Montevideo, 2 febrero de 1997.
Consíguete una buena compañía para ver las estrellas.
(Acción Poética Uruguay, Muros de la Rambla, Playa de Malvín)
El incendio de los atardeceres en la playa de Pocitos aumentaba el calor en verano. La ciudad se relajaba, permitía una tregua antes de echarse a dormir. Desconocía que aquellas dos pequeñas embarcaciones devueltas por el mar tenían que ver con la víspera de la celebración de Iemayá. Una había quedado enquistada en la arena, la otra vuelta del revés permanecía varada. Entonces reparó en el atuendo blanco de las paseantes, los pañuelos y collares de cuentas con los que iban ataviadas. Era una noche calurosa y el agua le parecía cada vez más densa, como el chocolate a la taza. Una sacerdotisa le informó que los ritos en honor a la orishá africana iban a iniciarse en pocos minutos; era el día más esperado por la comunidad afrodescendiente de Uruguay. La santera se ofreció para resolver sus males del alma y le explicó que si sus deseos estaban relacionados con el amor corría el riesgo de que la mujer del mar se lo llevara. Se quedó pensativo unos instantes. Esa era una certeza que le pesó en la garganta: cruzaría el Atlántico algún día, sería arrastrado por Iemayá. Volvió a las palabras de la señora, que seguía hablando de asuntos más profanos: de trabajo, de dinero...
El oleaje le atrajo sin remedio a un estado frágil, donde sintió la consecuencia de una trama compleja de instantes. Algunas personas habían empezado a meterse vestidas en el mar para entregar sus ofrendas. Allí estaban las raíces. Pese al paso del tiempo y el cambio de geografías, aquellos ritos pervivían, como la música y los ritmos que volvían para recordar historias tristes de personas libres que de la noche a la mañana pasaban a ser esclavas. Encerradas y esposadas en barcos donde cada día era igual al otro, la única resistencia a la muerte venía del tarareo de esas canciones que les hablaban del pueblo de donde procedían. La sacerdotisa le contó que su abuelo entonaba una de esas canciones en recuerdo de sus antecesores angoleños. Le gustaba hacerlo cuando prendían el fuego y su voz le parecía que venía de un mundo muy lejano y desconocido. Doce millones de personas habían sido llevadas a la fuerza desde África a América Latina y el Caribe durante tres siglos y medio. Esa explotación, como todavía Ramón escuchaba en algunos ambientes, había «dinamizado la economía». De ello se beneficiaban comerciantes involucrados y también el erario que imponía el pago de derechos de introducción. La santera le contó que la población africana esclavizada tenía prohibidas las manifestaciones religiosas entre otras cosas porque volver a sus raíces les devolvía la esperanza y la rebeldía, llamaba a la insubordinación. Creyesen o no creyesen, quienes llenaban la playa manifestaban lo que tuvo que quedar camuflado mucho tiempo tras imágenes de santos católicos.
