Hace tiempo que no me acerco a Milán y qué mejor ocasión que hacerlo con motivo de «La Vorágine», la exposición de Santiago Sierra en la galería Prometeo de Ida Pisani. Así que toca levantarse muy temprano, menos mal que el día empieza en Spicciano sin rastro de niebla. Dejas la cama calentita, como quien no quiere la cosa, aunque resulte inútil; Luce, gato amado, lo ha comprendido todo a la perfección. Te mira severamente y se esconde. Intentas tranquilizarlo, pero no hay manera. Cuando vuelva, tendré que esforzarme para reconquistarlo. Afortunadamente mi hermana Isabel está pasando unos días con nosotros y ya se lo ha ganado.
Isabel es una de mis dos hermanas (la otra es Eliana). Tras vivir durante casi cuarenta años en Venezuela, ha intentado regresar en dos ocasiones a Chile, pero no es fácil volver cuando uno es mayor. Cuando éramos niños, fue ella la que me llevó a ver la película de Woodstock, el macrofestival —al que habrían asistido, según algunas fuentes no del todo fidedignas, cerca de un millón de jóvenes— celebrado en agosto de 1969 en Bethel, pequeña ciudad norteamericana del estado de Nueva York, en el que participaron 32 famosísimos artistas y bandas. Yo era todavía un chiquillo, pero los carabineros que irrumpieron en la sala no dudaron lo más mínimo en sacarnos a todos de allí, tanto a ella como al resto de muchachos que se pasaban los canutos de mano en mano.
Más tarde nuestras vidas tomaron caminos distintos, a mí me esperaba el exilio en Italia, mientras que ella y su compañero emigraron a Guanare, en las tierras de Chávez. Al contrario de lo que hizo la mayoría de los exiliados que eligieron Venezuela, no optaron por Caracas, sino por Guanare, ciudad situada en una amplia planicie en el centro de los Llanos.
Hoy es una de las protagonistas del Teatro Lambe Lambe, el cual da nombre a un teatro de animación en miniatura, una forma específica de narración dentro de una caja. Una pequeña historia por descubrir, animada en vivo, dirigida exclusivamente a un solo espectador en cada función. A través de una mirilla se descubre un pequeño e inesperado mundo lleno de sorpresas. Este tipo de espectáculo existe desde hace más de 30 años, siendo originario de América Latina, donde todavía está muy extendido: los teatrillos Lambe Lambe se pueden encontrar en parques, zonas peatonales, museos, galerías, festivales y otros eventos.
Pero duerme y tampoco tengo tiempo de despedirme de ella. Sí saludo a los jefes de la casa: Dulce, el Nero y Puntito. No solo están ellos, afuera me espera una auténtica cuadrilla, con Macchia, Nuvola, Kiko e Kako, Giggio, Tigre, Pantera y el Poeta. Les doy de comer y me reúno con el bueno de Mario, ya en la plaza. Él me lleva hasta el primer tren disponible dirección Florencia, adonde llego con el tiempo justo para subirme a bordo de un comodísimo Italo que, en un pispás, me deja en mi destino, Milán.
Allí hace frío de verdad. El calendario dice que estamos en pleno invierno. Por la calle, la gente va muy abrigada. Me cruzo con caras sombrías. El cielo está totalmente cerrado, amenaza lluvia, pienso. Tomo el metro y me bajo en la tercera parada, en la Estación Duomo. Te hallas ahora frente a la catedral, el duomo, admirando las esculturas de mármol que decoran el perfil de la puerta. Arriba a la derecha, una de las criaturas mitológicas que dan vida a la historia de la ciudad. Desde lo alto te observa la Madonnina, la estatua cubierta completamente de oro que domina la catedral. La amada protectora de la ciudad sostiene, o parece sostener, en su mano derecha una lanza que funciona como pararrayos, para proteger no solo la catedral, sino la ciudad entera. A unos cientos de metros de allí se halla el Palacio Real, donde hace años comisarié una muestra que incluso contó con la presencia de Stefano Boeri, a la sazón concejal de cultura, además de creador del Bosque Vertical.
Me abro paso entre la gente que toma fotografías y le echa maíz a los pichones. No soy capaz de distinguir los pichones de las palomas, pienso. Qué extraño, no se ve ninguna gaviota. En Roma están por todas partes y parecen haber olvidado por completo su hábitat natural.
Pregunto a unos policías, pero no conocen la ciudad. Encuentro a un guardia que sí sabe darme indicaciones. Aquello es el juzgado y esta dirección está justo en frente. Y así consigo llegar al precioso apartamento de Domiziana y Mimmo, su pareja. Lola sale a recibirme y, tras haberme olfateado, ladra con insistencia. Seguro que se me habrá quedado entre la ropa más de un pelo de Luce. Los amantes de los gatos nos hacemos reconocer allá por donde vamos.
