Madrid, 2011

Frente a sus mordazas.
Desobedece.

(Sobre la estatua de Agustín Lara, Lavapiés, Madrid)

Para entonces, la gente se aburría en distintos puntos del mundo; hasta el extremo de autodestruirse y demoler lo que tenían alrededor. Eso chocaba con el hambre de construcción que el bien común requería. Ramón se asomaba a veces al precipicio para ver un desierto desolador: obesos ricos norteamericanos molestos con el mensaje ecologista tuneaban los tubos de escape de sus camionetas para contaminar más; grandes inversores compraban extensiones en Sierra Leona, privando a los campesinos del acceso a la tierra y al agua; las recetas para el déficit dejaban desarmados los derechos conseguidos con sudor y privaciones durante muchas generaciones. Nombrar el proyecto humano era darle un sentido a cada día, esbozar su posibilidad, pero las conquistas se desmoronaban a trozos mientras algunas personas buceaban para erigir nuevos pilares. Los valores europeos habían mamado de los excedentes del colonialismo y de las creencias reveladas como divinas de que había que civilizar a los salvajes. Ahora las fábricas desplazadas a China y el sudeste asiático emitían CO2 del que también era responsable la sed infinita del consumismo desmedido del norte. Las grietas por donde se podían contemplar esos escenarios eran pequeñas y lo que se veía poco esperanzador.

Ramón había dormido a sobresaltos, restregado en esos pensamientos. La conversación con Elisa el día anterior le había dejado un mal sabor de boca. Últimamente su hermano Eduardo prefería evitarlo, instalado en un laberinto sumamente destructor, sin darle oportunidad para hablar en serio. Esquivaba los encuentros con Ramón y el resto de la familia. No quería dar detalles sobre las arenas movedizas en donde se estaba hundiendo, aunque era evidente que el fango le llegaba al cuello. Ramón tenía la certeza de que andaba metido en líos que llevaban aparejados movimientos de dinero ilícitos. Desconocía el destino de sus operaciones, que siempre le había ocultado para evitar lo que llamaba “rollos moralistas”. Pero en ocasiones, con un güisqui de más, había dejado caer informaciones sobre investigaciones abiertas por casos de corrupción que le hacían pensar que se estaba quemando con fuego. Pudo ver por los telediarios como sus amistades iban cayendo a su alrededor. Alguno de los inculpados estaba bien relacionado con una de las instituciones más intocables del país: aquella que se hacía llamar la corona. La campaña de imagen de la casa real ya había señalado a los culpables para poner a salvo los ceros del padre y el hijo. Ellos eran intocables. Eduardo le decía a Ramón que lo último que quería ser era buena gente, que el mundo estaba lleno de lobos y que había que abrir bien la boca, mostrar los colmillos y, si hiciera falta, engullir para evitar ser tragado.

Fue el primogénito y desde pequeño siempre se sintió atraído por la debilidad mental de algunas personas. Cada veraneo se metía en líos y, si había un asesino en serie o un pirómano cerca, tenía muchos números para acabar juntándose con su hermano. Su madre lo atribuyó a las rarezas de su padre. Ella nunca encajó que su marido la abandonara para salir del armario: cualquier defecto de sus hijos encontraba una justificación en la homosexualidad del padre. También atribuía a su antecesor el infantilismo de Eduardo disfrazado de Jekyll and Hide. Pedirle que fuera diferente a la hija de un general condecorado en la guerra civil por sus múltiples victorias contra las hordas rojas hubiese sido demasiado. Pero, tras la supuesta fragilidad de su hermano Eduardo, se escondía un cerebro perverso, una mente manipuladora y torturada. Torturadora en ocasiones. Débil como solo puede serlo un ser acuciado por fantasmas, en una atmósfera dañina que había roto con todos los lazos de solidaridad. La cueva de Platón sellada, el idealismo como una isla en un océano inexistente. Identidades fagocitadas, reconvertidas en psicopáticas. Eduardo también era una víctima, un ser aislado, desequilibrado, con ganas absolutas de encontrar otras mentes retorcidas para suavizar la sensación de soledad. Daba pasos hacía un vacío que acabaría anulando su vacilante seguridad.

La miró de nuevo extrañado. No podía dar crédito a la historia que Elisa le contaba. Llevaba toda la vida yendo a hacer la limpieza a las casas de la familia. Le dijo que Eduardo no solía dejarle instrucciones y que nunca había recibido unas tan enrevesadas y absurdas. Otros estudios ella no tendría, pero leer sabía y aquello le parecía que era algo relacionado con el vudú. No hacía mucho había terminado una novela donde aparecían ritos similares. Era muy popular, quizás solo estaba siguiendo un guion. En la ficción tenían por objetivo conquistar el amor de un viejo amante. Quizás Eduardo padecía mal de amores. A Elisa le gustaba fantasear con lugares remotos y aprovechaba las largas horas de transporte público de la semana para sumergirse en historias ajenas. “Ese día –continuó narrando la empleada doméstica- había llegado exhausta y perturbada tras caminar desde Francisco Silvela hasta Doctor Esquerdo. Un ruido aniquilador que me impedía escuchar mis pasos”. En su pueblo, salía a caminar muy temprano en los veranos y escuchaba el chasquido de sus zapatos en el suelo: un ritmo que le envolvía e invitaba a pensar en cosas extraordinarias o, simplemente, a sentirse en su presente, en ese momento. Incrédula –le confesó a Ramón- leyó otra vez la nota de Eduardo donde le pedía que hiciera algo más propio de brujos y hechiceros que de mujer de la limpieza. Abrió el frasco que acompañaba las explicaciones, sin duda olía a desechos, a huevos podridos y superchería. Sabía que Eduardo no estaba atravesando una buena racha, pero aquello le pareció que había ido demasiado lejos. Ramón escuchaba el relato intentando descifrar la desesperación o locura de su hermano. Elisa le contó que llevaba algunas semanas comprando objetos extraños: especieros, ungüentos, incensarios y ambientadores. Y eso por no hablar de otras cosas que ni podía imaginar para qué servían. Sin mucho convencimiento, fue al armario del lavadero donde guardaba los utensilios del aseo. Llenó el cubo.

