Con casi 400 obras, entre esculturas, fotografías, dibujos y filmes la retrospectiva sobre Constantin Brâncuși que se exhibe actualmente en el Centro Pompidou de la capital francesa constituye la mayor y más relevante realizada sobre el disruptivo e independiente pionero de la escultura moderna que murió en 1957 a los 81 años dejando una huella indeleble en las artes visuales del siglo XX.

El crítico de arte, Juan Carlos Flores Zúñiga, separa la realidad del mito, en la vida, carrera, proceso y obra de Brâncuși en el presente artículo a raíz de su mayor retrospectiva en tres décadas.

Una realidad innegable en la historia del arte moderno es la abundancia de falsas narrativas que con el tiempo se convierten en mitos fomentadas por los propios creadores como un mecanismo de defensa ante un mundo hostil al cambio y la innovación. Mediante la fabricación de mitologías personales, artistas celebrados en el presente, han jugado con la fantasía y la imaginación popular con base en construcciones de sí mismos y sus relaciones con el lugar y la historia que querían ocupar.

Es una enfermedad del lenguaje que ha provocado profundos malentendidos en el ámbito artístico como ha señalado en La filosofía de las formas simbólicas (1923) Ernst Cassirer:

La fuente y el origen de toda mitología es la ambivalencia lingüística, y el mito en sí es una especie de enfermedad de la mente, que tiene su raíz última en una “enfermedad del lenguaje” [porque] el hombre pone el lenguaje entre él y la naturaleza que interior y exteriormente actúa sobre él, que se rodea de un mundo de palabras para asimilar y elaborar el mundo de los objetos.

Dos de los artistas de inicios del siglo XX que crearon y difundieron mitos de sí mismos a lo largo de sus respectivas carreras para diferenciarse en un entorno competitivo, fueron el pintor ingenuo Henri Rousseau, conocido como el ‘Aduanero’, y el escultor de origen rumano Constantin Brâncuși.

Eran parte del grupo de Montmartre que lideraba el poeta Guillaume Apollinaire y compartían un profundo interés por las formas arcaicas y tribales. Cuando Rousseau murió en 1910, la inscripción sobre la piedra de la lápida fue hecha por su amigo Brâncuși. Ambos tenían en común el ser inadaptados. Rousseau nunca fue aceptado por el oficialismo cultural y sus propios colegas se burlaban a menudo de él. Brâncuși por su parte, aunque más aceptado, prefirió guardar distancia para mantener su identidad cultural balcánica.

A Rousseau le fascinaba hablar de aventuras ultramarinas que nunca tuvieron lugar, mientras Brâncuși se presentaba como un pobre agricultor y artesano que había emprendido un viaje a pie hasta la capital del arte, París, desde su natal Hobita en las colinas de los Cárpatos rumanos. Hoy sabemos que provenía de una familia rural pero que con tenacidad, trabajo y mecenas pudo estudiar arte a Bucarest y costearse su viaje a Francia, como ya antes lo había hecho a Austria y Alemania.

Pero el mito transformado gradualmente en leyenda le permitió relevar a Paul Gauguin –tras su muerte– como “artista vestido de campesino” en el cosmopolita entorno parisino. No obstante, llevaba zuecos, blusones, batas blancas y una espesa barba negra desaliñada que con el tiempo encaneció tanto como sus contradictorias y lacónicas explicaciones sobre las influencias del primitivismo y el folclore en su proceso creativo y producción escultórica que han dividido a sus estudiosos, seguidores e imitadores por más de medio siglo.

Afortunadamente, la presente exhibición retrospectiva de la obra de Brâncuși en el Centro Pompidou traza las influencias que nutrieron su producción, desde su infancia y juventud en Rumania, donde las formas arcaicas y los símbolos de la arquitectura vernácula contribuyeron al desarrollo de un lenguaje y competencia técnica en el que la forma funciona como vehículo para lo trascendente, hasta elementos que toma de la escultura cicládica que vio por primera vez en el Louvre al llegar a la capital francesa en 1904, las tallas directas en madera de Gauguin, la escultura ritual africana y los primeros experimentos de Derain con el cubismo escultórico.