A eso de las siete de la tarde, en metro, llego a Lambrate Via Ventura. Allí está la exposición de Santiago Sierra (Madrid, 1966), quien desde sus inicios indaga las condiciones precarias de los trabajadores y los emigrantes, la violencia del Estado y el racismo. Como dice el texto de la muestra, su obra, fuertemente política y de denuncia social, revisita las estrategias del arte minimalista, conceptual y performativo de los años sesenta y setenta.
Europa es un jardín. Nosotros hemos construido un jardín […]. El resto del mundo […], la mayor parte del resto del mundo es una jungla, y la jungla podría invadir el jardín. Los jardineros deberían ocuparse de ello, pero no van a proteger el jardín construyendo muros […]. La jungla tiene una gran capacidad de crecimiento y el muro nunca será lo suficientemente alto como para proteger el jardín. Los jardineros deben ir a la jungla.
(Extracto de un discurso de Josep Borrell, Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad)
El himno infernal se repite hasta que el video, central en la muestra, se transforma en un vórtice o torbellino caleidoscópico que lo abarca todo. En el suelo y contra la pared, jóvenes futbolistas de Gambia imitan los gestos y posiciones de un arresto policial como si realizasen una coreografía, un torbellino de siluetas. Sus rostros no se muestran.
Hacía mucho tiempo que no asistía a una exposición de este calibre, de tanta intensidad. Quizás esta ciudad ya no tiene tiempo para lo superfluo… ¿ha sido siempre así?
La primera vez que llegué a Milán fue desde Ferrara. Era el año 1975 y, con la finalidad de clasificar a los chilenos que habían pasado a formar parte del exilio, me habían enviado allí para buscar trabajo. Huésped del Instituto de Cultura Casa Giorgio Cini. En 1950, el conde Cini donó la casa sita en Via Santo Stefano a la provincia romana de la Compañía de Jesús para que los padres jesuitas lo convirtiesen en un centro de formación educativa, moral y cultural de los jóvenes (una experiencia que, me dicen, concluyó en 1984).
En Ferrara nadie me ofreció ni siquiera un café y, más allá de la amabilidad de los jesuitas, me sentí realmente solo. Tenía 17 años y veía fracasar mis tentativas de integración. Nada nuevo en la vida de cualquier refugiado recién llegado, ni más ni menos. A pesar de la acogida, todos nosotros, exiliados, procedentes de distintas partes del hemisferio, experimentábamos las mismas cosas, la supervivencia, la soledad, la nostalgia de lo que se ha dejado atrás. Pero lo que atrás queda nos lleva a una melancolía eterna, a una tristeza infinita. Cuando uno finalmente comprende esto, empieza a vivir de nuevo en serio. Regresa la ironía, la sonrisa, la luz en los ojos que creíamos haber perdido.
Me escapaba de Ferrara tan pronto como se me presentaba la ocasión para tomar un tren directo a Milán. Al llegar a la Estación Central, utilizaba el metro para llegar a la casa de dos artistas chilenos, Pilar y su compañero el arquitecto Fernando. También ellos eran exiliados, aunque estaban perfectamente integrados en el movimiento okupa (el diccionario en línea de la RAE define okupa en su primera acepción como «dicho de un movimiento radical: que propugna la ocupación de viviendas o locales deshabitados». El diccionario italiano Garzanti añade un matiz a esta definición: el okupa o squatter sería aquel que, sobre todo, ocupa edificios «públicos»).
Milán, metrópoli industrial, estaba llena de edificios abandonados y la población «alternativa» hacía uso de ellos, transformándolos en centros sociales, viviendas para emigrantes, estudios de artistas. El de mis compatriotas se había convertido precisamente en un estudio, un estudio repleto de colores, tóneres, cientos de pinceles, barnices y pinturas, gatos, cerámicas coloridas y grabados. Otra vez la magia del arte actuando de salvavidas. Ellos eran militantes como yo, en una época en la cual la palabra «militancia» no revestía un significado vacío ni tenía connotaciones negativas. Me daban papel y pinceles, había cientos de colores.
Con el tiempo escribí para Pilar Mujeres de tierra.
Para que el color explote y pueda expresar su voz, la cerámica se cuece muchas veces; constantemente está presente un proceso de estratificación, el ensamblaje, la fusión de distintos materiales, este es el abecedario de la forma, la matriz, la madre, el enigma de la feminidad que esconde dentro de sí un lenguaje arcano, una génesis y un origen.
