El desasosiego que sobrelleva el ser humano ante la imposibilidad de entender si existe algún tipo de consciencia, vida, cambio, mutación o transformación después de la muerte le ha suscitado de forma constante un acercamiento hacia múltiples creencias. El valor que el arte ha adquirido en este trayecto o búsqueda espiritual en diferentes regiones, o bien ante la polivalencia cultural, nos revela sin distinción la escogencia del lenguaje artístico como el principal canal compatible con la dimensión incorpórea; este es el que escudriña a partir de las creaciones la expansión de nuestra realidad con las diversas rutas que convergen en la instintiva existencia del más allá…

Las pinturas sobre superficies rocosas del denominado arte rupestre en el continente europeo, las cuales nos anteceden unos cincuenta mil años, muestran que aquí la subsistencia física conectaba con la apariencia y las formas pictóricas de la fauna circundante. La fascinación mágica atribuiría cierto poder a las manos de los artistas, ya que de estas surgirían las representaciones que facilitarían la caza. Una energía colectiva se desprendía allí con tanta fe, que nos lleva hoy a encontrar los vestigios de que todos los grupos humanos cuya dinámica alimenticia perteneciera a la caza y recolección de frutos recurrían a este tipo de manifestación artística en una perspectiva sobrenatural.

Son conocidas las formaciones mitológicas que han sustentado a grandes civilizaciones por miles de años en los cinco continentes. El ser humano, ávido de interpretar las complejidades del destino y esclarecer las razones de los deseos, emociones, pensamientos y actos de los mortales, profundiza en su imaginación hasta lograr aflorar una cosmovisión propia, de otredad. Tal capacidad imaginativa adquiere a su vez la necesidad de albergar un efecto palpable, he aquí donde aparece la función artística, aunque habría una percepción heterogénea del oficio creativo, dado a que no todas las culturas atendían al mismo concepto de la palabra “arte”.

En la actualidad, apreciar en retrospectiva la simbología que envuelve el pensamiento en las diversas regiones nos lleva a valorar la impresión de “lo bello”, lo cual define otra arista, que proviene dentro del reflejo del término “arte”: el encuentro con las distintas inventivas nos pone a juzgar desde el presente dichas representaciones, bajo el filtro de lo que conocemos como “estético”, manteniendo así algunos cánones preestablecidos.

En realidad, la palabra “estética”, relacionada directamente con las creaciones artísticas, aparecería hasta mediados del siglo XVIII, introducida por primera vez en los preceptos del filósofo alemán Alexander Baumgarten. Sin embargo, el valor de “lo bello” o “lo ideal” serían ingredientes que se perciben con un sentido peculiar en dependencia de las circunstancias, contextos y funciones donde aparece el “arte” en cada cosmogonía.

Desde la civilización sumeria, una de las más antiguas, se visualiza una tendencia que destaca la proliferación de trabajos escultóricos, donde se enmarcaban aspectos de la cotidianidad, pero también se dejaba un buen lugar al espectro divino representado en la escultura de relieve. Si bien las creaciones sumerias no centraban sus obras en uniformidad al plano religioso, podemos ver que las características de “lo bello” en la forma escultural humana partían del gusto por lo anguloso, por representaciones abultadas y de baja estatura, de tal manera que aquí el lenguaje estético cabría solo a partir de aquella particular percepción.

Por su parte, en el antiguo Egipto, cuyos primeros gobernantes llevaban consigo a todo su séquito al momento su fallecimiento, se sabía que, ante tal circunstancia, la cantidad de esclavos dispuestos a la inmolación eran numerosos. La creencia radicaba en que dichos siervos debían acompañar a su amo para poder seguir sirviéndole en su encuentro con los dioses. Con el tiempo, los centenares de personas sometidas al sacrificio serían sustituidas por estatuas de diversos tamaños. Este tipo de faena escultórica no perseguía una mirada de espectadores externos, tampoco un sentido o finalidad meramente artística por parte de sus hacedores, sino que pretendía un efecto práctico destinado a la última ceremonia concebida en la intimidad del supremo gobernante y la representación de sus fieles servidores.

