Décadas antes del cambio de milenio empezaron a ponerse en boga las invitaciones al autoexamen (Terapia de pareja, tiktoks sobre narcisismo, instagrammers especializados en el trastorno de estrés postraumático complejo, la inteligencia erótica de la psicoterapeuta Esther Perel, la educación sobre el consentimiento) y examinamos la vergüenza y las consecuencias de su represión.
Muchas horas de las conocidas Ted Talks se han llenado con puntuales apelaciones a abordar la vergüenza oculta en cada uno de nosotros y sus efectos colaterales.
Sabemos que cuando la vergüenza no se examina, puede contribuir a comportamientos que van desde lo pasivo agresivo hasta lo violento físicamente hablando. Cuando una persona se avergüenza (de sus deseos, de su sexualidad, de sí misma) es más probable que se vuelva introvertida, actúe disfuncionalmente y se deshumanice gradualmente para divertirse cosificando a otros seres humanos.
En este contexto la figura que ha sabido capitalizar escénicamente los temas de la vulnerabilidad, la vergüenza y la violencia creando experimentos sociales en el marco del performance ha sido indudablemente la serbia Marina Abramović (n. 1946).
En una carrera que abarca más de cinco décadas, Abramović ha impulsado el arte escénico performativo desde sus inicios experimentales hasta su estado actual. Su última muestra retrospectiva en la Real Academia de las Artes en Londres ha confirmado bajo su guía temática, no cronológica, su visión del arte efímero como un “conocimiento líquido” y su inventiva práctica profesional con base en la recreación de algunas de sus más conocidas puestas en escena, fotografías, vídeos, objetos e instalaciones.
La exhibición realizada en Londres que tomó siete años en su gestación presentó cuatro de las contribuciones icónicas de Abramović, que fueron interpretadas diariamente por artistas en vivo en las galerías. Tres de estas representaciones fueron desplegadas por primera vez en Inglaterra: Imponderabilia (1977), Desnudo con esqueleto (2002) y La casa con vista al mar (2002).
Marina Abramović, que originalmente se formó como pintora en la Academia de Bellas Artes de Belgrado, se dedicó a la interpretación escénica a principios de la década de 1970 y estableció las características distintivas de su práctica: acciones cotidianas ritualizadas a través de la repetición y la resistencia.
Es pionera en el uso del cuerpo vivo en su trabajo y ha puesto a prueba constantemente los límites de su propia tolerancia física y mental. No obstante, ha seguido navegando por un espacio entre lo personal y lo social, lo conceptual y lo existencial, lo físico y lo espiritual.
Podría resultar sorprendente que la llamada “madrina del arte escénico”, cuya carrera gira en torno a una historia de transgresión contra el cuerpo, se sienta tan a gusto en el mundo estandarizado, protegido y corporalmente “perfecto” de las celebridades con las que colabora y que apoyan sus proyectos a veces de manera presencial.
Pero las celebridades se sienten atraídas por ella y ella no se resiste; las celebridades, tal vez, disfrutan de su insistencia en alarmar a un público ante el cual ellos deben limitarse. Ella les resulta por lo tanto útil. Un espacio singular donde reina el riesgo sin las limitaciones del egoísmo. Y Abramović siempre se dejará utilizar.
No es extraña esta mutua explotación que recuerda la moda de celebridades en los sesenta y setenta siguiendo devotamente a guías espirituales foráneos muy bien remunerados que los llevaban a explorar dimensiones físicas, mentales y espirituales que no se atrevían a recrear en su vida pública o artística.
No obstante, esta creadora adopta tácitamente la posición de shamana ejerciendo cierta autoridad espiritual sobre sus seguidores sean célebres o no. Pero todo viene con un precio. Por un lado, la trivialización de la espiritualidad con un poco de psicología pop para comercializar sus experimentos performativos para los que siempre se deja usar: unas veces desgarrando su propio cuerpo desnudo en aras del arte y otra sentada durante horas frente a una mesa de un museo por la que desfilan personas desconocidas o no, envolviéndolas con su mirada. También, ha invitado a la gente a contemplar los méritos espirituales de separar un pequeño grano de arroz (o algo así) de otro.
