La primera clave de una aproximación entre ciencia y literatura proviene de Wallerstein. Su texto, Abrir las ciencias sociales: informe de la comisión Gubelkian para la reestructuración de las ciencias sociales, en el que Wallerstein trabaja como coordinador de un equipo integrado por científicos de distintos campos y por humanistas de diversa formación, resulta significativo en la medida en que traza un panorama histórico de esta cuestión y aporta luces para su futuro inmediato –que ya es nuestro presente. El texto es de 1996 y retoma una discusión que se remonta a los años 60 del siglo XX, a la división de las dos culturas, a la que se refería C.P. Snow.

Este panorama histórico resulta revelador en la medida en que a través de él podemos conocer cómo se organiza el saber moderno. La división del saber se encuentra asociado a la universidad. Quienes participan en este informe relatan cómo el éxito de los científicos e inventores en el siglo XVIII y XIX provocó una escisión dentro de la división del saber: los estudios de ciencia, que pertenecían al ámbito de la filosofía, se independizaron. De tal suerte que las cuatro facultades tradicionales –Teología, Filosofía, Derecho y Medicina– se encontraron rivalizando con los estudios de ciencia, en los que la Física ocupaba el lugar central.

La aparición de las ciencias sociales constituye una especie de apropiación de las humanidades a los métodos científicos: la antropología, la sociología, la economía y las ciencias políticas provienen de allí. Pero además, esta división del saber implica un nivel de especialización cada vez más avanzado: las ciencias políticas se ocupan del Estado, la economía del mercado, la sociología de los movimientos sociales, la antropología de las culturas no europeas. Este saber moderno surge, además, en Europa y Estados Unidos, y sólo con el tiempo se va expandiendo a otros países y continentes. Para 1950 la estructura del saber que hoy conocemos ya se encontraba establecida.

Sin embargo, justamente a partir de los años 50, comenzaron a aparecer distintas clases de estudios interdisciplinarios, que buscaban un diálogo entre las ciencias. Ejemplo de este tipo de programas son los estudios regionales –los estudios sobre Asia, Europa, África–, los estudios de la complejidad y los estudios culturales, en los que se intenta establecer un diálogo entre saberes. Esta clase de estudios ha dado lugar a diversas clases de institutos de investigación y a distintos programas de todo nivel. Un ejemplo notable es el que lleva a cabo Ylia Prigogine, quien colabora con Wallerstein en el Informe.

Wallerstein cuenta que parte de su interés por el trabajo interdisciplinar provino justamente de haber escuchado a Prigogine en una conferencia a inicios de los años 80. Entre las obras de Prigogine, posiblemente sea La nueva alianza, escrita en colaboración con Isabelle Stengers, la que ocupa un lugar central. Aunque en sus siguientes libros aborda el mismo problema –el diálogo de saberes y la naturaleza de la materia– parece que en La nueva alianza llega más lejos en sus aproximaciones a distintos problemas.

En este libro cuenta que la principal dedicación de Isaac Newton era la alquimia, no la física. El capítulo dedicado a Newton, “El nuevo Moisés”, no deja de resultar paradójico: el primer hombre moderno era al mismo tiempo el último hombre medieval. Prigogine y Stengers narran cómo durante el siglo XVIII hubo resistencia a las ideas mecánicas de Newton, sobre todo de parte de personajes como Dideron y D’Alambert. Y cómo estas ideas resultaron triunfantes en la Francia de Napoleón, con Laplace. Frente a las leyes inmutables de la física mecánica, Prigogine opone el descubrimiento de las leyes de la termodinámica, del electromagnetismo y de la bilogía. Lo que llega a plantear Prigogine es que la materia se encuentra sometida a una continua inestabilidad que da lugar a procesos de auto-organización y novedad. Los autores comparan estos procesos con lo que sucede en la vida social: la cultura, historia y estructura no sería exclusiva de las sociedades humanas, sino que estaría presente en animales, plantas y seres inertes.

En otros libros, como El fin de las certidumbres, de 1996, Prigogine discute extensamente sobre la naturaleza del tiempo: la “flecha del tiempo”, el carácter irreversible de los procesos naturales, harían imposible la aplicación de leyes deterministas, y la misma noción de ley. Los experimentos científicos, en tanto se aplican sobre una materia cambiante, no podrían servir para demostrar las leyes científicas. En Las leyes del caos (1993, reimpresión en 2006), Prigogine vuelve sobre el mismo problema. Una de las figuras notables en las que se detiene es Boltzmann, quien en el siglo XIX habría llegado a comprender que los procesos naturales provenían del caos, antes que de una ley universal. Me parece notable lo que Prigogine apunta en cierto momento, por su carácter hasta cierto punto polémico. Dice Prigogine:

Otra manera de tratar de eliminar la irreversibilidad es hacer alusión al principio antrópico. Es lo que hace Stephen Hawking en su citada obra Historia del Tiempo. En ella leemos: ‘Se necesita una flecha termodinámica fuerte para que la vida inteligente pueda actuar…’ y más adelante ‘en resumen, las leyes de la física no hacen distinción entre las direcciones futura y pasada del tiempo’. Pero ¿cómo se puede conciliar ambas afirmaciones? Si se necesita una flecha termodinámica fuerte para que pueda desarrollarse vida inteligente, es necesario que esa flecha termodinámica tenga una contrapartida en nuestra descripción del universo. Tiene que ser tan real como cualquier otro elemento físico. Es cierto que la introducción de la irreversabilidad nos obliga a formular de nuevo las leyes de la dinámica. Se trata, sin duda, de una tarea muy ambiciosa.

Me viene a la mente una pregunta que solía hacer Heisenberg: ‘¿Qué diferencia hay entre un pintor abstracto y un físico teórico?’. Y daba la siguiente respuesta: Un pintor abstracto quiere ser lo más original posible, mientras que un físico teórico tiene que ser lo menos original posible. Estoy de acuerdo con Heisenberg, y si creo que hay que formular de nuevo las leyes de la dinámica, lo cual, efectivamente, puede parecer demasiado ambicioso, es porque no veo otra forma de introducir el tiempo en la descripción física del mundo.

Creo que las tentativas por establecer un diálogo entre las ciencias implican que necesariamente nos adentremos en territorios en los que posiblemente tengamos conocimientos básicos o seamos unos diletantes. ¿Qué resultados se puede obtener de semejantes tentativas? Obviamente, no vamos a reformar los estudios de física si provenimos de las ciencias sociales o de las humanidades, pero sí podemos tener una visión distinta de las ciencias sociales y de las humanidades. Y de las mismas ciencias exactas.