Ramón pensó en el valor que cada una de esas experiencias le propiciaba. Sus pérdidas y ganancias del presente eran desafiadas por esas historias trágicas. Teresa le había dicho que no volvería y tampoco dejaría que Rodrigo regresara a Uruguay. Ya había encontrado un colegio donde matricularlo en Madrid. Su soledad acogía la magia de la noche de verano en la playa, se mecía en las embarcaciones preparadas para las ofrendas. Pero también sabía que, en cuestión de meses, tal vez de un par de años más, todo ese mundo sería reducido a fotografías que guardaría en sobres olvidados, a pequeñas figuritas que quedarían expuestas al polvo. Acabaría desvinculándose de muchas de las cosas que ocurrían a este lado del mundo, de los lugares, de la gente. También de Helena, aunque ahora la necesitara para respirar. Lo que en otros momentos le pareció complejo se desvanecía, con esa perspectiva, en planos simples. Al fin y al cabo, la playa era arena, el mar solo agua. Los umbandistas introducían barcas llenas de frutas, velas, enseres de tocador, telas… Luchaban con el oleaje para que fueran tragadas, sin poder impedir que muchas volviesen y hubiera que empezar de nuevo, adentrarse en el mar y esperar hasta ser atraídas a sus entrañas. Solo así podría recibir el mensaje Iemayá. Las danzas y los cantos acompañaban sus reflexiones. Su relación de pareja se había roto y ese no era el mejor momento para sobreentendidos. Necesitaba tiempo. Helena estaba lejos, lo llamaba por teléfono para saber cómo andaba, pero le hubiese gustado que alguna vez verbalizara que lo echaba de menos. Tampoco le decía lo contrario, inserta de continuo en un doble lenguaje, genérico y absurdo. Ramón anhelaba que toda aquella situación le pusiera a prueba, le dejara sin respiración, le arrancara todos los conocimientos asentados, los sentimientos que volvían a repasarse para confirmar lo sabido. De repente se daba cuenta de que quería más de la vida: que le siguiese sorprendiendo, que inventase un dilema para cada día, que lo desnudara para sentir la brisa, el viento, la tempestad.
No sabía por qué después de todo ese despliegue de ritmos y colores en la celebración de Iemayá percibía ese olor a podrido. Un olor como de algas olvidadas por días en la orilla del mar, abrazando cuerpos descompuestos de peces sin brillo. Allí quedaron todos los pedidos de suerte y felicidad. Una mezcla de perfumes y miel, de agua de río y monedas. Había desaparecido la voz de los cantantes: «Eee llumbá, eee llumbá…» En sus oídos afloraba la melodía que tienen los finales. También las palmas cadenciosas y la percusión se habían detenido para dar paso al sonido de instrumentos de viento. Mantuvo los pies fijos en el piso por miedo a las alturas. Ya no había marcha atrás. Uno podía recorrer los pasillos de esa casa de un lado para otro, pero era imposible salir del cuerpo habitado. Conocía todos los matices de su cara, los lugares donde las canas rebrotaban. Conocía la forma en que caminaba, la manera en que esquivaba adoquines rotos, la destreza que exhibía a la hora de encaramarse al mobiliario urbano. Su expresión corporal trascendía todas sus articulaciones para hacer partícipe al cosmos. Conocía a qué sonaba su silencio y la parsimonia con la que cebaba la hierba. Conocía su olor, la entonación de su voz. Pocas veces había asido su mano, instantes no más largos que suspiros, pero podía recordar su tacto y, sobre todo, lo que él era capaz de experimentar con su contacto. Ríos de sueños habían fluido en torno a esa cara absurda del amor, que habitaba lugares sin llave, cerrados; o al menos, misteriosos, trenzados de hilos de metal. Siempre buscando algo más, dando menos, achicando el pozo del deseo, removiendo el envoltorio de un regalo imposible. Un lugar donde echar piñas, palos y hojas secas para hacer un fuego que no tardaría en convertirse en ceniza. Había un no lugar donde estar juntos, un puerto vacío donde jugar a lo imposible, un no patio andaluz en el medio de un parque que mira al río, horas encerradas en relojes de arena rotos, teros que vigilaban desde una altura media y ese tacto que había sido el único lugar para posarse y renovar su fe, para ser fénix en medio de un abismo. Entendía que el duelo habría que hacerlo mientras nacía el niño muerto.