Su producción provoca preguntas justas sobre el género del performance y la banalidad de sus producciones, así como la falsa espiritualidad derivada de escenificaciones donde “debemos humillarnos ante representaciones ridículamente adormecedoras y sus ligeras inflexiones políticas cuando la vemos en lo alto montando un caballo blanco, ondeando una bandera serbia”, como ha ironizado el crítico y poeta inglés Michael Glover (Hyperallergic).
Performance como anti-arte
El término performance se deriva de un viejo verbo francés “parfourinr” que significa completar o hacer en su totalidad. Como forma de libre expresión fue desde el principio una alternativa a las manifestaciones artísticas objetuales tradicionales cuando surgió en 1916 a través del movimiento dadaísta liderado por Tristán Tzara en el famoso Cabaré Voltaire.
En el principio, consistían en acciones poéticas o artísticas carentes de un libreto teatral que articulaban con cierto grado de improvisación conceptos sobre el arte, la sociedad y la política mediante escenas que se repetían. Su objetivo era provocar, escandalizar y protestar con ironía o sátira. Eran conceptualmente anti-artísticas, efímeras, irrepetibles y por lo general ligadas a las experiencias y procesos de un artista en particular.
Diversas escuelas como el constructivismo ruso, el futurismo italiano y el surrealismo lo adoptaron como parte de su repertorio disruptivo, por lo que estuvo siempre conectada con movimientos de vanguardia hasta la segunda mitad del siglo XX.
Cada puesta en escena en esta modalidad envolvía cuatro elementos, a saber: el tiempo, el espacio, el cuerpo y/o la presencia del artista explotando la relación como creador con la audiencia en vivo.
Con el posmodernismo, este medio de expresión alcanzó su madurez en las artes visuales entendido como “arte en vivo” o performativo. Entre sus precursores con énfasis conceptual han destacado Carolee Schneemann, Ana Medieta, Chris Burden, Herman Nitsh, David Bowie, Joseph Beuys, Nam June Paik, Yoko Ono, Vito Acconci y por supuesto Marina Abramović.
Todos los autores citados coinciden tácitamente con la noción que redefine el arte como una experiencia. En palabras de RoseLee Goldberg en su obra Arte performativo: desde el futurismo hasta el presente (1997):
La performance puede ser una serie de gestos ínfimos o una narración a gran escala, que dura desde unos pocos minutos a muchas horas; puede representarse una sola vez o repetirse muchas veces, con o sin guion preparado, improvisado de manera espontánea o ensayado durante muchos meses. (...) Por su propia naturaleza, la performance escapa a una definición exacta o sencilla más allá de que es arte vivo hecho por artistas. Cualquier definición más estricta negaría de manera inmediata la posibilidad de la propia performance.
En conclusión, la performance puede ser creada por artistas o no artistas que adoptan conceptos anti-artísticos para comunicar una acción de carácter efímero, y que su amor por el escándalo se mueve entre los extremos de la violencia y la obscenidad sin la pretensión de perdurar como género artístico.
Alma nómada
Marina Abramović nació en 1946 en el seno de lo que llama ”la burguesía roja”. Su familia era afluente para los estándares comunistas de Yugoslavia (ahora Serbia). Su abuelo era patriarca de la iglesia ortodoxa, y sus padres héroes de la guerra contra el nazismo. Danica, su madre, era una mujer educada e idealista, mientras su padre Vojo venía de una familia pobre. Era una pareja conflictiva y plagada de divergencias. Según relata Marina en su biografía su padre “era un verdadero comunista. Creía que el comunismo era una manera a través de la cual el sistema de clases podía ser cambiado”.
Pero, en retrospectiva ha confesado que tras haber vivido el comienzo y el fin del comunismo en su tierra natal
Estos conceptos no funcionan porque la mentalidad y la conciencia de las personas no están elevadas a un nivel que pueda hacerlos funcionar. La solución es que la sociedad debe tener una relación completamente diferente con el mundo materialista, sin estar apegada al dinero. Sólo cambiándonos a nosotros mismos podemos a su vez cambiar a los demás, y ese es un largo proceso pionero.
Creció en un hogar sin amor según su perspectiva donde su madre la trataba con disciplina militar y solo le permitía libertad y recursos cuando se trataba de estudiar arte. Sus respectivas carreras eran más importantes para sus padres que Marina por lo que terminó viviendo con su abuela Milica Rosic, una mujer profundamente espiritual, que supo llenar ese vacío y esto terminó convirtiéndola en quien es hoy según su decir.
