¿Por qué tu hermano usa parche en el ojo?, me pregunta con un tono de voz que me recuerda el balido de una oveja bretona dócil y suave, pero molesta. Siempre me ha causado curiosidad esa gente que es como un arquero que dispara una flecha al cielo sin prever las consecuencias evidentes. Nadie debiera escupir para arriba si no se quiere ensuciar. Me cuestiona tomándose una confianza que yo no le he dado. Cierro los ojos, aprieto los párpados, muevo la cabeza de lado a lado. Meto aire a los pulmones tan despacio que puedo contar hasta cinco mientras inspiro y lo suelto con un suspiro que podría empañar el vidrio de las ventanas que ni siquiera están cerca. Recargo los codos en la cubierta del escritorio, me llevo la mano izquierda a la quijada y con la derecha me froto los labios.
¿Nadie le ha informado a esta criatura que preguntar por los defectos físicos de una persona es de mala educación? Hay que estar escindida de la realidad o tener nada de tacto para atreverse. Así son las mujeres que le gustan a mi hermano. Son como autos que van a alta velocidad sin frenar en los cruces. Padecen. Sé que lo padecen. Amar a un tuerto no es fácil. La intersección entre su angustia y curiosidad deja un ángulo puntiagudo, casi espinoso. Esta nueva novia es idéntica a las anteriores. No puedo decir que es gorda, es robusta, grandota, cara redonda de luna llena, muy maquillada con cejas en arco semicircular y labios gruesos con un lunar abultado en la comisura izquierda. Se jala la falda para estirar la tela y taparse los calzones, recarga la espalda en el soporte del sillón y, por fin, se queda inmóvil.
Espera la respuesta. ¡Pobre! La luz del ventanal que le da directo en la cara me cubre con un halo enceguecedor. Arruga la cara porque le molesta el rayo de sol en el entrecejo. Me gusta eso. Ver bien a la gente y que mi figura se apague en un letargo de encandilamiento amable. Verme no es una experiencia especialmente agradable. Lo sé. Lo sabe. Reconozco la temeridad de la que hizo acopio para estar aquí. En fin, tal vez no sea valentía y se le pueda juzgar de otra forma. No somos hermosos. Bueno, mi hermano lo era hasta antes de lo que le pasó.
Sé lo que está buscando y cree que yo puedo dárselo. ¡Pobrecita! La respuesta es evidente, mi hermano usa parche en el ojo porque es tuerto, porque en vez de un globo ocular ahí hay un hoyo, un hueco. Pero eso no es lo que ella quiere saber. Quiere que le cuente cómo fue que lo perdió. Me pregunto qué le da valor a esta mujer para hacer una pregunta así. Es claro que la estupidez es una gran madrina. Así le gusta a mi hermano que sean sus novias: cortitas de entendimiento, simplecitas, de esas que se emboban con su presencia.
No entiende que esas mujeres no existen. Somos astutas, no es una generalización simple, esas que se quieren hacer pasar por tontas son las más peligrosas. Se las busca agraciaditas como para compensar su nueva guapura, así denomina él sus rasgos físicos atípicos. Antes tenía esa apostura gallarda de los hombres bellos. Hubiera sido difícil que la gente creyera que éramos hermanos. Pero, después de lo que pasó, nuestros defectos nos sirven de unión, creo. Porque, bellos no somos. Antes, el sí era. Me sorprende que siga conservando esa gallardía. A pesar de sus defectos, las atrae como si fuera de dulce y ellas hormigas hambrientas.
Tenía doce años y mi hermana ocho cuando nació mi hermano. Al nacer nosotras, fuimos el desencanto de nuestros padres. Niñas, el fruto fallido del intenso amor que mis padres se tuvieron. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que la honrada consagración de su cariño, liberado ya de la mancha del erotismo de un mutuo amor carnal sin fin ninguno? Éramos el resultado del amor que brota contracorriente. Mis padres creyeron cumplida su felicidad. Así lo sintieron, pero cuando se manifestó la cifosis todo cambió.
Dicen que nacimos sanas, lindas y radiantes, y aunque sea difícil de creer, ahí están las fotos. Nos transformamos. Fuimos bebés encantadoras hasta que cumplimos año y medio —en ambos casos fue igual—. A la misma edad, a las dos, se nos comenzó a desarrollar una curvatura anormal en la columna vertebral. La malformación nos dejó descuadradas. Asimétricas. Un hombro más elevado que el otro. La cabeza echada adelante, como si fuéramos una tortuga que extiende el cuello fuera del caparazón. La cadera se fue ladeando y afectó la forma del andar: cojeamos. El médico nos examinó con esa atención profesional y científica que busca las respuestas a las causas del mal. Mi madre sollozaba, cuentan, y mi padre igual. Nada que hacer. Primero conmigo, luego con ella. Por eso, tardaron cuatro años en intentarlo de nuevo. Llegó otra nena. Pasó igual. ¡Qué golpe!
Con el alma destrozada de remordimiento, porque sentían que ellos eran los causantes del mal por cuestiones de genética —mis padres son primos hermanos—. Fueron una pareja muy amorosa con cada una de sus hijas hasta que nos brotó la joroba. Se sintieron heridos en lo más profundo por aquel fracaso de su joven paternidad. Se murmuraba que era el castigo del cielo por un matrimonio casi incestuoso. Como es natural, tardaron en volver a intentarlo, pero la naturaleza se impone: mamá se volvió a embarazar y puso toda su ternura en la esperanza de otro hijo. Nació mi hermano, por fin el varón. Su salud y belleza reencendieron el porvenir extinguido. Era un chiquillo fuerte, macizo, adorable. No nos dejaban acercarnos. Mi hermana y yo sólo podíamos verlo a lo lejos, detrás de la puerta, a través de la ventana. No fuera a ser que lo contagiáramos nuestro mal. Nosotras éramos las llamaradas del dolorido amor, un loco señalamiento del pecado de su pasión. Mi hermano era la concreción del anhelo de redimir de una vez y para siempre la santidad de su ternura. Él era su redención.
