—¿Era ese el jersey rojo de Marta?
—preguntó el padre, señalando con el índice la gran pantalla del televisor. Sólo con oír ese nombre "Marta", el bocado de tostadas con salmón, que la madre tenía entre los dientes, se hizo migas.
–Que hubo manifestaciones de apoyo a Palestina, anoche en Barcelona, ¿era ese el jersey rojo de Marta? —añadió él.
La madre se atragantó, se acercó a la TV y el mayordomo le retiró la bandeja con el desayuno apenas tocado.
—No sabría qué decirte —respondió ella.
La madre, atenta al telenoticias, persigue el fugaz movimiento de las cámaras en la pantalla: dos forzudos policías zarandeando a la chica de rojo, golpes en el estómago, una y otra vez, por delante y por detrás, la tiran al suelo, la agarran por los cabellos, la arrastran por los suelos; ante el griterío de cientos de jóvenes que la defienden parapetados tras un muro, desde lejos.

—Pero —dijo él agitado— ¿no ha dormido aquí esta noche?
—¡Carmelina! ¡Carmelina!—gritó la madre irritada, sin esperar a pulsar el timbre que suena en la sala de servidumbre.
Carmelina, “Ina”, diminuta, enfundada en su uniforme gris a rayas y delantal blanco, respondió al instante. —¿Señora?
—¡Suba Ud. a las habitaciones de la señorita y compruebe si ha pasado la noche aquí y si faltan el jersey rojo o el ordenador portátil blanco!
—Sí, Señora.
La sirvienta corre escaleras arriba, asustada, llorando, aturdida.

En el telenoticias, manos abiertas, pintadas de blanco y chavales atados unos a otros resisten patadas de botas policiales, porras y porrazos; y los primeros disparos de balas de goma y botes de humo y gases lacrimógenos dispersan a cientos de “no violentos”.
Tras ello, Teledeporte. El disparo de Messi perforando la red del Manchester, repetido, una y otra vez, de frente, desde arriba, de atrás, de lado; así ve la madre los porrazos en el estómago de su hija Marta. Marta, en su adolescencia, había estudiado secundaria en un instituto por las mañanas y por las tardes seguía su carrera de piano en el Conservatorio de Barcelona. Aprovechaba los sábados, junto a otras amigas, para hacer pulseritas, en el local de una ONG, por el barrio viejo de Barcelona; hacían pulseritas para “los niños pobres”.

La madre, bañada en lágrimas, recuerda ahora la escena de una tarde de sábado, cuando Marta había llegado a casa llorando, con una revista de la ONG en la mano, impresa en papel caro y fotos a todo color. Las fotos eran grandes, a media plana, con cientos, miles, de niñas y niños negros, con cara negra, ojos negros y camisa blanca; pero ninguno llevaba puesta las pulseritas de colores que ella y sus amigas habían hecho con tanto amor, durante tantos fines de semana, en aquél oscuro local del barrio viejo, en Barcelona. Marta lloraba y su madre la había consolado:
Mira Marta ─le había dicho la madre─ las pulseras que tú haces no se las ponen los niños. La ONG las vende y con ese dinero construye escuelas, hospitales, puentes, autopistas —al tiempo que le mostraba las fotos de la revista con grandes construcciones en países lejanos. ¡Mira, también dan pan a los niños!
—remarcaba, señalando con el dedo índice la foto de un hombre blanco repartiendo barras de pan entre niños indígenas de Centroamérica.

Carmelina, asustada, baja la escalera y grita sollozando.
—Se-se-se, Señora, no está el jersey rojo ni el ordenador blanco que su padre trajo desde Singapur.
La madre pierde el aliento, su cabeza da vueltas, se le nubla la vista. Asfixiada, llama al teléfono móvil de Marta:
—El teléfono al que está llamando está apagado o fuera de cobertura —responde un contestador automático. Ya está cerca del desmayo cuando un coche de alta gama para frente a la casa y Titín, el perro de la familia, ladra en el jardín.

La puerta de entrada se abre. Marta entra sonriente, luce jersey rojo y su larga cabellera bien peinada; trae a su amigo Javier cogido de una mano y la bolsa con el ordenador blanco en la otra.
—Pasamos la noche juntos, estudiando; luego tumbados en la playa hasta ver salir el sol —cuenta alegre.

Ingenuos.