Para Andrey, porque nos pasó.

1. Mirada en blanco

La última vez que fueron a Osaka juntos, Toji Yamamoto encontró un Daruma1 en una tienda. Le pidió a su esposa que parasen un momento, porque tenía calor y quería comprar una botella de agua. Al entrar al local, le pareció el negocio hubiera sido heredado de generación en generación, a través de quién sabe cuántos siglos. Lo atendió una señora desdentada y sonriente, que se hacía entender sin hablar.

Yamamoto pasó la mirada sobre de los estantes. Los amuletos venían en diferentes tamaños: algunos bien podrían ser pisapapeles; otros, estatuas de jardín. Sin embargo, todos tenían el mismo diseño: cabecitas rojas con un antifaz estilizado, y los clásicos ojos vacíos. La señora los había envuelto en bolsas de plástico, tal vez, para evitar que les cayera polvo encima. Es como si los acabara de pintar, pensó él.

Después de varios minutos de examinarlos con cuidado, uno de ellos le llamó la atención. Apenas le cabía en la mano y, desde su lugar en los estantes, lo observaba fijamente con la mirada en blanco, con una nariz redondeada saliéndosele de la máscara tradicional. Pagó cien yenes y salió de ahí con el amuleto en una bolsa de papel. Sin darse cuenta, se le olvidó la botella de agua.

2. Familia sin rostro

Toji e Izumi habían querido ir a Osaka, la capital culinaria japonesa, por varios años. Se casaron en su pueblo, a unas horas de Tokio en tren, y regresaron a la capital para ganarse la vida. Incluso siendo novios, tenían el plan de pasar unos días en la ciudad para comer bien. En el departamento, sin embargo, constantemente tenían que volver a arreglar la misma vajilla, las mismas tazas de toda la vida: siendo una pareja joven, vivir en la capital les representaba algunos sacrificios todavía.

Por meses ya, Izumi había reparado sus cosas con finas rayitas doradas2, como le había enseñado su abuela, para que no tuviera que desecharlas. Ésta era una de las muchas técnicas que Tsukimi, ya una mujer octogenaria, le había transmitido desde niña. A fin de cuentas, venía de Nagoro3, una aldea minúscula en el valle de Iya, donde las labores se hacían sobre todo con las manos. El bosque, el campo, la comida, los platos: todo pasaba por las manos de las mujeres locales.

De las poquísimas veces que mencionaba algo sobre Nagoro, Tsukimi no podía dejar de negar con la cabeza suavemente. Entre las montañas de la prefectura de Tokushima, su ciudad natal quedó desolada después de un accidente nuclear. Izumi asumía que nadie había sobrevivido, porque su abuela no hablaba de su familia, de sus amistades, de sus recuerdos. La única relación que guardaba con su tierra natal era a través de los platillos de anguila de río, que le preparaban sus tías y su madre cuando era joven.

Desde niña, Izumi tenía curiosidad de probar cualquiera de esos, porque su abuela no los hacía más. Sin embargo, Tsukimi alguna vez le dijo que podría probar algo muy similar en Osaka. Por eso, durante años, tenía el plan de ir con Toji a comer bien, sin fijarse demasiado en la cuenta. Tal vez, así, podría encontrar los platillos que todavía unían a su abuela con esa familia sin rostro.

3. Ojo vacío

El caso de Nagoro recorrió los medios globales. Tras el accidente nuclear, pocas familias recuperaron su patrimonio, y decidieron migrar a los pueblos aledaños. La leyenda decía que, en un afán de recuperar la vitalidad de antaño, una mujer se había dedicado a confeccionar muñecas en tamaño real, para representar a las infancias, a las parejas jóvenes, a los ancianos.

A Toji todo eso le resultaba tétrico. Y le obsesionó. Leyó todos los registros disponibles sobre el desastre de Nagoro, se aprendió los nombres de los locatarios, de las familias más antiguas, de las escuelas tradicionales. Incluso, en algún momento pensó en visitar a la mujer de las muñecas. Cuando lo comentó con Izumi, en medio de una comida familiar en casa de la abuela, Tsukimi lo escuchó y se levantó de la mesa. Izumi no lo tomó bien y dejaron el tema por la paz.

En más de una ocasión, Yamamoto creía ver muñecas similares en el rabillo del ojo, a través de las ventanas silentes, detrás de las nubes, en la sombra de los camiones escolares. Llegó un momento en que todo eso lo puso demasiado nervioso, y decidió pedir ayuda al templo Nezu. Dejó una moneda en el santuario local y amarró un listón rojo ahí mismo, en señal de respeto. Luego pensó en que todas esas prácticas habían caído en desuso, y que tal vez sería mejor buscar ayuda profesional.