Claro que mis padres vivieron dos años con la angustia que da despertar todos los días esperando siempre otro desastre. Nada pasó. Pusieron en el frutito perfecto de sus entrañas toda su complacencia. Lo adoraban tanto que el nene los llevaba a los límites más extremos del mimo y del consentimiento, es decir, de la peor crianza. Mamá se desentendió casi del todo de nosotras. No era que le estorbáramos. Más bien, como que le empezamos a dar miedo. Nuestra sola presencia la horrorizaba, como si fuéramos el castigo por algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A papá también le pasaba lo mismo. No hubo paz en la casa ni en sus almas. La menor dolencia de mi hermano era una calamidad. Nosotras quedamos en la oscuridad, en manos de la nana hasta que nos mandaron al internado, porque eso sí, educación no nos faltó. Fuimos buenas para las matemáticas y para las ciencias. Irnos fue lo mejor para todos, al menos en ese momento fue lo que nos dijeron.
Creció mi hermano entre padres a los que les parecía absolutamente imposible negarle cualquier cosa o señalarle cualquier error. Era inimaginable concebir un regaño o que él supiera lo que era una amonestación. Por supuesto, cualquier nimiedad desataba en la criaturita llantos desenfrenados y tragedias monumentales. Descansamos de eso en el internado, no teníamos que padecer la furia de esos berrinches.
Nuestra nana, que luego fue la de él y que jamás dejó de visitarnos —ella era la encargada de llevarnos el dinero que nos mandaban nuestros padres—, nos contaba que, en la adolescencia, todo evolucionó. Aumentaron las preocupaciones y los arrebatos. La impronta sexual era como la de un chimpancé. Buscaba tener el mayor número de parejas. Mientras más corto el periodo de seducción, mejor: más rápido llegaba el olvido y la urgencia por brincar a otra opción, a la subsecuente. Era como el bebé que come a libre demanda y después de sacar el aire estaba listo para lo siguiente. Si tenía que tomar algo por la fuerza, así era. Mis padres no se atrevieron nunca a advertirle nada, mucho menos de las consecuencias de andar por la vida rompiendo corazones y dejando algo más que malos recuerdos. No tenía novia fija y andaba picando flores por todos lados. También hay que decir que era muy amiguero y que cuando decidía ser adorable, lo era con creces. Con nosotras era amoroso cuando mis papás lo traían de visita al internado. Luego, ellos dejaron de venir, pero él no. Acompañaba a la nana a visitarnos.
Era muy enamorado, por decirlo de alguna forma. Pero, a toda capillita le llega su fiestecita. Mi hermano moría por Griselda, una muchacha alta, algo pasada de peso que se movía generosamente entre las curvas y pliegues del cuerpo. Siempre la sintió fuera de sus ligas. Era unos tres años más grande que él y conocido por todos que era la novia del malillo del pueblo. Pues, en una de esas la sustituyeron por otra muchachilla. La abandonada empezó a tejer su estrategia para recuperar el amor perdido y no tuvo mejor ocurrencia que colgarse del brazo de mi hermano que se pavoneó por las plazas y las calles exhibiendo sus arrumacos sin pudor.
El objetivo de Griselda se alcanzó. El malillo se enteró de que su antigua mujer ya lo había remplazado y, eso sí que no. Ya se conoce el celo que tienen esos a todo lo que creen que les fue arrebatado, aunque no haya sido así. Una noche, cuando mi hermano regresaba a casa después de haberse paseado con su noviecita, un grupo de encapuchados llegaron al portón de la casa de mis padres y lo empezaron a golpear. El pobre se defendía como podía. Tiraba golpes a la derecha y a la izquierda sin asestar ni uno. Su jefe llegó cuando mi hermano estaba todo magullado y roto. Agarró una botella de cerveza y se la estrelló en la cara. Los vidrios se le encajaron en el rostro y principalmente en el pómulo y ojo derecho. Ni el mejor oftalmólogo hubiera podido reparar el daño, dicen. Lo malo fue que quien lo atendió fue el veterinario del pueblo que fue el único que se animó a curarlo y desafiar las órdenes del que lo lastimó. Le dejó un pespunte arrugado y muy fruncido en la cara.
Esa noche, el malillo se robó a Griselda y se casó con ella a la mañana siguiente. Cuando mi hermano despertó del coma una semana después, ya todo se había consumado: el desgarre del corazón, el hueco en la cara y la costura malhecha. Mis padres concluyeron que todo era por la maldición que pesa sobre ellos. Se dejaron morir, aunque no murieron de inmediato. Mi hermano salió del hospital como las gallinas que se sacuden el plumaje y se olvidan. Lo que no se le olvidó fue la necedad de amor que le tenía a esa mujer de mal agüero. Y a fuerza de terquedad, se sigue buscando que una de las otras, le saque el clavo que lo trae herido y lo dejó marcado. Sigue siendo un enamorado. Sigue brincando de una oportunidad a la otra. Sigue pensando que cada una de ellas es Griselda.
No lo entiende. No lo entiende a pesar de que le costó un ojo de la cara. A pesar de haber pagado un precio tan alto, sigue sin comprender. Se engancha y luego no sabe cómo zafarse. Claro que no es una víctima, más bien al revés. La miro de arriba abajo. No sabes en la que te estás metiendo. Cree que voy a morder el anzuelo, como si no estuviera lo suficientemente grandecita para darme cuenta. ¿Quieres saber por qué mi hermano usa un parche en el ojo? Pregúntale a él.