sentido institucional; postula, eso sí, un ligamen estructural del ser humano respecto a un fundamento o raíz sin predefinir ese fundamento de una manera dogmática y sectaria. A través de la experiencia, del conocimiento y de la sabiduría, el ser humano penetra en su mismidad, y es en esa mismidad donde descubre su capacidad para experienciar su fundamento.

Cuando se consideran, por otro lado, los temas relativos a la Epistemología de la ciencia, se observan con claridad sus supuestos metafísicos. Francisco Álvarez González sintetiza la postura comúnmente aceptada en ciencia y en filosofía cuando escribe lo siguiente:

La verdad es que, frente al cientificismo ahora predominante, la ciencia no ha logrado sus maravillosos éxitos teóricos y prácticos renunciando en forma definitiva a toda metafísica. A la base de toda teoría científica hay siempre una multitud de creencias y de su-puestos metafísicos. El que estén ahí, sin conciencia muchas veces por parte de los científicos de su existencia, no demuestra otra cosa sino hasta qué punto cuentan con ellos [...] todo esto nos lleva a una conclusión: que la ciencia es histórica, que sus teorías lo son. Y que una de las razones para la historicidad, para el cambio, es la sustitución precisamente de algunos de los supuestos metafísicos de la ciencia por otros2.

Uno de los supuestos metafísicos de la epistemología de la ciencia es aquel postulado según el cual el Universo es inteligible y, como consecuencia, es posible conocerlo y desentrañar su funcionamiento. Este es un postulado que las ciencias no demuestran en términos experimentales y no pueden demostrarlo, puesto que los experimentos mismos se basan en su aceptación. Es claro, a este respecto, que una metafísica para la cual el Universo sea un caos de indeterminaciones o un mero símbolo del lenguaje, renuncia per se a la posibilidad de fundar cualquier ciencia, pues estas apoyan su proyecto cognitivo en la certeza de que el conocimiento es más que una construcción formal y simbólica, el saber es saber algo objetivo respecto al sujeto cognoscente. La intencionalidad científica consiste en escuchar “las voces” de la realidad.

El Ser del Ente: la diferencia ontológica

Afirma Martín Heidegger, en Introducción a la metafísica y en El Ser y el Tiempo, que a la metafísica se le oculta el Ser como tal al concentrarse en el estudio del Ente y olvidar el Ser mismo debido al cual el Ente es. Tiene razón. La diferencia entre el Ser y los entes es una conquista duradera del esfuerzo racional y emocional humano. Heidegger fue especialmente claro al denunciar el olvido del Ser en muchas de las corrientes sociales modernas y contemporáneas. El olvido del Ser es el olvido de la diferencia entre el Ser y el Ente.

En Introducción a la metafísica Heidegger sostiene que la pregunta por el Ser no solo se ha olvidado, también se ha olvidado ese olvido, con lo cual la situación metafísica de lo contemporáneo reporta un grado superlativo de utilitarismo y fenomenismo. Se observa la epidermis de lo real, pero se deja a oscuras su fundamento o simplemente se declara inexistente, con lo cual resulta nihilizado, esto es, reducido a la Nada. En esta desviación del preguntar esencial sobre lo esencial encuentra su raíz el nihilismo. “El nihilismo está ante la puerta ¿De dónde nos llega éste, el más inquietante de todos los huéspedes?”3–escribió Nietzsche–, ¿Dónde está trabajando el nihilismo? Pregunta a su vez Heidegger, y responde lo siguiente:

Trabaja en todos aquellos lugares en donde se está adherido al en-te corriente, y se cree que es suficiente que lo existente sea tomado como es ahora. Con ello se rechaza la pregunta por el ser y se le trata como una nada (nihil) que, en realidad, es, en algún modo, al presentarse. En el olvido del ser ocuparse del ente es nihilismo […] El único paso fructífero para superar verdaderamente el nihilismo es el preguntar por el ser.4

La respuesta de Heidegger a su propia pregunta muestra una especial sensibilidad respecto al carácter decisivo y radical de la diferencia ontológica. Como resultado de negar la existencia de un fundamento infundado de los entes, el nihilismo afirma el absoluto sin sentido de ellos, desconoce toda realidad sustancial y sostiene la más completa inutilidad de la vida humana (Nietzsche, Sartre, Camus). ¿Cómo salir de semejante estado del espíritu? Nietzsche propone el Superhombre y el Eterno Retorno; Sartre, la libertad; Camus la revolución del ser humano rebelde; Feuerbach y Marx postulan el ateísmo cientificista e ideológico; Heidegger se decanta por ahondar y desarrollar hasta sus últimos límites la pregunta por el Ser del Ente y por el modo de operar de la diferencia ontológica (Ser y Ente).

Desde la perspectiva de quien escribe, en cambio, la salida se encuentra en experimentar-vivenciar el Ser del Ente. Lo metafísico no es un corpus del saber lógico-formal, una teorización especulativa opuesta a la práctica, se trata, por el contrario, de una práctica existencial, una experiencia decisiva y determinativa de acciones y de decisiones, desde donde el conocimiento instrumental de los Entes se transforma en Sabiduría y transformación permanente. La preeminencia en la metafísica pertenece a la experiencia, las acciones y las decisiones, no a las palabras o categorías de la racionalidad lógico-formal.

Notas

1 Citado en Araya, Fernando. Oculta Intimidad. San José, Costa Rica, Universidad Estatal a Distancia, EUNED - PROMESA, 2002, p. 22.
2 Álvarez González, Francisco. Supuestos metafísicos de las ciencias. San José, Costa Rica, Universidad Autónoma de Centro América, EUACA, 1996, p. 29.
3 Nietzsche, Federico. La voluntad de poderío. Traducción de Aníbal Froufe, prólogo de Dolores Castrillo Mirat, Madrid: Ediciones-Distribución, 1981, p. 31.
4 Heidegger, Martín. Introducción a la metafísica. Estudio preliminar de Emiliu Estiú. Buenos Aires, Argentina, Editorial Nova, 1977, p. 191.