Al salir del santuario, tirado entre de las azaleas del jardín, se encontró un Daruma con sólo un ojo pintado. En la tradición japonesa, estos amuletos se venden sin ojos, para que las personas puedan pedirles cosas. Cuando se les pide un deseo, se les pinta sólo un ojo. Una vez que el favor se cumple, se le rellena el otro. Yamamoto tomó esto como una señal divina. Regresó a casa y le pintó el ojo faltante. A las pocas semanas, el amuleto desapareció.

4. Sin respuesta

A partir de ese momento, Toji dejó de ver muñecas en los rincones. Aunque había decidido dejar el tema de Nagoro por la paz, se quedó con la curiosidad de tener su propio Daruma. El viaje a Osaka le parecía un buen cierre de ese capítulo extraño en su vida, después de años de relación con Izumi, y otros tantos de haber recibido el favor del templo de Nezu.

Justo al salir de la tienda en Osaka, se encontró con su esposa, sentada en una banquita sobre la acera. Le mostró el amuleto, e Izumi le preguntó que por qué se había comprado eso. Ambos tenían hambre, y decidieron ir a comer a un lugar de anguila que habían visto en internet. Yendo hacia allá, Toji le empezó a contar sobre el incidente en el santuario. Mientras le contaba sobre el Daruma, las muñecas y el terror de sus miradas acartonadas, le pareció extraño que ella no comentara nada. Al atravesar un puente enmarcado por un par de arcos torii4, sobre el río que cruza la ciudad, se molestó por no tener respuesta alguna de ella.

Al volver la mirada, descubrió que Izumi no estaba ahí.

5. Piel de estambre

Yamamoto se encontró con el silencio de la calle vacía. Cosa extraña, siendo tiempo de floración de sakuras, una de las temporadas altas en Japón. No había nadie. Pensó en todo: Izumi se quedó en algún templo, Izumi se metió a una tienda sin decirle nada, Izumi se regresó al hotel en un arranque de cólera, Izumi se cayó al río. Intentó marcarle, mandarle mensajes, todo. Pero las llamadas no le entraban; los mensajes no le llegaban. Lo mismo con el hotel: la línea parecía muerta.

Decidió volver en sus pasos, a través de los puntos que había recorrido hasta ese momento. Mientras atravesaba el puente de madera, Yamamoto sentía cómo la bolsa con el amuleto se hacía más pesada. Llegó al otro extremo casi arrastrando el brazo. En algún momento, sencillamente asumió que se había roto y lo había perdido. Atravesó la ciudad en silencio, buscando a Izumi entre los puestos de comida, las tiendas de té, los locales artesanales.

De pronto, le pareció que las personas que atendían le devolvían sonrisas acartonadas y miradas punzantes, como si tuvieran piel de estambre. Detrás de los mostradores sin gente, le encajaban expresiones aceradas en la espalda. En el piso se encontró bolas de algodón, que se le enredaban a las sandalias como algas húmedas en la playa. Sin saber cómo, regresó a la tienda donde había visto a Izumi la última vez. Se acercó a la caja sin aliento, y le preguntó a la anciana si había visto a su esposa. “No ha estado aquí”, le dijo. Yamamoto creyó escuchar la voz de Tsukimi.

6. Daruma

Al salir de nueva cuenta del local, Yamamoto intentó marcarle a su esposa una vez más. Escuchó el tono de su celular detrás de sí y, al volverse, se encontró con Izumi saliendo de la tienda con una botella de agua en la mano. ¿No tenías sed?, le preguntó ella, extrañada.

Sintió que le volvía el alma al cuerpo. En ese momento, se dio cuenta de que no traía la bolsa con el Daruma consigo. Sintió alivio. Izumi le dijo que tenía hambre y que se ya se les había hecho tarde para ir a los puestos de anguila. Lo tomó de la mano y salieron de ahí. Mientras hablaban de cualquier cosa, Yamamoto volvió la mirada para verla. Quería comprobar que su esposa realmente estaba ahí, quejándose del calor y de que ya no tenía bloqueador suficiente para los días que le quedaban en Osaka. Cuando ella se volvió para mirarlo, le pareció que su esposa sólo tenía una pupila. Decidió no voltear otra vez.

Notas

1 Las muñecas Daruma son “un símbolo de buena suerte y fortuna futura”, explica Japan Objects. Por lo general, se colocan en las estanterías del hogar o en la entrada de los negocios.
2 Acceso al artículo “La historia del Kintsugi, el arte japonés de espolvorear las heridas con oro”, Revista Muy interesante.
3 Para ampliar sobre Nagoro, Japón.
4 Sobre los arco torii.