La muestra en el sexto nivel del “Beauborg”, como se conoce turísticamente al Centro Pompidou, es la segunda retrospectiva en Francia desde su muerte en 1957 a la edad de 81 años, e incluye 120 de sus aproximadamente 400 esculturas, 40 dibujos y 127 fotografías tomadas por el artista, entre ellas varios autorretratos.

De los Cárpatos a París

Brâncuși nació en 1876 en la Rumania rural donde sus padres eran agricultores. Como otros niños de su pueblo natal, Constantin no iba a la escuela. Desde los siete años trabajó cuidando el rebaño familiar y luego para otras personas de su entorno. Fue entonces cuando aprendió a tallar madera para fabricar cucharas, postes de camas, prensas de queso y fachadas de casas. En sus preferencias, actitud y estilo de vida se caracterizó por su sobriedad.

Cuando cumplió los nueve años, Brâncuși fue a Tîrgu Jiu, un pueblo en la región de Oltenia, a buscar trabajo. Una vez allí consiguió trabajó en una tintorería; dos años más tarde entró al servicio de un tendero en Slatina; y luego termino sirviendo en una taberna de Craiova, donde permaneció durante varios años.

Su afición por el trabajo en la madera siguió creciendo por lo que emprendió tallas elaboradas, como la producción de un violín a partir de una caja de naranjas. Tales hazañas atrajeron la atención de un empresario, quien en 1894 lo inscribió en la Escuela de Artes y Oficios de Craiova. Para poder asistir a la escuela, Brâncuși tuvo que aprender a leer y escribir por su cuenta.

En 1896, a los 20 años, Brâncuși empezó a viajar por primera vez: fue a Viena, a orillas del Danubio, y subsistió como carpintero para ganar dinero para sostenerse. Como su ambición era ser escultor, en 1898 se presentó a un concurso en la Escuela de Bellas Artes de Bucarest y fue admitido como alumno. Aunque se sentía más atraído por el trabajo de los “artistas independientes” que por el de los académicos de su casa de estudios, se enfocó seriamente en el aprendizaje de la anatomía humana y el modelado.

En 1903, a su regreso del servicio militar, le atrajo la fama de Auguste Rodin, que se había extendido de París a Bucarest. Las audaces concepciones de Rodin inspiraron el entusiasmo de la vanguardia y la indignación de los académicos. El ejemplo de Rodin despertó una gran curiosidad en él por lo que sucedía en el arte más allá de las fronteras de su país nativo, por lo que viajó a Múnich, Alemania, donde permaneció hasta la primavera de 1904. Luego decidió ir a París.

Con ayuda de artistas parisinos, el recién llegado ingresó en la École des Beaux-Arts, donde tuvo como maestro a Antonin Mercié, muy influido por la estatuaria del renacimiento. Brâncuși trabajó con él durante dos años, pero para ganarse la vida realizó trabajos ocasionales. Los encargos de retratos de algunos compatriotas también le ayudaron en tiempos difíciles. En 1906 expuso por primera vez en París, en el Salón patrocinado por el Estado y luego en el Salón de Otoño.

Bajo la sombra de Rodin

Con una disciplina académica y una filosofía clásica, pero con gran vitalidad, sus primeras obras estuvieron influenciadas por la dramática obra de Rodin. Un busto de la cabeza de un niño modelada y luego fundida en bronce de 1906 confirma como la vena académica se acerca al tratamiento disruptivo de Rodin.

La curaduría en la retrospectiva parisina yuxtapone dos versiones de “El sueño”, una talla en mármol realizada por Rodin en 1894 y otra por Brâncuși en 1908. El escenario casi teatral de las primeras obras del joven escultor muestra con impresionante claridad su paso de la fiel evocación del cuerpo humano a algo cada vez más abstracto.

