La lente de nuestra amiga fotógrafa expuesta en el presente escrito habría de traspasar múltiples episodios de la historia de Nicaragua. Demarcamos hoy de tal proyecto histórico/artístico de vida parte del sincretismo que ella registra en una sección de sus imágenes, cuyo primer guiño sucedió en 1981, al acercarse con su inseparable Canon, al pueblo indígena de Masaya, adquiriendo en aquel entonces una consciencia que empezaba a fascinarse por la etnografía y la resonancia que se desprendía del tiempo, hacia la transformación de la figura nativa.
En aquella época tendría Claudia poco más de un año de haber regresado a Nicaragua, a finales de 1979, después de vivir dos años en la capital italiana; la decisión de viajar a aquel lejano país habría surgido unos años después de que el terremoto acaecido en su pequeña patria en 1972 hubo menguado el aliento activo de la ciudad, incluyendo el paraje académico y artístico.
En retrospectiva, nos cuenta que en la urbe europea el sol todavía alumbraba las inconcebibles cúpulas renacentistas y el ancho patio de placeres estéticos de lo que una vez fue el centro del pensamiento humano. Allá, ella buscaba a sus 23 años la posibilidad de continuar su formación en “Bellas artes” iniciada en su país de origen; este deseo empezaría a encaminarse por medio de su participación en cursos libres de dibujo e historia del arte. Sin embargo, encontrar un espacio en aquel entorno le condujo a conocer a dos importantes fotógrafos investigadores venezolanos: Carlos Henríquez Consalvi y Luis Brito, nuevos amigos que mediante tertulias, quehaceres investigativos y aproximaciones a sus cosmopolitas imágenes, fueron revelando a Claudia un creciente interés en el ejercicio de atrapar con la cámara, ese breve y persistente fragmento de realidad.
Si bien el apetito por la imagen ya empezaba a germinar, este hecho se consumó al aproximarse la artista al Instituto Europeo di Desing (IED) en su sede romana. En principio ella buscaba recorrer la línea de diseño gráfico, sin embargo ante la voraz demanda que existía hacia este rubro, la cual normalmente iniciaba con un año de anticipación, se encontró con la noticia que para nuevos alumnos solo quedaban dos espacios, pero estos eran dirigidos al aprendizaje de fotografía fija. Claudia, que ya apreciaba dicho artificio, al escuchar la oferta del funcionario para ocupar uno de estos cupos restantes no lo pensó demasiado, la figura le vino cual fruta que cae del árbol y se agarra en el aire… ¡de ipso facto respondió que sí!
Introducirse en aquella facultad, cuyo prestigio tenía eco en toda Italia, era la primera consecución; ahora el desafío consistía en persistir y asimilar el aprendizaje a lo largo del curso. ¡Después de un año, vino el trabajo final! Al llegar a este punto, Claudia decidió hacer su última ponencia acomodando su cámara sobre la perspectiva y arquitectura de la iglesia Sant´Ivo alla Sapienza, erigida por la mente del ingenioso Francesco Borromini, cumpliendo todo el proceso que la academia le habría enseñado a lo largo del camino. La sorpresa sobrevino de una forma poco común, cuando al dictar la evaluación final ante todos los alumnos, el afamado profesor Guido Vanzetti, reconocido fotógrafo de aquel país, expuso: “Para ustedes los cuales han nacido viendo a da Vinci y Miguel Ángel, hoy, como italiano y como director de esta institución, ¡me avergüenzo al decirles que una mujer latina que viene de un pequeño país que… ¿sabe alguien dónde queda…? ¡resultó ser la mejor!”.
Volviendo a Nicaragua, encontró Claudia el desarrollo de otra circunstancia: la reciente euforia triunfante de la revolución se tornaba a encarar una nueva fase de guerra de guerrillas, suscitada por las Milicias Populares Anti-Sandinistas, quienes posteriormente conformaron La Contra. En dicha coyuntura el proceso de adaptación de la artista le tomaría casi un año; la prolongación del conflicto bélico que el país vislumbraba esta vez sería en las montañas.