Deseaba ser artista desde los seis años y empezó a pintar a los 14, con la ayuda de un mentor con quien aprendió que el proceso era más importante que los resultados. Cuando estudió en la Universidad de Artes de su ciudad nativa exploró la relación entre materia e inmaterialidad y las transformaciones que pueden experimentarse cuando uno aprende a estar presente con una silenciosa concentración. Sus obras de este período trazan claramente este proceso de autodescubrimiento pasando de formas nubosas que emergen de bloques cuadrados que parecen materia sólida.
El plano bidimensional se le hizo restrictivo y exploró a partir de 1972 con la transformación del espacio usando el sonido ensordecedor de una ametralladora en el umbral de su exposición para limpiar las mentes de los visitantes y envolverlos con un contrastante silencio en el interior de la sala.
Luchó con la linealidad del tiempo y el espacio y se adentró en su indagatoria artística en los conceptos de la existencia y el presente mediante sus primeras incursiones en el performance.
Su exploración en esta etapa incluyó palabras centrales como pérdida, memoria, ser, dolor, resistencia y confianza. Para que el público interactuara con la puesta en escena y se mantuviera enganchado descubrió que se requería una discusión más amplia sobre la condición de estos como testigos de experiencia.
“La única vida de la performance es el presente”, exclamaría en el 2017 Abramović, “la performance no puede guardarse, grabarse, documentarse… El ser de la performance… se convierte en sí mismo a través de la desaparición”.
Tras conocer en 1976 al artista alemán Ulay, se divorcia y comienza a pasar más tiempo en Europa. Convertidos en amantes colaboran en un importante conjunto de performances a lo largo de 12 años, viviendo durante algún tiempo de forma nómada en una pequeña furgoneta Citroën (que aparecía en una de sus obras). Incluso, en un momento dado, se vistieron como gemelos.
Su colaboración en distintos países buscar asentar una alternativa al modo occidental de registrar la historia basado únicamente en objetos o documentación, una noción que es, hasta cierto punto, tabú en la interpretación performativa, que tiene el acto inmaterial en su centro.
En el modo de documentación tradicional ”la carne no puede albergar ningún recuerdo de los huesos. Sólo el hueso habla memoria de la carne. La carne es un punto ciego”, explica Abramović.
Por el resto de su carrera, primero con Ulay y luego separada de este, hace de su vida nómada y su cuerpo, a menudo desnudo, el objeto de sus procesos creativos y medio de expresión estética explorando sin temor las profundidades de la existencia humana. No reconoce ningún país como su hogar y llega a afirmar que donde se encuentre ella en el momento es su verdadero hogar.
Sus ingeniosas actuaciones a menudo ahondan en temas de dolor, identidad y el paso del tiempo, invitando al público a presenciar la fragilidad y la resiliencia de la condición humana. No sólo físicamente exigente sino también cargada emocionalmente, su práctica plantea preguntas fundamentales sobre la naturaleza de la existencia, creando espacios de introspección y conexión y fomentando un entorno donde el arte trasciende los límites de una galería o museo.
La liquidez del dolor
Las puestas en escena que ha realizado a lo largo de medio siglo son el resultado tanto de un aprendizaje consciente pero bastante intuitivo, no académico, en que el objeto de estudio y su experimentación ha sido ella misma. Esto es lo que ella denomina conocimiento líquido.
Cuando el cuerpo se agota llegas a un punto en el que el cuerpo ya no existe. Tu conexión con un conocimiento universal es muy aguda. Ni siquiera es una conciencia: cosas que te llegan, una avalancha de comprensión profunda, de la vida en este planeta, de simplemente estar aquí. No puedes expresarlo con palabras... De alguna manera hay claridad. Hay un estado de luminosidad. Realmente necesitas preparar el cuerpo y la mente para este tipo de comprensión. Es una tarea muy difícil llegar allí. Es raro, pero los artistas y científicos a veces lo padecen. Es algo que no puedo explicar, como un conocimiento divino, pero no es religioso. Creo en ese tipo de energía que es tan sutil que la nuestra propia obstruye su entrada. Sólo cuando agotes tu propia energía podrás entrar y convertirse en ese tipo de realización. Da una inmensa sensación de tranquilidad. Entro en él a través del dolor.