Auguste Rodin, padre de la escultura moderna, reconoció sus cualidades y lo acogió como aprendiz en 1907, pero Brâncuși consideró que a pesar del mérito de su maestro en la transformación de la disciplina desde el clasicismo al impresionismo producía una obra demasiado literal y teatral. Al cabo de un mes renunció. Más tarde se justificaría diciendo que “nada crece debajo de los grandes árboles”. Pero, también reconocería que sin los descubrimientos de Rodin su obra nunca hubiera sido posible.

Brâncuși estaba claramente escapando de algo más que la inmensa sombra del escultor francés. Rodin vivió hasta 1917, pero fue un escultor por excelencia del siglo XIX. Y Brâncuși no tenía ningún interés en copiarlo. Estaba en busca de nuevas formas y por ello, concluyó: “Tenía que encontrar mi propio camino”.

A diferencia de Rodin asumió el proceso de la escultura integralmente abandonando el modelado, en favor de la talla directa fuera madera o piedra a partir de materiales considerados poco nobles a diferencia de la talla en mármol o la fundición en bronce.

Sin embargo, su formación académica se interpuso en sus primeras obras en talla directa que resultaron tímidas en comparación con las incursiones precedentes de Picasso y Derain –sin entrenamiento formal en la escultura– que exploraron más rápidamente la técnica.

Por eso fue esencial para Brâncuși asistir a la exhibición de la obra de Derain “Hombre agachado” en 1907. Las esculturas “El beso” y “Hombre agachado” tienen varias semejanzas como su tamaño, estar talladas en piedra caliza, en proporciones de bloque y simétricas en diseño. Además, ambas lidian con la figura desnuda, se enfatizan las manos y se mantiene el motivo de los brazos rodeando la superficie. Por eso ambas obras pueden observarse en la retrospectiva como evidencia de influencias.

A partir de ese momento Brâncuși no cesa en la práctica de la talla directa alcanzando un control y refinamiento que oculta su tratamiento directo del material y elimina los residuos primitivistas de sus obras iniciales. Ahondaremos en esto más adelante.

El camino que adoptó se caracterizó por la búsqueda de la forma pura lo cual resulta evidente en los numerosos retratos incluidos en la muestra, obras que, una vez más, buscan y logran un tipo de autenticidad que el retrato convencional, con su fino detalle, no logra producir.

Una serie de cabezas de niños desplegados secuencialmente en una vitrina demuestra también cómo el giro hacia la abstracción no está impulsado por el intelecto, sino por algo más cercano a una búsqueda espiritual de la esencia.

Pero, la obra que marcó un cambio de dirección en su camino es su escultura de piedra “El beso” de 1908, consistente de dos cabezas cúbicas besándose y abrazándose en una solución arcaica. El punto donde sus labios se tocan –el beso– está formado por una sutil fractura en la línea vertical tallada entre las figuras.

Se trata de un bloque de ordinaria piedra caliza de 58.4 centímetros de alto y poco más de 33.7 centímetros de largo por 25.4 centímetros de profundidad de piedra caliza ordinaria que claramente se opone al precedente alto y reluciente mármol establecido por el “Beso” de Rodin, referido en la exhibición. La composición de Brâncuși en cambio ha sido cortada directamente mediante una composición clara y continua. El Rodin no sólo es cortado, sino agrandado por técnicos que emplearon un dispositivo “señalador”; su composición es intrincada y esquiva.

Los protagonistas de Rodin son un hombre y una mujer, francamente enérgicos y eróticos, que implican un pasado y un futuro. Mientras el género de los personajes de Brâncuși está indicado por suaves variaciones en el diseño; no obstante, su “Beso” se representa en un presente eterno, sin memoria ni anticipación. Finalmente, los amantes del mármol de Rodin son continuidad del “suelo” de mármol sobre el que descansan, ficciones en un espacio ficticio pero los de Brâncuși terminan en sus propias extremidades como diseños de piedra ambientados en el espacio real.

En 1909, con la primera “Musa Durmiente”, una cabeza ovoide de mármol con delicados rasgos estilizados que descansa pacíficamente de lado, Brâncuși comenzó a ganarse su lugar como figura central de la escultura moderna, a descubrir su propio camino.