De forma paulatina, el aprendizaje de Claudia ahora se pondría a prueba en nuevos escenarios. Empezaría una importante interacción con la costa caribe del país, viajando a tierra miskita desde 1981 a 1990; en otras regiones visitaría las montañas y comunidades donde alcanzaba la sombra de la lucha armada. En sucesión trabajaría para el INNICA, asumiría tres años como corresponsal de guerra del diario Barricada, se integraría también a laborar con la revista Wani en el CIDCA. Tras diez años en movimiento, sus imágenes se extenderían hacia periódicos, exposiciones documentales, museos de arte y revistas internacionales, entre estas, una de las más reconocidas en su influencia global: Aperture Magazine. La fotógrafa lograría sustraer con sus imágenes, la naturaleza caribeña y el viento que atraviesa la idiosincrasia de sus comunidades, asimismo desde distintas regiones reflejaría la risa, el fervor y el llanto que, cual oscura poesía, se entretejía año tras año con los pesados y penetrantes hilos de la guerra.
De las divinidades a los santos, sincretismo…
Ante una breve cobertura de la sección sincrética de la artista captada en medio de aquel fervor religioso que la guerra no habría logrado opacar, encontramos otro empalme con la historia. Aquí muchos escritores se han encargado de examinar sobre las creencias de nuestros antiguos pueblos; así, se conoce de estos su politeísmo y antropofagia, señalado en múltiples ocasiones por los cronistas de indias. De estas enseñanzas expresó a su vez el historiador nicaragüense José Dolores Gámez: “Existía una mitología bien sistematizada en muchos de ellos, con divinidades mayores y menores. Eran las primeras el dios de los cerros, el del hogar, el de las cementeras y el de los muertos; y las otras, el dios de los ganados, el de los guindales, el del agua, etcétera. (…) La mitología indígena era completa, y sus divinidades poco más o menos como las de las mitologías de los pueblos más cultos”.
Las reminiscencias de estas divinidades, aun filtradas en las celebraciones católicas, atraerían el divisar de Claudia. La selección fotográfica que ella llamó Memoria oculta de Mestizajes, la cual se ocupa de muchos ámbitos de la cultura sincrética desde distintas partes del país, incluye las tradiciones festivas religiosas de la meseta de los pueblos.
Para los nativos, señala Gámez: “las divinidades mayores tenían seis fiestas en el año, y las menores otras seis, de esas grandes festividades se conocían dos clases: unas públicas y generales en que todos tomaban parte; otras particulares, que celebraban algunas familias o determinados individuos. Era costumbre general en todo Centro América, durante las festividades mayores, servir en todas las casas grandes comilonas y también bebidas fermentadas, con las que se emborrachaban los convidados entre los bailes que fluían al son de los instrumentos musicales”.
Dicha algarabía sería adoptada por el clero, donde los feligreses inspirados en la nueva religión siguen celebrando a través de los siglos a sus santos patronos, conocidos ahora en esta región como santos hermanos: San Marcos, Santiago y San Sebastián; además de San Jerónimo y San Juan Bautista.
En las fiestas del “toro venado”, en los “Ahuizolt”, todavía se invoca satíricamente a “la bruja del volcán”, en una de las imágenes captadas por la artista: una fotografía que surge del ambiente nocturno en el pueblo de Masaya. En la figura expuesta en blanco y negro posa un ser masculino que usa una máscara de madera y un disfraz femenino, mientras sostiene un pequeño candil. Aquí el uso de máscaras, –cuya tradición ha sido representada en petroglifos cercanos a Managua desde hace unos ocho mil años–, se conjuga con el mito de la bruja: una especie de oráculo que moraba en las fauces del Popocatépetl hoy conocido como volcán Masaya.
Tras el mito de esta imagen refirió el Capitán español Gonzalo Fernández de Oviedo, oyendo decir al cacique Lenderí, quien se reunía con otros caciques para subir al volcán, que allí se encontraban con una mujer muy vieja y desnuda; el monexico (consejo de ancianos) preguntaba a la anciana sobre los presagios de la guerra y el porvenir de los cultivos. Un día antes o después de la reunión del consejo, se echaban una o dos personas a las entrañas del coloso, los muchachos o muchachas que se sacrificaban iban de grado a tal suplicio. Después que los cristianos llegaron a aquellas tierras, la misteriosa anciana no quería salir a dar audiencia a los indios, ella pronunciaba que los cristianos eran malos y debían ser echados de aquel lugar. Alrededor de la boca volcánica se distinguían también ollas, platos, escudillas, cantaros y otras vasijas quebradas; algunos de éstos eran llevados con diversos manjares para satisfacer a la diosa y que de esta manera ella aplacara un terremoto, temblor, o temporal de sequía; porque pensaban –dice Ovidio– que todo bien o mal, procedía de su voluntad.
