No mando en mi vida –pero mando en el tiempo de mi vida– soy propietario del momento decisivo.
(Rafael Chirbes)
I
La psiquiatra se angustia ante el impacto que su demasiada belleza tiene en los demás y detesta que el deseo se interponga siempre entre ella y mundo. Querría ser invisible a las miradas y a los cuerpos. Querría sentirse más eficiente. Cuando se reúne con sus compañeros de guardia comentan los casos del día y con cierto desprecio hablan de los suicidas fallidos, de cómo la mayoría de los que llegan a urgencias pueden ser salvados. Sin darse cuenta, empieza a fantasear sobre las dosis letales que ella usaría y bromea con sus colegas. Compiten sobre quién idea el cóctel de fármacos más placentero o más rápido o más infalible o más difícil de detectar en una posible autopsia. Pero intuye que esa soberbia es tóxica, que en sus pequeños cónclaves se sienten dueños y tiranos de aquellos cerebros delirantes que les llegan desolados y que quizás son ellos mismos los que confunden la salvación con la condena. Cuando se queda sola, sabe que algo la asquea.
Es esencialmente compasiva. Aún así, la fantasía letal continua porque se descubre pensando obsesivamente en dosis, en efectos, en procedimientos y en coartadas.
Y aparece el recuerdo decisivo. La tarde en la que encontró a su padre tumbado en el sofá y demasiado dormido. Se había tomado la dosis exacta para alcanzar un confortable estado de coma y a ella le tocó conseguir la morfina suficiente para ayudarle a cumplir su deseo, mientras trataba de ocultarle a su madre la realidad del suicidio.
Respetar a su padre rematándolo.
II
Una mujer embarazada de ocho meses cuida a su padre moribundo en el hospital. Lo vela noches y noches. Solo abandona la cuarta planta para ir a la segunda, donde su ginecólogo la examina. Ese médico a la antigua no está preocupado, piensa que el ser humano puede con todo. El padre no quiere morir y ella se resiste a la idea de que el tiempo juntos se acaba. A veces piensa que cambiaría la vida de su hija por la de él. A veces piensa que se quiere morir también. A veces piensa que no va a soportar tanto dolor. Ve como él, con cierta serenidad, se va despidiendo, lo va dejando todo colocado. Hablan del testamento, de la boda de la hermana que sigue soltera, de quién ganará las próximas elecciones. Hablan de todo pero no son capaces de ponerle nombre a la niña que va a nacer. Es como si pensaran que una vez decidido eso, la muerte se abalanzaría sobre ellos.
Cuando su padre deja de respirar, justo en ese momento, ella escucha: Nora, la niña se llamará Nora.
III
Juegan con la idea de que son ciber-novios. Cada uno desde su vida, a miles de kilómetros de distancia, mantiene la cita diaria frente a la pantalla. Del cortejo al sexo explícito pasando por el acompañamiento solidario, por las correcciones de sus textos, por las anécdotas de sus excéntricas familias. De lo que nunca hablan es de los seres reales que de vez en cuando ocupan sus camas. Tienen códigos sofisticados y elegantes para deslizar esa información sin pronunciar ni una sola palabra sobre ella. Se aman igual y se perdonan esas infidelidades físicas porque saben que no perturban el amor virtual. Ya ni fantasean con conocerse; les excita saber que solo se ven y se tocan a través de la pantalla. Consideran eso lo más real de sus vidas.
Ella solo ha llorado una vez a lo largo de su historia compartida: cuando vio el nombre de él en las primeras pruebas de la editorial de culto. El nombre de él en una cubierta de Gallimard.
IV
Si, lo añoraba de manera imprevista y siempre dolorosa, trataba de no olvidar lo más secreto de él. Todo aquello que no se aprehendía en las fotos. En las que guardaba de esos pocos días juntos en Cracovia y en las que cada cierto tiempo aparecían en los periódicos. Era el mismo pero cada vez más cansado y ojeroso, quizás hinchado. Su idea obsesiva era no perder todo aquello que fue solo para ella; sus guiños, sus susurros, sus gemidos, su graciosa manera miope de mirar. Todo eso que tenía grabado en la retina y en las manos.
Hasta que se dio cuenta de que lo más significativo de todas las horas en común había sido una pregunta recurrente: qué estás pensando, dime qué estás pensando.
