Subirse a un taxi se ha convertido en una de las causas de miedo más mencionadas por las mujeres en todo el mundo. Es raro que yo sienta ansiedad al abordar uno. Aunque si de preferir se trata, a mí me gusta más manejar o en todo caso tomar algún tipo de transporte público. Lo de dejarle el volante a alguien más me hace sentir que estoy rodeada por toros con cuernos largos y puntiagudos que me resoplan en la cara. Pero mi editora insistió en que, en vez de tomar el tren de cercanías, pidiera un Uber con la cuenta de la revista. No me dejó margen de negociación. Sé que lo hizo por mi comodidad y con la más fina intención de que viajara de París a Versalles de la mejor forma posible. Quería que llegara relajada a la entrevista que me había concedido Hile Visible, un pintor que situó su estudio en los suburbios parisinos. Famoso porque trabajó con Eero Saarinen en los diseños para el aeropuerto de Dulles, el arco de St. Louis y otros monumentos modernistas tardíos. Un verdadero ícono del arte contemporáneo y como todos ellos, un bicho más raro que una libélula de alas rojas.
Hile Visible es un hombre hermético, con manías y excentricidades. Instaló su taller en una zona que se conoce como Versalles Industrial, lejos del palacio de los Luises, de su lujo y pompa. Prefirió irse a crear a un espacio que está entre bodegas y edificios de laboratorios de investigación. Huyó ahí después de haber trabajado en los suburbios de Detroit. Se mudó a Francia en busca de una nueva y serena integración de la arquitectura moderna y la ciencia e ingeniería modernas. Pero, así como las personas que trabajaron y administraron estas bodegas y laboratorios durante décadas, aprendió por las malas. Su escapada artística a las afueras de la capital francesa no fue necesariamente prospera, aunque sí fructífera. Pintó muchísimo. No vendió un solo cuadro. Se aisló. Dejó de participar en exposiciones. Dicen que se le involucró en un crimen, aunque nunca se ha sabido nada a ciencia cierta. Se deprimió. Intentó suicidarse. Lo internaron y fue un secreto que corrió de boca en boca. Volvió a pintar después de ser dado de alta por su psiquiatra, aceptó conceder una entrevista a la revista, con la única condición de que fuera yo quien lo visitara. Santo y bueno. ¿Quién se niega a ir a París con todos los gastos pagados, en primera clase, a todo lujo y con una cuenta de gastos generosa? No sería yo quien pusiera el mal ejemplo.
Pero, no todo lo que brilla es oro. Tanto comedimiento por parte de mi editora me resta libertad. No me dejó rentar un coche, porque, según ella, la zona en la que se encuentra el estudio es compleja y poco accesible. Es un viaje de trabajo, no de placer, me dijeron mis familiares y concedí que tenían razón. Si no puedes irte a Versalles en el tren de cercanías, vete en Uber y ya. Obedece. Obedezco. No de muy buena gana, pero me sujeto a la voluntad de mi jefa.
Aquella mañana de septiembre, París amanece brillante, fresca, como si estuviera de buen humor. Declino la oferta del botones del hotel para llamar un taxi de la calle, entro a la plataforma corporativa de Uber, tecleó la dirección de destino. En la pantalla del teléfono celular aparece que tengo que esperar cinco minutos. El trayecto a esa hora de la Rue Scribe al taller de Hile Visible será de cincuenta minutos. El auto que llegará por mí es un híbrido de una marca china que no me resulta familiar. El nombre del conductor es J. Weimer. No se muestra su fotografía. Tengo la tentación de canelar ese servicio y pedir otro. Me quedo pensando en musarañas y no lo hago.
El mapa de la aplicación me permite ver que el Uber viene por el Boulevard des Capuchines, da vuelta al edificio de la Opera de Garnier, lo rodea, toma Rue Scribe y entra a la bahía frente a los escalones del hotel para recogerme. Pregunta mi nombre y yo afirmo. No sería la primera vez que me subiera a uno equivocado por no confirmar. Resulta que J. Weimer es un hombre de piel oscura, pelo lacio, ojos rasgados, pestañas de aguacero, corpulento y con unas manos descomunales que parecen abarcar toda la dimensión del volante. Son desproporcionadamente grandes, con falanges interminables y nudillos gruesos. La piel es rugosa, su nariz es muy larga y ancha. No da la impresión de ser muy alto, pero como va sentado, eso podría o no ser cierto.