La estilización arcaica y la talla directa de las obras de este período anuncian la intencionalidad que dominará muchas de sus esculturas tempranas sobre niños e infantes, y después en el “El comienzo del mundo” un óvalo asimétrico que según el artista representa la belleza perfecta. La forma reducida y compacta remite no sólo al comienzo del mundo, sino también a los orígenes y al misterio de la vida humana. Viene a colación el aforismo de Brâncuși: “Cuando no somos más como niños, estamos muertos”.

A partir de estas primeras obras, la retrospectiva demuestra cómo experimentó con nuevas formas y nuevos materiales hasta alrededor de 1925. Deja entonces su primer arcaísmo, tratando de preservar cierta visión inocente, pero sus medios ya no lo son. Como ha señalado su más conocido biógrafo y estudioso, Sidney Geist:

Inteligencia, racionalidad y precisión son sus nuevas herramientas, y su obra registra la lucha por aplicarlas a una visión alegre del mundo; esta lucha es el rasgo principal de la modernidad de Brâncuși. En 1925, refiriéndose a una exposición que se celebraría el año siguiente, expresó “la esperanza de ser admitido como perteneciente a este siglo”. El modernismo era para él una empresa reluciente de promesas y la anticipación de maravillas por venir.

(Art Forum, Marzo 1967)

Luego, con su obra más revolucionaria detrás de él, exploró variaciones sobre los temas elegidos sobre todo “Pájaro en el espacio” (1932) y “Columna sin fin” (1918), hasta el final de su vida.

Retrospectiva imaginativa

La retrospectiva curada por Ariane Coulondre es ciertamente imaginativa en su oferta medial contribuyendo a apreciar el universo de Brâncuși por lo que abundan cortos fílmicos que muestran al escultor en su taller, y espacios donde escuchamos la música que ponía mientras esculpía, con las caratulas de las grabaciones en vinil que van desde el jazz de Louis Armstrong hasta las composiciones de su amigo Erik Satie, pasando por grabaciones de música folclórica asiática y latinoamericana.

Hay un evidente énfasis didáctico que no parece disminuir el espíritu de la obra de Brâncuși prolijamente expuesta en once espacios que llevan al espectador a navegar nueve aspectos claves de su proceso y trayectoria, a saber: la ambigüedad de lo femenino y lo masculino por la simplificación de las formas, el acabado de su obras , el motivo del vuelo en el que se ocupó por tres décadas, sus retratos que intencionalmente abandonan las apariencias de sus modelos, el acabado de las superficies borrando evidencia de la técnica mediante el pulido para crear superficies que parezcan espejos, su animalística de formas oblicuas y horizontales, y sus obras monumentales estilizadas y escaladas para espacios públicos.

Poco afecto a las exhibiciones en galerías y museos, Brâncuși convirtió tempranamente su estudio en su sala privada de exhibición, promoción y venta de sus producciones. Exhibió individualmente pocas veces en Europa, pero con más regularidad en los Estados Unidos. Su primera exhibición retrospectiva curada por Margit Rowell tuvo lugar hasta 1995 en el Pompidou y luego en el Museo de Arte de Filadelfia, a la sazón, las dos instituciones con las más grandes e importantes colecciones de la producción de Brâncuși.

La presente retrospectiva incluye en el centro del recorrido la reconstrucción del estudio que el escultor lego al Estado francés un año antes de su muerte. El mismo establece un diálogo entre los moldes provenientes del estudio, sus fundiciones en bronce y las tallas en piedra originales provenientes de muchos coleccionistas y museos.

No contentos con recurrir al amplio archivo a su disposición que incluye bocetos, cartas, fotografía y filmes, el equipo curatorial ha pedido en préstamo importantes obras de museos y colecciones alrededor del mundo como el Tate, el MOMA y el Guggenheim de Nueva York para la presente exhibición, la última que realizará el Pompidou antes de una amplia remodelación que lo mantendrá cerrado en el 2025.

Tensión primitivista

Desde el momento en que dejó el taller de Rodin, comenzó a revivir la tradición prerrenacentista de trabajar directamente con su material, dando forma a una imagen que llevaba en su mente o permitiendo que el material impusiera su propia forma, en lugar de trabajar a partir de un modelo.