V
Es ya un escritor de éxito. Lo que siempre quiso ser, aquello a lo que aspiró sin tregua en los años de pseudoexilio y de trabajos aborrecidos. Pasaba frío cuando en Berlín solo tenía un abrigo de paño viejo y de otra talla. Pasaba penalidades estéticas cuando vivía en pisos compartidos horrorosos y solo podía ir a cine dos veces al mes. Trabajó duro para ser escritor, tanto como para perder cosas importantes por el camino, tanto como para que en el juicio de divorcio su esposa no le acusara de infiel o mujeriego sino de obsesivo. En vez de esgrimir fotos con amantes, desconsolada, enseñaba cartas de amor en las que él hablaba de su literatura y del enamoramiento ficcional más que de ellos mismos y de su proyecto juntos. Ahora resulta respetable por esa apariencia suya en la que no acaba de creerse el personaje y se reconoce, con gracia, un poco impostor. El hombre que solo sabe contar sus realidades atroces pero no las ficciones.
En estos días está de gira por Francia, donde un libro suyo ha vendido miles de ejemplares y los franceses lo consideran ya parte del club. Dice sentirse feliz y abrumado. Como siempre, lo sigo con devoción hasta que recibo un correo electrónico que dice: Empiezo a estar cansado de tanto foie.
VI
Ese niño que creció sin padre, que lo buscó en la adolescencia y del que tuvo que escuchar un tú no eres mi hijo y no volveré a verte nunca, sólo se dio cuenta de lo que había sufrido cuando empezó a escribir una novela sobre su increíble historia. O quizás solo sufrió en ese momento, cuando la soberbia de contar le hacía convertir la realidad en ficción y esa ficción, de repente, escocía.
VII
Es muy extraño que una mujer llame a su hija Melibea y se suicide dejándola casi niña. ¿No es extraño?
VIII
Un expediente secreto aparece y llena el silencio de treinta y cinco años. Contesta a las preguntas obsesivas de miles de noches en vela. Tres mujeres que ya son abuelas descubren por fin qué pasó con sus padres, qué hicieron con ellos los milicos que se los llevaron. Dónde pasaron su cautiverio, a qué torturas fueron sometidos y cómo no se dieron cuanta de que iban a morir cuando los montaron en ese avión. Saben también que permanecieron juntos todo el tiempo. En el documento también se detalla cómo los jóvenes asaltantes robaron toda la ropita de bebé que Susana había comprado con mimo para el suyo y que su madre había almidonado.
Mientras me cuenta todo, con serenidad, solo rompe a llorar al recrear la idea de que otros niños hubieran sido vestidos con esos pijamas que goteaban sangre.
IX
La novia llega a su propia boda con tres cuartos de hora de antelación y el padrino ha olvidado los anillos. Esperan en un descampado inhóspito cercano a la iglesia para cumplir con las tradiciones. Es entonces cuando ella recuerda la señal de tráfico que una vez vio en una carretera perdida de México: “Las señales salvan vidas. No las destruyas”. Entonces decide.
X
Su madre eligió a toda costa que él naciera, a pesar de que ambos tenían todas las circunstancias en contra. Tiempo, espacio, religión, color. Lo crio especial, lo amó especial, lo educó especial y él aprovechó todas esas ventajas para convertirse en un adulto excesivo y verdaderamente talentoso. Fue todo lo contrario de lo que, por lógica, hubiera debido ser. Fue incluso guapo. En la cotidianeidad de la vida de ellos dos, tan excéntrica, tan diferente, no vio raro que su madre le pidiera descansar, al morir, en en el Estado de Israel. El judaísmo ortodoxo de su familia paterna les había llenado la vida de tabúes y de desprecios y ella, católica convencida y practicante, pedía descansar en un cementerio sionista al otro lado del planeta. Así era la justicia poética de su madre y él la aplaudía siempre. Después supo que el delirio materno iba a ser también una gran aventura pues la legislación prohíbe expresamente introducir cenizas de difuntos en ese país con tantas normas. Cuando ella murió, colocó el botecito con su mamá en el estudio, y lo iba poniendo al lado de Proust, de pronto con Gogol, a ratos con Paul Auster, nunca cerca de la Pizarnik. Poco tiempo después le ofrecieron un buen negocio por una suma muy considerable y lo rechazó argumentando que ya tenía demasiada plata (también poseía el adorable talento de saber decir no).
Hasta que le dijeron a qué país debía llevar aquellas cositas y entonces sonrió mirando a mami.
XI
David se suicidó aunque no era un suicida. Si de alguna manera se salía de la cordura así catalogada era por sus excesos: por su querer vivir frenético, exquisito y selectivo. Su psiquiatra no ponía nombre a esa patología porque creía en su lucidez y en que quizás los enfermos eran casi todos los que le rodeaban y no él. Aquella mañana se confabularon varias circunstancias trágicas -el chico dandi se despertó involuntariamente rodeado de excrementos, había ruido, todo parecía feo y cotidiano- que le hicieron elegir con desgana y sin ninguna pasión el camino por el que nunca había pensado ir.
Nadie se ha explicado la gran paradoja de que en el único momento en el que no fue él –abandonó su ira y su pasión-, precisamente dejara de existir.