Nuestra tarea es captar esta intensidad emocional. Así el dorso de una porcelana rota se transforma en un torrente de euforia. Los ensamblajes obtenidos con los deshechos recuperados se sumergen en un resplandor, los residuos de la historia se convierten en joyas, fragmentos de anatomía humana, segmentos capaces de encantarnos que bailan y saltan al ritmo de una geometría fría que da voz al cuerpo, a las curvaturas sinuosas, desembocando en un abismo donde lo femenino se venga conspicuamente de las cosas terrenales, formas suaves y maternales del Eros desnudo.
Pero no solo en Milán, en toda Italia el de 1975 fue un año denso y prolijo en acontecimientos políticos. De una fuerte confrontación social. Las organizaciones juveniles de la izquierda extraparlamentaria combatieron el frente de reacción encabezado por la Democracia Cristiana y sostenido por una importante componente neofascista. En aquellos días, por casualidad me topé con un artículo conmovedor, sobre una mujer, Franca Rame, que devoré prácticamente sin tomar aliento. El texto refería como la tarde del 9 de marzo de 1973, a Franca Rame la obligaron a subirse a una furgoneta, en Via Nirone, Milán. Fue torturada y violada por cinco militantes neofascistas. Le rompieron las gafas, le cortaron la cara con una hoja de afeitar, apagaron colillas de cigarrillos en su cuerpo. La violación tenía como objetivo dar una lección.
Franca Rame, superando la vergüenza y el sufrimiento, recordará lo sucedido:
Sostengo con la mano derecha la chaqueta cerrada sobre mis senos descubiertos. Es casi de noche. ¿Dónde estoy? En el parque. Me siento mal… siento que me voy a desmayar… no solo por el dolor físico en todo el cuerpo, sino por el asco… por la humillación… por los miles escupitajos que recibí en el cerebro… por el esperma que siento deslizarse. Apoyo la cabeza en un árbol… me duele también el pelo… me tiraban de él para mantener mi cabeza quieta. Me paso la mano por el rostro… está manchada de sangre. Levanto el cuello de la chaqueta. Camino… camino no sé durante cuánto tiempo. Sin darme cuenta, me encuentro delante de la comisaría. Apoyada contra la pared del edificio de enfrente, la observo durante bastante tiempo. Pienso en lo que tendría que soportar si entrase en ese momento… escucho sus preguntas. Veo sus caras… sus medias sonrisas… Lo pienso una y otra vez… Finalmente me decido… vuelvo a casa… Los denunciaré mañana…
De este episodio brutal nació un espectáculo, una obra de arte, para dar voz al trauma, para hablar del dolor que tantas otras mujeres han sufrido, que acabó transformándose en un potente instrumento de denuncia. Rame pagó un precio incomparable por sus ideas y por las de su marido, el Nobel Darío Fo, con quien siempre compartió la lucha civil, el compromiso político y las tablas escénicas. Sin embargo, ella y solo ella fue la que recibió el ataque.
Por la mañana, tras la inauguración en Via Ventura, ahí voy, ya de camino a la estación para tomar el tren que me lleve de vuelta a casa. Hoy el cielo está totalmente abierto y la luz es espléndida. Los rostros de la gente irradian felicidad. Es evidente: el frío embrutece a las personas. El sol nos transforma. Buscas un punto de llegada, de regreso, un punto que tenga un principio y un final. La catedral se me aparece blanca, moteada, sales y llegas al mismo tiempo y el horizonte saluda tu llegada. Hurra, surgen las sonrisas. Las parejas hacen selfis, se besan con pasión.
Ir y venir, marcharse. Llegó la hora de volver a partir, iniciar la retirada. Anticiparse a lo que está por venir. Esta ciudad, este estudio, pienso en el tiempo, mi refugio durante tantísimos fines de semana. Aquí fue donde decidí que mi futuro sería terminar el instituto, mirar a mi alrededor y echar a andar y ponerme a vivir.
Fue entonces cuando decidí que para sobrevivir no haría muchas cosas, eliminándolas para siempre, de hecho, en ese mismo instante. No aprendería a conducir, no intentaría hablar inglés, no iba a aprender a nadar.
Dejar los lugares, no detenerse, no permitir que algo permanezca. Siempre que puedo intento escapar del regreso, de escapar de la partida. Y en esta incertidumbre, que es la tuya, porque no soy yo el que habla, seamos claros, eres tú quien diseñas la matriz persecutoria, la que no se atreve, la que no deja tras de sí más que las pobres huellas del andar.
Y así regresé a Roma y la ciudad me acogió con la dulzura de una tarde suave, con un leve ponentino, nombre que en Roma recibe la brisa marina diurna que sopla en las costas del Lazio en la estación estival.
El resto os lo contaré mañana.