Sin embargo, este aprendizaje empírico, por operar a través de los sentidos y ser conceptualizado por medio de la consciencia, está destinado al olvido, a pesar de sus intentos por preservarlo documentalmente. Aun bajo su método, las recreaciones de sus performances resultan a menudo descontextualizadas y anodinas.
De hecho, el carácter disruptivo pero efímero de sus obras performativas no se puede replicar con el mismo vigor y sentido de protesta porque el entorno histórico y sociocultural restringe en el presente los riesgos que pudo tomar en el pasado. Ni siquiera su significado político y existencial puede ser salvado mediante la documentación audiovisual que facilita el consumo seguro de sus representaciones en espacios oficiales.
En realidad, ninguna galería podría permitirse hoy en día que sus primeras performances se ejecuten dentro de sus paredes. El artista puede asumir responsabilidad por escrito de los riesgos que toma, pero es inaceptable en el entorno actual. Vivimos con restricciones y limites diferentes de los que prevalecían en el setenta. Es un hecho que lo que se considera políticamente correcto restringe la libertad artística. Por ello, la muestra que analizamos de seguido es el resultado de un compromiso de la artista para preservar su legado en un género que nunca pretendió perdurar.
El legado de lo efímero
La reciente retrospectiva en la Academia Real de Londres estuvo dirigida a una audiencia que mira más que experimenta. En la primera sala, proyectados en la pared, se mostraron 74 vídeos, cada uno de los cuales muestra a un miembro del público sentado frente a Marina Abramović durante su performance “El artista está presente” en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en el 2010. Algunas de estas caras eran reconocibles y su inclusión nos recuerda la feliz convivencia de Abramović con las celebridades.
Son 74 rostros (famosos y no) que lloran o sonríen; incluso en aquellos con expresiones más vacías, hay una sensación general de que algo inexpresable está emergiendo en ellos. Están reaccionando a algo. Algo tan básico quizás como ser mirados y aceptados completamente tal como son. Algo bastante primario. La forma en que debería mirarte la madre ideal. Se proyectan sobre ella, queriendo intensidad; al no encontrar ningún juicio a cambio, nada de qué avergonzarse, descubren que vinieron a llorar.
Frente a ellos, en la pared opuesta, hay 74 vídeos de Abramović mientras miraba a cada participante. Estos son menos hipnóticos por su uniformidad, ya que el único factor cambiable es el color de su jersey de cuello alto y sus ojos parpadeantes; tu ojo sigue sus parpadeos mientras se ondulan sobre la pared.
Sus preguntas, son las que han acompañado su práctica desde sus primeras versiones: ¿qué es lo que me harás?, ¿qué es lo que quieres mostrarme? Puedo soportarlo todo. Entonces dime, ¿para qué estás aquí?
La siguiente sala está dedicada a “Ritmo 0”, una representación de seis horas de duración que se estrenó por primera vez en el Studio Morra de Nápoles en 1974. (Estas son las instrucciones de Abramović que acompañaban a la pieza original: "Hay 72 objetos sobre la mesa que los miembros de la audiencia pueden usar conmigo como se desee. Yo soy el objeto de la actuación. Durante este período asumo toda la responsabilidad.”)
Se desplegaron en una mesa contigua algunos de los objetos que Abramović dejó para que su audiencia hiciera lo que quisieran. Un ejemplar del periódico italiano Corriere della Sera, tres pares de tijeras, campana, sombrero, medalla, rosa, pistola. Siete cuchillos brillantes. Un hacha más larga que mi brazo. Una sierra tan ancha como mi muslo.
En las paredes se proyectan 69 diapositivas de la actuación. Estos muestran el entusiasmo de la multitud de artistas jóvenes que la rodeaban. Su cuerpo desnudo está cubierto de escritos. La gente se ríe y pones sus dedos sobre su boca. Está encadenada y rodeada de hombres que tienen las manos en los bolsillos. El vientre de un hombre sujeto por su cinturón. Las diapositivas son realmente incriminatorias.
El texto adjunto señala que cuando terminó la actuación y Abramović se movió por su propia voluntad, el público “huyó”. Aquí no se recuerda a las personas que la protegieron cuando un hombre le apuntó con un arma cargada a la clavícula. Tampoco se nos dice que, como expresó Abramović en sus memorias Caminando a través de paredes (2016), “las mujeres en la galería les decían a los hombres qué hacerme, en lugar de hacerlo ellas mismas”.
