Hace ya muchos años, más de los que me atrevo a confesar, la escuela donde inicié mis estudios de primaria tuvo la idea de hacer de mí, en aquel entonces un niño zurdo, uno más de los incontables diestros que caminan por este planeta. Las razones fueron, en apariencia, por puro descuido.
Los pupitres en las aulas no eran de dos piezas —silla y escritorio independientes—, sino de una sola: una tabla soldada en tubo de aluminio a una silla. Una tabla más bien minúscula, tal vez un poco más amplia que la paleta de un pintor, y posicionada de tal forma que el brazo derecho del alumno pudiera descansar a sus anchas. Eso nos obligaba a hacer con la mano derecha toda la escritura, todos los cálculos, todos los dibujos que se nos asignaban en esa institución venerable, guiada por ciertas sensibilidades religiosas.
Me ahorraré aquí el cliché de criticar a la religión organizada de todos los males de nuestra especie, recurso fácil, de infinidad de humanistas, que prefieren pensar en absolutos. No se trató, a fin de cuentas, sino de una mala elección de mobiliario. ¿Qué se le va a hacer? Una manera desafortunada de diseñar un espacio educativo que ignoró por completo las necesidades de un ínfimo diez porciento de la sociedad, que es el estimado general de quienes forman parte del muy exclusivo club zurdo. El mercado, se sabe, responde a la demanda de las mayorías (o al menos así era hasta hace no mucho), y, si la mayoría de la población se decanta por la mano derecha, un fabricante de pupitres de aquel modelo determinado no tendría porque molestarse en alterar un poco el diseño y, en consecuencia, ensamblado en fábrica. Incluso si es algo tan simple como cambiar la posición de un tubo de aluminio. Los costes de ese cambio, supongo, no se justificarían a la luz de ganancias magras. Pero eso es lo que yo supongo. El que sea economista, que me corrija arrojando la primera piedra.
Aun así, me es complicado no intuir que detrás de algo tan insignificante como un escritorio diseñado para la comodidad de la gente diestra, no haya un cierto tufillo de los sentires más primitivos de los credos religiosos. Por muy seculares y científicas que se sientan nuestras sociedades aquí en occidente, estas siguen estando construidas sobre bases que nacieron de inquietudes católicas y protestantes, así como de sus respectivas variaciones. De entre los cientos de atavismos religiosos que de una u otra manera se han filtrado en las buenas comunidades en las que hoy vivimos, el desprecio por lo zurdo es uno de ellos. O al menos lo fue cuando yo aún era un niño. No tengo idea de cuál sea la política hoy en día al respecto, aunque asumo que, en aras de la inclusión y la corrección, la situación debe de ser mucho más laxa, con mobiliario universal adaptado a sus necesidades.
Desde hace cientos, si no miles, de años, la mano izquierda se ha identificado con lo malévolo y lo nocturno. Con la mala suerte y lo desafortunado. Incluso entre quienes dicen practicar hechicería se da la misma postura. Se le llama vía de la mano izquierda a cualquier sistema o tradición que le encuentre el gusto a fanfarronear con la clase de espíritus a los que es mejor no mirar feo. A pedirle favores a Malphas, a Stolas y demás príncipes y regentes de la Goetia, tal como se supone que hizo el Rey Salomón para construir el Templo. A sacarle secretos a los cadáveres. A sumergirse en las oscuras fuerzas oceánicas de la mente, etc. Con un bagaje así, es fácil entender cómo en una comunidad moderna, y de manera inconsciente, puedan surgir métodos y castigos para corregir un mal supuesto, aunque este no se limita a los sueños y pesadillas de los occidentales. También en las sociedades asiáticas se puede encontrar resistencia a todo lo zurdo, nacida esta de ciertas prácticas rituales o higiénicas, de ciertas reglas sobre la mejor manera de comportarse en la mesa o entre buena compañía.
Existen personas en la India que aún hoy consideran un insulto comer con la mano izquierda, pues, dicen, esta sirve para limpiarse la nariz y las miserias y no para llevarse manjares a la boca. De igual manera en Japón, hasta hace algunas décadas, era costumbre que los propios padres forzaran a sus hijos a escribir con la diestra. No tanto por alguna creencia arcaica, sino para cuidar de la uniformidad que, en sus ojos, se esperaba de una sociedad moderna y tecnológica.
Todo esto viene a cuento porque hace no mucho, mientras tomaba un café, alguien muy cerca de mí comenzó a hablarle a sus compañeros sobre cierta idea que podría explicar por qué la mayoría de las personas van a lo largo de sus vidas dependiendo de la mano derecha. No era ese un tema del que yo supiera cosa alguna, y no quise ser tan descarado como para plantarme ante la mesa de aquel hombre y pedirle que me lo explicara también, pero por lo que pude entender entonces —e investigar después— no es un asunto al que la polémica le sea ajena.
La idea fue de Peter Macneilage, de la Universidad de Texas en Austin, quien en su libro The Origin of Speech propuso que los primeros primates, antepasados nuestros y de los demás simios de este mundo, utilizaban la mano derecha para sujetarse de las ramas en las enormes arboledas donde vivían, mientras que con la izquierda recolectaban hojas, frutos y demás viandas que fueran de su antojo. Milenios más tarde, cuando por alguna razón varios de ellos pisaron de forma permanente el suelo, la mano derecha quedó de pronto libre de su única obligación. Según Mcneilage, esto llevó a un uso indiscriminado de ella en todo tipo de actividades, estimulando así al hemisferio cerebral izquierdo, que se encarga de las funciones motoras del costado derecho de nuestro cuerpo. En consecuencia, esto generó un circuito cerrado que llevó al actual predominio de la mano derecha en nuestras culturas y prácticas.