XII
Nunca había tenido una casa desde la que se viera llegar a la gente y también marcharse. Hasta este apartamento que era tirando a oscuro pero tenía esa gran ventaja. Disponía de una ventana pequeña que daba al caminito de entrada al edificio y por eso podía espiarlo de madrugada cuando se iba, después de un beso breve. Y podía verlo caminar lento, podía intuir su melancolía y había un ángulo mínimo, que duraba apenas segundos, en el que llegaba a ver su gesto. Era una especie de rutina. Mirar cómo se iba. Aceptar que cada una de esas noches él se sentía aliviado sabiendo que se estaba librando de un gran amor. Adivinar que respiraba hondo. Intuir que reprimía las lágrimas que ya le ahogaban. Observar cómo, quejosamente, sacaba el móvil de su bolsillo para comprobar si había mensajes o llamadas de su mujer.
XIII
Celebrábamos tu cuarenta cumpleaños en un restaurante acogedor y yo, ronroneante, te preguntaba qué querías hacer en los próximos cuarenta. Sin esperar una respuesta cursi porque tu ironía fue siempre el mecanismo que activaba mi punto G. Jugando al simulacro y jugando a la fe habíamos sabido mantener una felicidad muy real. Pero sonó tu teléfono móvil y al otro lado, entre los alaridos ininteligibles, pudimos hilar la idea atroz de que tu hermano se acababa de tirar desde la azotea de su apartamento de Nueva York. Horas después de ganar el premio literario que siempre quiso tener y –según explicó después la policía- cogiendo carrerilla para tomar impulso al lanzarse.
Impulso para volar, por fin.
XIV
La estudiante norteamericana, fascinada con sus estudios de español en Princeton, buscaba la tumba de la viuda de Valle Inclán en el cementerio de Cambados. Por casualidad encontró también la de uno de los hijos. Disfrutaba de sus hallazgos y de lo pintoresco del lugar. Recordaba el desparpajo juguetón del escritor. Galicia mágica, pensaba. Qué belleza. Hasta que encontró una tumba anónima que la sacó de sus ensoñaciones literarias y la aterrizó en la realidad rural de ese lugar en el fin de la tierra. En la lápida figuraba el nombre de dos hermanos que se llamaban igual, estaban enterrados juntos y murieron jóvenes: uno a los dos meses, el otro a los veintiún años. Uno, bautizado, el otro, sin bautizar, ante cuyo nombre figuraba una estrella en lugar de una cruz.
Entonces, entendió a su autor gallego favorito y por qué había llegado hasta él.
XV
El pintor más brillante (y más cotizado) de su generación tiene un hijo diagnosticado de esquizofrenia. Es capaz de regalarnos las pinceladas exactas pero jamás pudo disfrutar con ese niño que era, en realidad, tan distinto a los demás como él mismo. La mirada que supo emocionar a toda una generación con sus paisajes desolados no le permitió, casi nunca, comunicarse con su único hijo, que fue creciendo y un día pudo poner palabras a su dolor.
Reconoció dos cosas: que detestaba las inauguraciones porque en ellas veía al padre sonriente y feliz que nunca veía en casa y que sus intentos de suicidio eran la única manera de que le abrazara con desesperación y le dijera hijo, no te vayas.
XVI
Una familia de la rancia aristocracia británica deja a la mayor de sus hijas en un internado de Fez desde que tiene tres años. Mucho después sabrán que era la única niña que lloraba todas las mañanas y todas las noches hasta que cumplió los dieciocho. La madre murió con el secreto que explicaba un drama tan absurdo.
XVII
No hay sentimientos o pasión en sus libros. Hay juegos de ingenio, círculos de farsantes, trampas al lector, numerología, aritmética musical infalible. Hay un gran pulso fabulador y una intuición literaria fuera de lo común. Es un erudito contumaz, seduce a todo aquel que lo conoce.
Un buen día aparece muerto. Sus amigos más íntimos descubren, perplejos, que es un impostor absoluto (sí, absoluto) Pasarán años hasta que alguno de ellos pueda y sepa contarlo en una novela que será aplaudida por la crítica como un prodigio de inventiva.
XVIII
Poeta reconocida y premiada. Feminista militante. Exitosa para lo que los estándares entienden por exitosa en la pequeña y miserable pandilla de groupies culturales de este país ensimismado. Elige vivir atrapada en un amor no correspondido. Hablamos por teléfono, noto algo de claustrofobia en su voz. Hace un calor insoportable y le propongo una copa a última hora, creyéndome salvadora y buena amiga, ejerciendo nuestra tan cacareada sororidad. Nos encontramos y ella me increpa: déjame la libertad de elegir dolor y deseo.
El momento decisivo, apareció por primera vez, en una versión similar, en el libro "Lo contrario de mirar", publicado en Sitara, 2019
Ana Pellicer