Eduardo pedía claramente que no usara jabón, lo único que matizaría el mal olor que aquella masa informe y orgánica emitía. Abrió el bote y vertió su contenido en el agua. Un hueso de animal flotaba en la superficie. Metió la fregona en el cubo. El resto era una masa más menos compacta de la que sobresalía alguna que otra hilacha. Varias veces tuvo que alejarse de la mezcla mientras trapeaba para no marearse o vomitar. Ni siquiera lo había comentado con su marido, más por vergüenza que por discreción. Si se prestaba a esa locura era porque le pagaban por horas. En los años anteriores había podido descansar un día a la semana, pero todo cambió desde que a su marido no le pagaban el salario ni las horas extraordinarias. Era la primera vez que Eduardo le dejaba una nota y, aunque ella no pudiera entender su pertinencia, tampoco podía negarse: siempre cumplía con las demandas que recibía de sus patrones. Le recordó a Ramón que en su pueblo, de pequeña, todavía daba crédito a muchas supersticiones, ensalmos, maldiciones, hechizos, rezos… Cuando tuvo la regla no pudo lavarse el pelo, cuando escuchaba un relámpago rezabas tres ave marías seguidas, si no compraba el ramillete las gitanas le echaban mal de ojo, si se derramaba la sal había que verter otra tanta por la espalda con el salero… Esas creencias todavía pervivían en su mente, aunque en el fondo no las tomaba en serio. Ramón pensó que su hermano debía estar muy desesperado si había echado mano del vudú.

Desde la casa de Eduardo, Ramón miró por la ventana y encontró un Madrid ceniciento, ventoso. Le había costado mucho convencer a Elisa para que le dejara las llaves de la casa de su hermano. Si no averiguaba en qué andaba metido no podría ayudarle, y aquello empezaba a pintar como una película de miedo. Ella desconfiaba de que todo eso llegase a buen puerto, le preocupaba perder horas de trabajo, aunque tenía la certeza de que lo haría de todas formas. Además, su marido, a petición de Ramón, le había argumentado a favor y no quería llevarle la contraria justo en el momento. Trabajaba para una compañía de seguridad subcontratada por la Comunidad de Madrid y, desde que no obtenía respuesta a sus reclamaciones justas de salario, simpatizaba con el movimiento de indignados y asistía a las reuniones de la asamblea alcalaína del 15M. Él le había contado los tejemanejes de las personas a cargo de las contrataciones públicas. En parte, lo de militar al lado de la contestación popular se lo debía a los sermones que Ramón le daba a Elisa cuando coincidían en casa. A veces la esperaba con la comida en la mesa. Era el único de sus patrones que le dedicaba un rato, que no la trataba como si fuera una sirvienta. Con él se desahogaba de los desplantes de su madre, a quien no le importaba exhibir su clasismo. Eduardo nunca estaba en casa para hablar con ella y, si alguna vez coincidían unos minutos, la trataba con superioridad. En algunas ocasiones comentaron cuál era el estado del apartamento de Eduardo tras las fiestas nocturnas que allí se orquestaban. Nadie se cuidaba de disimular el consumo masivo de cocaína.

Elisa le confesó que no le gustaba contar que su marido militaba en el 15M en el resto de lugares donde trabajaba porque, en general, quiénes las habitaban eran bastante conservadores y se referían al movimiento en términos peyorativos: desde un irónico perroflautas a otros adjetivos más hirientes como agitadores sinvergüenzas o delincuentes. Con el único que podía hablar del tema era con Ramón, porque sabía que, pese a su posición social acomodada, era otro indignado más. Le contó que su marido sospechaba que Eduardo había cobrado comisiones de la empresa que lo contrató. Había sido su mediación la que había posibilitado ese trabajo seis años atrás. Los velos se iban corriendo de algunas de las grandes tramas de financiación ilegal de los partidos y del cobro de comisiones por contratos millonarios de empresas públicas. Como consecuencia, una de las personas de más confianza de la presidenta había tenido que dimitir. El marido de Elisa no saltaba a la calle porque le gustara protestar e indignarse. Si lo hacía era porque era necesario restituir la dignidad, porque si no había nadie que se opusiera a la cadena de abusos y sobornos tramados con alevosía por unos pocos, esa ciudad y el mundo entero estarían dejándose conducir a una catarata autodestructiva y sin fondo.

A veces, irremediablemente, era necesario convertir el corazón en movimiento.