No olvidemos, sin embargo, que se trata de una visión de la audiencia de la artista: forzando sus proyecciones sobre ella físicamente, asustados por lo que podrían hacerle, asustados por la rapidez con la que la moral social se desmorona y el plano seguro de la psique humana puede traicionar su loca fragilidad cuando vemos el cuerpo como un objeto. Permite una mirada también a un público muy concreto y a un tiempo y lugar concretos: el sur católico de Italia de los años 70, cargado de una sexualidad que algunos vinculan al “complejo de virgen/puta”.
Esta visión de un público diferente se repite en las galerías de la Real Academia con una repetición de “Imponderabilia” (presentada por primera vez en la Galleria Communale d'Arte Moderna, Bolonia, 1977) en la que Abramović y su entonces compañero Ulay estaban desnudos, uno frente al otro, para obligar a que los miembros del público pasaran entre ellos rozándolos.
En la puesta en escena de esta obra en Londres por parte de dos de los 38 artistas de performance involucrados en la retrospectiva y “capacitados en el método Marina Abramović”, queda claro cuán estrecha es y era la entrada, es imposible caminar a través de ella sin tocar los cuerpos desnudos. (Un guardia y un hombre con una bata blanca de laboratorio están cerca por cualquier emergencia.) Abramović originalmente acompañó este trabajo con un texto que decía: “La importancia primordial de los imponderables que determinan la conducta humana”.
Al lado de la recreación actual de “Imponderabilia” hay un vídeo del montaje original. En la pantalla se puede ver a las personas de 1977 mientras pasan entre Abramović y Ulay, junto a las personas que pasan hoy por sus sustitutos. La palabra para describir cómo se movía el público en 1977 es: bruscamente. Hoy en día, se nos invita a un autoexamen dentro de una zona de comodidad.
No debe extrañar que algunos visitantes más jóvenes dieran la vuelta a la obra (una opción), en lugar de penetrar a través de ella. Esto no es, como dijo un crítico, “hacer trampa”. Es más bien un claro indicador de los cambios generacionales que ha experimentado la audiencia. Las nuevas han sido despojadas de las preguntas de las generaciones precedentes que ahora lucen disipadas en el aire.
Una vez que hemos recorrido (o rodeado) “Imponderabilia”, la retrospectiva comparte una visión contrastando las audiencias que en el pasado experimentaron la obra con respecto a la audiencia actual. Hay también reposiciones de “Desnudo con esqueleto” (2005) y “La casa con vista al mar” (2002) y una sala de trabajo tallada en cristales que evocan la “nueva era” con sus piedras "de gran energía geológica y humana" (un tema que se aprovechó en la tienda de regalos de la galería). Se trata de Objetos Transitorios de Uso Humano.
En su instalación “Dragón negro” (1990) puedes recostarte sobre tres almohadas minerales, una para la cabeza, otra para el corazón y otra para el sexo. (El cuarzo negro y el ágata marrón de estas esculturas parecen repetirse satisfactoriamente en las antiguas puertas de la Real Academia).
La sala final está preparada para “La casa con vista al mar", donde las artistas de performance Elke Luyten, Kira O'Reilly y Amanda Coogan pasaron 12 días cada una cuando tuvo lugar la retrospectiva.
La propuesta tiene un significado un tanto vacío actualmente, con respecto a cuando se presentó en Nueva York después de los ataques terroristas contra las torres gemelas. Ver a la artista tomando solo agua por doce días lo convirtió en una vigilia.
En la siguiente sala ingresamos al dominio de la artista con nuestros teléfonos con sus cámaras intrusivas y semiocultas. Dos guardias de seguridad han entrado antes para discutir la cinta gris que delimitaba un determinado espacio en el suelo mientras la gente esperaba pacientemente. Al final, estuvieron presentes no menos de seis guardias y personal de la galería. Entonces, ingresaron un hombre y una mujer, vestidos con batas blancas de laboratorio. Ella se quitó la bata y subió desnuda por una escalera hasta un asiento de bicicleta suspendido en lo alto de la pared. Reordenó su pubis y, cuando estuvo centrado, soltó las piernas en puntas y le quitaron la escalera.
Esto es “Luminosidad” (1997/2023). La luz sobre ella es asombrosamente brillante. Los guardias mueven su mirada entre la multitud, expertamente, mirando a la gente a los ojos; nadie se saldría con la suya con una foto o acercándose demasiado. Han desplegado una protección que Abramović nunca tuvo. Y este era su deseo declarado: que los artistas del performance que ocuparan su lugar fueran bien atendidos.