Abordando otra toma, giramos a la antesala donde la nueva iglesia trajo a los antiguos pueblos la simbología de la cruz latina, representando la victoria de Cristo sobre la muerte; los nativos aquí utilizaban ya un tipo de cruz con cuatro brazos de igual medida, en función de representar los cuatro puntos cardinales; en tal sentido el nuevo símbolo cristiano no estaría muy alejado su cosmovisión. Valdría extender más allá de este dato la preponderante relación que hace el historiador Alejandro Dávila Bolaños entre las fiestas patronales y sus antecedentes indígenas: “Se puede concluir que todas, absolutamente todas las festividades patronales de gran concurrencia popular, son trasposiciones de fiestas indígenas pre¬colombinas. Y en este sentido podemos generalizar diciendo que todavía en nuestra vida, y a la altura del siglo en que vivimos, los calendarios antiguos de nuestros viejos abuelos indios siguen rigiendo la vida religiosa de la inmensa mayoría del pueblo nicaragüense”.
La artista expone en una de sus imágenes el sentimiento sincero que aparece desde la mirada de cuatro ancianos enfocados en plano tres cuartos, dos elevadas cruces de madera a sus espaldas atestiguan la aureola que emana abrazando la fe de estos campesinos; más atrás, los jóvenes junto a las cruces, como nuevos guardianes del sitio sagrado.
Se conoce a través de los cronistas que durante la conquista se aprovechaban las locaciones de los espacios sagrados indígenas para erigir allí las imágenes cristianas. Este tipo de trasposición es referida desde la tierra maya por el sacerdote Pedro Mártir de Anglería a quién también se le adjudica ser el primer periodista del nuevo mundo; diría el monje: “Consintieron en la destrucción de sus zemes, e instalaron en su lugar el sagrario de su templo un cuadro de la bendita Virgen que los nuestros les dieron. Barren y friegan la iglesia y su pavimento. Allí acuden todos para venerar con temor y reverencia la imagen de la Virgen, Madre de Dios”. La seña de muchos de estos lugares habría de prevalecer hasta nuestros días.
De igual manera persistiría el uso de frutos como ofrendas; sin embargo, Dolores Gámez apunta que era solamente en ciertas grandes festividades que se hacían ofrendas de frutos y flores, y en algunos pueblos sacrificios de animales y de víctimas humanas. Por su parte, la religión católica usaría esta acción para el reconocimiento del sudor y esfuerzo de los campesinos, sería la cosecha del amor que viene del cielo mediante los signos de una tierra generosa.
Llegando a la extracción fotográfica que registra la artista en las comunidades de Coapa, donde los curas se acercan a perdonar los pecados y ejercer el sacramento de la reconciliación de sus fieles, se abre una ventana donde es el tiempo el que se traspone al mostrar la manera en que los religiosos continúan prestos a utilizar las mismas formas de llegar a sus adeptos.
En un espacio de trópico seco, se relata cómo en la comuna cada uno espera pacientemente su turno para llegar a declarar sus secretos pecaminosos al padre que espera sentado en la intemperie. Ante el afán de obtener el indulto y afianzar sus esperanzas –nos dice la artista– los estratos sociales se entremezclan. Así también se reproduce en esta región una antigua iniciativa que en su momento mencionó el franciscano Toribio de Benavente (Motolinia): “Bautizando en un gran patio a muchos indios, que aún entonces no había iglesias, y el sol ardía tanto que (al fraile) quemó toda la cabeza y la cara”.
El capítulo de imágenes sincréticas de la artista, recorridas en la meseta de los pueblos, hace posible que podamos ver desde el presente una historia que nos persigue, percibir el mito que se transformó ahora en esperanza… como un baile entre los santos que aún dan paso a la leyenda, una plegaria en la montaña, en la ciudad; desde algún antiguo fuego, a la candela, a la oración; así prosigue una llama que se enciende en nuestros pueblos, tras la vena de fe milenaria…
Bibliografía
Arellano, J. E. (1998). El Mundo Prehispánico de Nicaragua. University of Calgary.
Dávila Bolaños, A. (1978). Calendarios Indígenas de Nicaragua y sus Relaciones con el Santoral Católico. Revista de temas nicaragüenses dedicada a la investigación sobre Nicaragua.
Dolores Gámez, J. (1973). Historia de Nicaragua desde los tiempos prehistóricos hasta 1860, en sus relaciones con España, México y Centro América. Biblioteca virtual Enrique Bolaños.
Entrevista a la Maestra Luisa Adilia Gomez Aguilar.
García Targa, J. (2004). Los primeros templos cristianos en el área maya. Scielo México.
Valle Castillo, J. (2006). Memorial de Masaya. Biblioteca virtual Enrique Bolaños.