Tempranamente se había apasionado por lo tribal y lo arcaico que lo conectaba con la Rumanía rural, con sus iglesias de madera y ornamentos toscamente tallados. Se sentía de hecho atraído por la contundencia y libertad de estas manifestaciones a menudo folclóricas, el poder emocional de las formas simples. Su narrativa se ancló así en vertientes históricas tan antiguas como el ser humano permitiendo que su obra navegara ambiguamente entre el pasado y el futuro.

Sus obras parecían modernas, pero sus fuentes de inspiración eran a menudo tradicionales, lo que daba como resultado una mezcla difícil de definir.

“Aunque era un hombre de su tiempo, no quería que su trabajo formara parte de la historia de su tiempo”, dijo Margit Rowell, curadora en jefe de diseño del Museo de Arte Moderno de Nueva York, quien organizó su primera retrospectiva. “Quería crear obras eternas y universales".

Es notable en sus esculturas la influencia del arte cicládico (en particular con sus memorables “Musas”, que parecen restos arqueológicos), así como del arte asiático y africano que estaba de moda en París en los años 1920.

Tal vez la mejor ilustración de esta influencia se encuentre en la serie de pequeños bronces de “Danaide” (1919) que en el montaje despliegan un espectro de diferentes patinas, denotando la reducción a lo esencial de la cabeza del modelo.

El refinamiento de la forma que asociamos con Brâncuși comienza muy temprano –antes del estallido de la Primera Guerra Mundial–, un evento cuya magnitud, terror y violencia a menudo se cree que rompió con todos los paradigmas precedentes de como percibir y evocar el mundo que nos rodea. Hay sin duda un cambio radical, tal vez sólo igualado en audacia por la búsqueda de algo que evoque la realidad inmaterial en los pintores constructivistas rusos del mismo período. No debe extrañar, entonces, que “La musa dormida” (1910) ofrezca una visión atemporal, que no se puede reducir a las palabras, sobre el poder que se encuentra en el centro de la inspiración.

Muchas de sus primeras cabezas de hecho evocan las esculturas khmer que vio en el Museo Guimet, mientras que sus esculturas de madera posteriores hacen eco del arte popular africano.

Por ello, resulta paradójico –tal vez un nuevo mito personal– que Brâncuși rechace tal influencia tácitamente durante una conversación con su amigo el escultor Jacob Epstein a inicios de 1930. Según la memoria del encuentro, el escultor rumano le aseguró categóricamente que uno no debe ser influido por lo africano y que por eso destruyó trabajos que se pensaba que podrían tener influencia africana. Más tarde, declaró que estaba cansando de ser comparado con escultores primitivos y prehistóricos: “ellos no saben cómo trabajar con tanta precisión hasta el final como lo hago ahora”.

La realidad es que se han podido identificar contrapartes en obras tribales de Costa de Marfil, Zaire, Mali, Guinea y Gabón, entre otras naciones africanas, a sus tallas directas en madera y piedra según diferentes investigaciones realizadas. Aun en obras de apariencia abstracta como su talla en madera “Columna sin fin” y su bronce del “Gallo” (1935) la simetría es sostenida por la repetición de bordes dentados en cada pieza que se usa con fines decorativos en muchas culturas africanas. Pero pocos artistas han alcanzado la sofisticación con que Brâncuși absorbe la influencia africana en la historia del arte moderno.

Su negación acompañada de la invención de mitologías personales parece más el resultado de su necesidad de emprender una búsqueda alternativa mediante una nueva línea de pensamiento. Una vez completada cada fase tenía el buen sentido de retractarse como paso en 1950 cuando declaró que “nadie saber tallar madera como los africanos”.

A pesar de la abstracción superficial de algunas de sus obras, Brâncuși siempre insistió en que representaban algo, algo vivo. Por supuesto, las cabezas y los torsos se pueden identificar, incluso cuando las formas suaves y ovulares sólo llevan las marcas más pequeñas. Nombró otras formas más abstractas, peces, pájaros y focas, y las repitió hasta que le parecieron tan familiares como sus formas naturales.