Inevitable olvido
Una de las reflexiones que deja la muestra en su vano esfuerzo por replicar el aporte seminal de Abramović al performance es el cambio en las actitudes generales de la audiencia contemporánea. Se puede argumentar sin temor a error que los espectadores se han desensibilizado al acostumbrarse a vivir en una cultura donde la violencia y la crueldad se despliega multimedialmente. De hecho, para conectarse con su retrospectiva uno debe aceptar lo efímero de su producción para empezar contextualizarla.
Estamos ante una paradoja advertida ya por creadores de obras efímeras como Robert Smithson para quien la entropía en el arte expresa el grado de desorden o deterioro de un sistema o una sociedad. Para él la continuidad en el arte lo vuelve estático y simplificado como en el minimalismo.
En el fondo enfrentamos la profunda contradicción de un género en las artes visuales afirmado en su finitud y temporalidad, como ha pasado con el land art del que fue pionero Smithson, que no puede mantener momentum en la memoria sin el registro documental fotográfico y audiovisual.
Y, sin embargo, pioneras como Abramović se desviven por resistir creando un legado basado en lo efímero. Una hipótesis que podría explicar la paradoja reside en su profunda necesidad existencial de exponer su vergüenza para encontrar simpatía y una elusiva sanidad mediante la autoflagelación pública con fines comerciales.
Aun aceptando la premisa de que esta expresión puede entrañar algún tipo de valor crítico para la audiencia, como, por ejemplo, explorar la libertad o la sanidad individual, la verdad es que su efecto claramente no es duradero ni profundo para una audiencia que busca más entretenimiento que transformación. Viene al caso su más reciente biografía donde ama citar a su colega y pionero en la performance Yves Klein: “Mis pinturas son las cenizas de mi arte”, pero seamos francos, sin legado no hay notoriedad, y sin esta no hay dinero.
No es que no sea consciente de ello, por ello en una entrevista en la BBC en el 2023 confesó respecto a la retrospectiva en Londres que “es realmente difícil hacer una obra presentable de una manera que no luzca anticuada. Algunos de los trabajos tienen la energía para sobrevivir el tiempo. Siempre he estado interesada en la documentación y como presentar el trabajo para un futuro cuando ya no esté aquí o nada quede”.
Parte del problema consiste en que es imposible para ella presentar nuevas obras sin su nombre unido a ellas. Por eso, la performance, al depender tanto de la presencia de su creador, se convierte en un obstáculo para su longevidad. No hay concepto o valores estéticos que sobrevivan a la firma de autoría. La resiliencia del arte de Abramović comienza y termina con ella misma por su carácter autobiográfico.
A sus 77 años, su memoria y sus cicatrices físicas cuentan una historia de 50 años de creación ante un público inconsistente y a menudo indiferente que vive más para el momento de un selfie con una celebridad que como todas pronto dejará de ser.
En su ya citada biografía dice que cuando muera habrá tres tumbas en tres países diferentes y nadie sabrá cuál marca el lugar de descanso de su cuerpo. No creo que haya muchos “tours” interesados en programar visitas con semejante grado de incertidumbre. Nadie toma riesgos hoy en día como en el setenta.
Deseo compartir finalmente la impresión que me causó ver a la mujer que tomó el lugar de Abramović en la recreación de la performance “Luminosidad”: primero, un temor por su bienestar, pero luego, ver en su rostro una especie de poder que no tenía que ver con la sumisión, si no, más bien, con un reflejo de una fuerza eterna y natural expresada a través de su frágil desnudez. Puedo estar equivocado ya que no son pocos los que consideran esto un retroceso cultural, como la crítica inglesa Laura Cumming para quien “es una pena que la humanidad haya pasado por seis millones de años de evolución, y esfuerzo como civilización para llegar a esto” (The Guardian).
Pero la prueba a la que se sometió la intérprete por 30 minutos, delante del público, sosteniéndose dolorosamente en parte por su vulva, con los brazos y piernas extendidas, es el equivalente contemporáneo de presenciar superficialmente a un Cristo. El artista no está presente, pero tal vez sí en todas partes a través del dolor frívolamente autoinfligido. Tal vez esa sea la marca de su verdadero legado tras medio siglo como performista.