Todavía en la playa sintió todo explosionar, aunque después se dio cuenta de que solo estaba amaneciendo. Se había quedado dormido sobre la arena, las velas a su alrededor ya consumidas. Hacía dos meses que Helena había dejado Montevideo y añoró aquel tiempo en el que se agolpaban las visitas, los mates, las palabras, la respiración acompasada de cada quehacer. Pensó en sus manos suaves intentando expresar lo que ya nunca se dirían. Pensó también en la llamada que había recibido de ella hacía dos días. Le había dicho que era la única persona con la que podía compartir ese sentimiento confuso que le había brotado después de reencontrarse en Cabo Polonio con su primer novio, quien tuvo que irse a vivir con sus padres a Canarias, buscando una vida mejor. La relación se rompió abruptamente y siempre lo había recordado con mucho cariño. Ramón quiso creer que Helena no era consciente de lo que a él le ocurría. Quizás solo era un capricho de verano o un mensaje que le lanzaba para que entendiera que su malestar con Hugo no suponía necesariamente que le estuviera dando espacio. Ramón sintió como el corazón se le iba haciendo cachitos, pedazos infinitesimales de un vidrio fino e hiriente que, más que brotar, le congelaban la sangre. Había puesto algo de carne en el asador, señales inequívocas de que estaba allí, pero esas confesiones llegaban para arañar todos los huecos de su intestino. Tantas fantasías se esfumaban, tantas proyecciones quedaban en hologramas, tantos besos deseados se enfrentaban al humo que respiró para mantener la calma. Destrozado y al mismo tiempo feliz por la confianza que ella le profesaba, unido a Helena para muchos años, aunque en segunda fila, detrás del escenario, en una parte oscura donde podrían compartir la vida real de cada cual. Una amistad sin fisuras que no necesitaba de cuidados especiales, solo de algunas caricias. Dejaría el agua correr, como corría el río, dejaría que fluyese y reapareciera en algún lugar. La mansión brillante empezaba a desintegrarse y su salida sería en silencio: bajaría del escenario de puntillas. La fuerza que en otro momento les había hecho coincidir, presuponía que a partir de ese otoño se desharía entre obligaciones y fríos que encerrarían las pasiones entre muros. Una vez desaparecida la ansiedad, el interés por lo desconocido decrecería. Solo quedaba buscar la calma consigo mismo, el tiempo de paz. La seguiría adorando desde un perfil bajo, desde el cariño hermano que ella una vez le confesó. Y cuando Helena regresara se verían cada tanto en esquinas o cafés, irían alargando cada vez más los mates compartidos en la Rambla. Algo le hacía sospechar que nunca más volverían a ese lago con cisnes en un parque lleno de cartuchos.
Respiró otra vez y la imaginó en la noche rochense, el cielo cayéndose por el peso de las estrellas sobre su cabeza, los sonidos de ese atardecer en Valizas, tan lleno de grillos y lobos marinos... Ella debajo de un porche en un ranchito de los que parecen dibujados. El fresco de marzo ya royendo sus pies, erizando el casi inexistente vello de sus brazos. Sin luz eléctrica que estropease la noche. Quería estar allí y abrazarla; se concentró en los círculos de su cintura y la respiración profunda lo transportaron a su lado. ¡Qué tranquilo parecía todo en ese lugar! Había un gusano venenoso cerca de una acacia. Quizás si consiguiera su antídoto, que vomita poco antes de morir, pudiera romper los efectos de su encantamiento propiciado por los ritmos del verano y la desnudez de los cuerpos. Todo pasaría. Pensó en las palmas bicentenarias de butiá y buscó en sus pantalones un trozo de papel para escribir dos frases que nunca le leería.
Así que todo eso era Cabo Polonio a oscuras. Debe de ser lindo y ser sonido.
Le robas un rayo a la luna, solo por si acaso no hay luz algún día.
Continuaba echado en la arena, el cuerpo cubierto de restos erosionados de los seres del mar. Los rastros en la playa al amanecer hablaban de la noche de Iemayá. Rosas, claveles, flores de tela azul, velas semienterradas… Una muñeca Barbie vestida de blanco, trocitos de barcas de corcho que el mar había devuelto, lazos de los colores de la bandera uruguaya, frutas que nadie comería.
Aunque nada tan desolador como ese gallo inmolado, sacrificado a la orilla del mar para la diosa del océano.