Unidad y ambiguedad

En el corazón de su trabajo hay un reconocimiento de la unidad de todas las cosas, una esencia que trasciende las polaridades de quietud-movimiento, vida-muerte, y masculino-femenino. La simplificación de las formas y la supresión de los detalles fueron tanto un medio como una fuente de ambigüedad en esa vena.

“La princesa X” (1916) que causó un gran escándalo cuando fue rechazada por obscenidad en el Salón de los independientes en los veinte del siglo pasado, es un buen ejemplo de la ambigüedad que fomenta Brâncuși. ¿Es una mujer o un falo? ¿Una imagen idealizada o una erección?

Originada en sesiones donde la nieta de Napoleón, María Bonaparte, una seguidora de Freud, modeló para el escultor, la obra sufrió varias transformaciones –reminiscentes de su clásico desnudo “Mujer mirándose en un espejo” de 1909– hasta llegar a la síntesis fundida en un bronce claramente fálico que para él expresaba el deseo femenino.

Difícilmente estamos ante una princesa o para el caso de sus aves en la muestra ante “Un pájaro en el espacio” (1923) ya que como declara “Lo que es real no es la forma externa, sino la esencia de las cosas”.

En su obra hay un deseo de conseguir una forma que posea un infinito número de perfiles, es decir, una forma que irradie desde su propio interior. Por ello, se enfocó como mucho después de el en lo que Rodin llamó “la verdad cúbica” que el espectador solo descubre a través de una multiplicidad de puntos de vista. Por ello, el pedestal en muchas de sus obras no es un accesorio sino parte de la obra, al punto de agregar movimiento a sus piezas mediante rodines. Lo podemos reconocer en su “Pescado” de 1930 que se exhibe en su versión en patina de yeso.

Otro ejemplo de ello es “Leda” (1926) un estudio en que prioriza el movimiento por encima de la representación. Se trata, no obstante, de una evocación minimalista de un cisne de Brâncuși, un bronce muy pulido, gira lentamente en una habitación oscura, delicadamente iluminada para que estallidos de reflejos den vida a la pieza.

Con sus pulcras y a menudo reflectantes superficies e intensa concentración en la relación entre partes dispares, mantiene nuestros ojos en constante movimiento. De hecho, como ha señalado el crítico Cristopher Knight “por cuanto el ojo en reposo es una metáfora de la muerte, el dilema constante del escultor es como lograr la forma más simple que haga al ojo vagar” (Los Angeles Times, 18/11/1995). Brâncuși soluciona el problema una y otra vez, con una economía que quita el aliento.

A diferencia de otros escultores modernos, Brâncuși no convierte sus modos de simplificación en manierismos. En lugar de ello, rediseña las formas del mundo visible y las presenta en una forma racionalizada. Logra esta racionalización a través de la reducción a formas cuasi geométricas cuyas superficies y bordes se encuentra y progresaban sin ambigüedad a lo largo de un sendero lógico. En esto se emparenta con el método del científico que reduce el caos de los hechos a formas inteligibles, y el método del artesano que a una tarea sin desperdiciar su esfuerzo.

En su carrera activa –deja prácticamente de producir después de la segunda guerra mundial– no se ocupó de producir hermosas formas o versiones estilizadas del mundo natural.

Su seriedad y contribución como escultor descansa en su demanda de que la escultura conlleve el significado de su forma –esto es la forma del significado. El objetivo de su obra es producir gozo en lugar de levantar problemas intelectuales o dudas existenciales.

Material y soporte

Tan importante para él como la forma de sus esculturas eran los materiales con los que trabajaba: piedra, mármol, bronce, metal y madera. Trabajaba lenta y meticulosamente, generalmente con un pequeño martillo, permitiendo que el material, decía, hablara por sí solo. “La materia debe continuar su vida natural cuando la modifica la mano del escultor”, explicó una vez. Y en otra ocasión: “El artista debe saber desenterrar el ser que está dentro de la materia”.