Un vasto horizonte creativo

En este sentido, al examinar la historia del ejercicio creativo y su relación con lo divino o escatológico, se puede medir el aspecto relativo que tiene “la belleza” dentro de este, además de sus múltiples funciones o intenciones, las cuales a veces no serían concebidas con premeditación hacia lo que hoy captamos como “arte”.

Así encontramos en los murales de Bonampak, desplegados en tres cámaras de aquella ancestral ciudad maya, ciertos valores de tal cosmogonía que traspasaban el concepto o la intención de lo que hoy llamamos arte, y que propondrían ellos como un lenguaje de interacción astronómica. Se encuentran, además de los monumentos conmemorativos, piedras labradas y dinteles o partes superiores de entradas, ciertas pinturas orientadas hacia el noroeste, cuyo sentido registra los equinoccios de primavera y otoño; las bóvedas albergan los rayos matinales que logran penetrar el edificio desde los primeros días de abril, hasta los inicios de septiembre.

Las paredes cargadas de imágenes mayas reflejan la persistencia de soles y lunas en las tres habitaciones. En la segunda sala, se expresan de forma gráfica las constelaciones y otros cuerpos celestes dentro de cuatro medallones; en esta misma se señala una fecha en correspondencia a agosto del año 792: momento en que el planeta Venus se interpuso entre el Sol y la Tierra, definiendo en este evento las escenas de guerra sobre el lienzo rocoso.

Las posiciones en las cuales eran colocadas las representaciones humanas también adquirían un sentido, dejando las imágenes frontales para los altos personajes, las figuras de perfil para un segundo orden jerárquico y una locación minimizada para los cautivos. Dentro de aquella narrativa iconográfica la fauna mantenía una elocuente función, relacionándose esta con abundancia y poder.

Al realizar un giro hacia las creaciones de la antigua Grecia, reconocidas por su gran influjo cultural hacia el hemisferio occidental, se distingue una revolución donde el objeto artístico, aún hierático y cargado de mitología, busca resplandecer a través de un ideal de belleza explorando el placer contemplativo a la vez que pulimenta su perfección.

Dentro de este vasto horizonte creativo que aflora desde el denominado período clásico griego, podríamos remitirnos hacia épocas posteriores, encontrándonos con “el altar de Zeus” en el Museo de Pérgamo, una monumental obra arquitectónica cuyas esculturas de relieve fungen como baluarte de la expansión del barroco helenístico. Aquí, las representaciones de dioses y sus interacciones con personajes humanos expresan cómo de forma paulatina se había profundizado hacia un camino donde la realidad del arte se sostenía únicamente con el peso y el ideal de belleza.

De esta manera, más próximos a nuestra era, las dinámicas de relación con lo divino bajo apariencias artísticas son perceptibles en el transcurso medieval, con representaciones de carácter monoteísta; una característica que permanecería además en una buena parte de la sección del arte renacentista, cuyo auge se apoyaría sobre las facultades estéticas de las creaciones griegas, abandonadas anteriormente por el imaginario clerical del medievo. El predominio de la creencia monoteísta bíblica en occidente retomaría además el ideal de belleza grecolatino permitiendo que el “grueso” de las expresiones creativas ajusten estos cánones atendiendo a episodios del relato bíblico.

En este punto podríamos evaluar que en la constante interacción que el ser humano emprende hacia las divinidades y el plano escatológico ha sido el arte el que ha asumido una ruta omnipresente basada en la sustitución de códigos, representaciones y funciones.

Las creencias milenarias que exponen un universo de simbologías, de las cuales aquí tomamos una breve muestra, habrían de narrarnos cómo se desprende la prolífera creatividad desde el imaginario colectivo en los distintos grupos sociales. No obstante, podemos destacar que el acervo artístico occidental que llega hasta nuestros días, y que hoy se vincula a una función placentera, habría de mantener una afluencia creativa de un legado sustentado en la mitología cristiana y las formas clásicas renacentistas. En otro orden, es notable además en nuestra coyuntura el punto de inflexión que surge en el denominado “arte contemporáneo”, donde la estética de la forma es desplazada por el efecto de la idea, despejando nuevas puertas ante un mundo que se fragmenta en múltiples verdades y el veleidoso espacio de un reflejo terrenal.