O al menos esa es la teoría, que para muchos tiene los aires más bien de una hipótesis, pues es muy difícil, si no imposible, de formalizar. Incluso con las observaciones de paralelos en las prácticas de simios contemporáneos. Se sabe, por ejemplo, que la mayoría de los gorilas y los bonobos, los chimpancés y los babuinos, además de los humanos, se inclinan al uso de la diestra. Por su parte, los langures dorados, los orangutanes y los monos obispo son, en su mayoría zurdos. La diferencia entre unos y otros está en que, mientras los primeros se encuentran a gusto cuando tienen los pies en tierra firme, los segundos son todos arbóreos. Tan arbóreos como los langures grises de la India y Bangladesh, a los que también se les conoce como langures de Hánuman, por su parecido a ese dios mono de los hindús.
Algunas de sus comunidades tienen menos de 160 años de haber comenzado a perder parte de su hábitat natural, transformado en cristal y concreto por la magia del crecimiento urbano de la India. Comparado con los relojes de la geología y la evolución, poco es el tiempo que tienen desde que comenzaran a poner pies en tierra firme. De la misma manera como hicieron nuestros antepasados comunes siete u ocho millones de años atrás, aunque, a diferencia de ellos, esta tierra no es la de las sabanas o los bosques, sino la de las calles y los barrios, los jardines y las plazas de las megaciudades, donde en lugar de hurgar entre los árboles en busca de alimento, viven de las ofrendas que la gente les da por considerarlos avatares vivos de aquel dios ya mencionado. Apenas un nueve porciento de su entorno nativo queda en pie, luego de la gran expansión de los hombres, por lo que no será sorpresa si en otro siglo, si no antes, desaparece por completo.
Para Akash Dutta, un zoólogo e investigador de la Universidad de Calcuta, esta migración tan reciente de un grupo de primates arbóreos a un entorno urbano fue la oportunidad deseada de poner a prueba las ideas de Mcneilage. Entre algunos investigadores se piensa que la propensión a sufrir dolores de espalda se debe a nuestra aún inconclusa transición de cuadrúpedos a bípedos, iniciada tantos —tantísimos— milenios antes, por lo que sería sensato pensar que poco más de un siglo no es suficiente para observar cambios de nota en las maneras estructurales con las que estos langures llevan sus vidas. Esto no disuadió a Dutta y su equipo, quienes diseñaron un experimento en el que participaron 35 representantes de los pequeños simios, divididos estos entre machos y hembras, jóvenes y viejos.
A cada cual se le obsequió un pastelito dulce en el interior de una caja de cristal. Una prueba sencilla en la que se observó que apenas un 27% de ellos tomaron el regalo con la mano derecha. La mayoría, un 53%, lo hizo con la izquierda, igual como lo habrían hecho con cualquier fruto que hubiesen encontrado en un árbol, mientras que el 20% restante lo hizo con ambas manos. Incluso los hubo quienes intentaron hacerlo con el hocico. ¿Qué se puede interpretar de esto? A pesar del transcurso de una docena o más de generaciones en las calles, observó Dutta, parecería como si el código genético de esta población de langures aún estuviera programándolos para un estilo de vida arbóreo, uno en el que predomina el uso de la mano izquierda. Es solo cuestión de tiempo para que la mayoría pasen a ser tan diestros como nosotros, piensa él.
Pero estos resultados no han convencido a muchos otros ojos. La propuesta de Mcneilage, sospechan, no es acertada, y parecería como si lo encontrado por este experimento confirmara semejantes sospechas. Pero, ¿cómo saberlo del todo? Lo que Dutta y su equipo pretenden probar no está consagrado con las ventajas de otras observaciones científicas. No cuenta con la instantaneidad de velocidades cercanas a las de la luz con las que los físicos estudian el colapso de las partículas. Tampoco la precisión matemática con la que los astrónomos predicen el momento en que la luz de una estrella será opacada por el tránsito de un exoplaneta. Los tiempos de la evolución son más bien pacientes. A ella le gusta tomarse las cosas con calma, y aunque es posible que las ideas de Mcneilage sean correctas, será necesario que los descendientes de Akash Dutta —y los descendientes de estos a su vez— diseñen más y mejores experimentos desde hoy hasta los siglos por venir. Tal vez solo así podrán observarse cambios en la preferencia de mano de los pequeños langures grises en las calles.
Visto de manera muy superficial, parecería como si la negación que se ha tenido a las maneras y los usos de la mano izquierda estuviera vinculada a la creciente transformación (por no llamarla domesticación) de nuestra especie y sus entornos. Una forma de rechazo de lo primigenio por parte de lo nuevo. De lo rural por lo urbano. Podría tener sus orígenes en el mismo sitio de donde viene la aversión por otros aspectos de la naturaleza, en consecuencia identificados con lo antiguo y lo remoto, incluso lo maligno, por culpa de la cristiana luz detrás de la modernización. Con el miedo a las arañas, a las serpientes, a los moscardones y a las plagas, todas ellas representaciones simbólicas del mal absoluto.
“La naturaleza es la iglesia de Satanás”, opinó Lars von Trier por boca de Charlotte Gainsbourg en su film Anticristo, y en verdad no me parecería descabellado si un sentir inconsciente como este estuviera detrás de algo tan risible como un escritorio diseñado para fomentar el uso de la mano derecha.
Por mi parte, puedo decir que mi conversión forzada a las gracias de la diestra no solo fue un éxito, sino también una ventaja agregada. Como les ocurre a unos cuantos, aquello hizo de mi uno de los pocos ambidiestros que caminan por el mundo. Uno porciento de la población, según estimaciones, aunque debo de confesar que mi letra es espantosa con cualquiera de mis dos manos.