Para ello, pecó a menudo de redundante a través de series cuyos temas exploraba varias veces hasta llevarlos a sus límites como las musas (7 variantes), las cabezas (11 variantes), los pájaros (realizó 30 variantes en mármol, bronce y yeso), los torsos (11 variantes), los gallos (7 variantes), los pescados (realizó 7 variantes) y retratos como los de Margit Pogany y otros amigos suyos, entre otras. A pesar de que sus repeticiones eran obvias, la idea en cada nueva versión no era la misma. Podía revisitar su obra y hacer nuevos descubrimientos destruyendo las distinciones entre lo nuevo y lo repetido.

Como nos recuerda Soren Kierkegaard, “Es solo de lo nuevo que uno se cansa, la repetición es la realidad y la seriedad de la vida”.

El pulido, que hizo a mano hasta que sus piezas de mármol y bronce alcanzaron una translucidez brillante y frágil, fue crucial para la visión de su trabajo. Sobre esto, dijo:

Creo que una forma verdadera debería sugerir el infinito las superficies cortadas para que parezcan durar eternamente, como si surgieran de la masa hacia una existencia perfecta y completa.

Fue por la minuciosa atención que prestaba a cada pieza que, tras su muerte, historiadores del arte y responsables de museos franceses intentaron impedir que los herederos de su patrimonio utilizaran moldes para realizar copias de algunas obras en metal.

Al final, se hizo un número desconocido de copias (más de 20 y menos de 50), pero se continúan los esfuerzos para asegurar que sean identificadas como reproducciones y no originales.

Místico legado

Brâncuși parecía tener una relación casi mística con sus obras y consideraba a un monje tibetano del siglo XI su maestro espiritual.

Esto puede explicar su fascinación por las “columnas sin fin”, obras en madera o metal, dependiendo de la versión, en las que se repite la misma forma hasta sugerir el infinito. Al momento de su muerte, soñaba con construir una columna de 1.250 pies de altura.

También incluyó una “Columna sin fin” en el conjunto monumental que creó en Targu-Jiu, Rumania, en 1937 y 1938 en homenaje a los soldados rumanos que murieron en la Primera Guerra Mundial. El conjunto, que incluye la “Mesa del Silencio” y la “Puerta del Beso” y se extiende a lo largo de una milla en la ciudad del sur de Rumania, no tiene símbolos religiosos, pero, no obstante, se considera una obra sagrada.

En 1927 declaró “Todavía no ha habido ningún arte. El arte apenas comienza”. Treinta años después, unos menos antes de su muerte, sostiene que su “Columna sin fin” realizada en hierro “será una de las maravillas del mundo”.

Bajo los gobiernos comunistas de la Rumania de posguerra, el trabajo fue descuidado. Un alcalde incluso intentó derribar la “Columna sin fin”. No tuvo éxito, pero la dañó. La obra al aire libre más importante de Brâncuși se encuentra ahora en pésimas condiciones, con el metal muy oxidado. Pero desde el colapso del comunismo, Radu Varia, un historiador del arte nacido en Rumania formó la Fundación Internacional Constantin Brâncuși, cuyo principal objetivo es la restauración del conjunto. En el 2020 la columna fue desmantelada y ahora hay un litigio sobre los derechos de reproducción de imágenes del conjunto.

Aunque mantuvo en su carrera una visión inocente en términos de no plegarse a tendencias de moda, su inteligencia, racionalizada y precisión técnica fueron sus nuevas herramientas y su obra registra la lucha por aplicarlas a una alegre visión del mundo. No obstante, Brâncuși buscaba esencias que por su claridad, unidad e inmediatez pudiera ser aprendidas con gozo. “Yo doy puro gozo”.

Su afecto por la mitología personal fue una excusa para cambiar el rumbo de su proceso artístico, aunque tardíamente se retractara de sus errores, pero esto no lo llevó a producir obras redundantes, decorativas y livianas conceptualmente, sino más bien a revelar algo previamente invisible mediante la escultura. No obstante, a Brâncuși le gustaba tanto citar a Platón que afirmó que “lo que es real no es la forma externa, sino la esencia de las cosas”.