Sin dudar, se dirigió a mí en español: Vamos a la zona industrial de Versalles, ¿es así? El tono es brusco, no alcanzaría a decir que grosero, pero poco le falta. Definitivamente, amable no. Así es, gracias, le respondo en el tono más plano que puedo. Ajusta el retrovisor para verme a la cara. Me molesta el movimiento. ¿Está de vacaciones? No, vengo de trabajo. Ah, vaya; ¿vive acá? No, vengo de trabajo. Ah, ¿eres sudamericana? Soy mexicana. Ah, mira. Entonces, ¿eres norteamericana? Sonríe y eleva las cejas. Noto un tonito y no me agrada. Siento que se burla y no me gusta. Soy latinoamericana. ¿Usted? ¿Yo?, yo soy peruano. Ah, ¿peruano? Ahora soy yo la que usa ese tonito poco agradable. No tiene usted nombre de peruano. Ajá. José Weimer, mi abuelo austriaco no me heredó mucho de sus genes, nada más el apelativo.
¿Qué hace acá, tan lejos de su patria?, le preguntó más por cortesía que por curiosidad. Vine a trabajar. Así como usted, aunque distinto. Cuando llegué a Francia en el año 2010, por ser extranjero tenía miedo trabajar. Mi abuelo solo me dejó el nombre, no la nacionalidad, ya sabe. No tengo papeles. Ah, qué caray, respondo con las únicas palabras que me vienen a la mente, con ganas de parar la conversación. No lo logro. Tenía dificultades y sentía soledad y apuros para hallar trabajo. Luchaba en una ciudad desconocida, un idioma y una cultura diferente. Pero aparecieron estas plataformas y estos pseudotrabajos y podría ser mejor, pero es lo que hay. Ser conductor de aplicaciones me conviene, no me piden papeles, no tengo que justificarles nada. Es difícil vivir y trabajar en el extranjero. París no es hermoso para todos. Me pongo J. Weimer y eso me da ventajas, ¿entiende? Así es este mundo.
No tengo ganas de platicar. Contesto con monosílabos. A J. Weimer no le importan mis cortones. Sigue hablando. Lo hace más para escucharse a sí mismo que para comunicarse conmigo. Lo sé y, también sé que seguirá perorando sin enterarse si le pongo o no atención. Cierro los ojos. Eso para él es lo de menos. Quiere hablar, sigue hablando. No crea que no. Ya le digo, París no es hermoso para todos. No es la ciudad que usted ve desde el balcón de su habitación en un hotel de gran turismo. No, no. De hecho, puede ser bastante feo para muchas personas como nosotros. Además, me da rabia que no haya sido tan fácil estar bien en Cusco, que vivir en el Perú no fuera más sencillo. Uno quiere hacer el esfuerzo para ser persona de bien, pero… en ocasiones no se puede. ¿Sabe? Guardo silencio.
No se crea. Y, es que, en el país de Machu Pichu, el del imperio incaico y de Tupac Amaru, los rasgos andinos, y también los del medio centenar de etnias amazónicas, en vez de un motivo de orgullo son un estigma social. ¿Pasa igual en México? Pues, sí. Pasa igualito. Entonces, me entiende, ¿verdad? No sé a qué se refiere. El Perú es un país muy diverso pero que al mismo tiempo no ha logrado trabajar lo suficiente a favor de promover la diversidad cultural de manera positiva. Mis hijas llaman la atención, tienen piel canela y ojos de agua. Lo de los iris azules ha de ser un salto atrás, una huella genética que dejó mi abuelo para sus nietas.
No sé qué responder. Aprieto los labios. J. Weimer se aclara la garganta. Siento como si la temperatura en el auto bajara de pronto. El hombre sigue hablando en forma incontenible. Me preguntó qué hago tan lejos de mi patria, ¿entiende? Hay situaciones más grandes que la Torre Eiffel. Vengo huyendo de la justicia. Dicen que tiene brazos largos. No se lo crea. Son cortos. No todos pagan por los crímenes que cometen. Aquí nadie me va a venir a buscar. ¿Quiere saber qué hice? Desde luego, no espera que le conteste. Por supuesto, no quiero saber cuáles son sus razones para fugarse de la justicia. Verifico si los seguros de la puerta del Uber están puestos. Me sudan las manos. Me aprieto lo nudillos tanto que truenan los huesitos de los dedos. En el Perú, dejé familia. Tuve esposa y cuatro hijas.
La más chiquilla es alegre como una sonaja. Ya sabe, es de esas personas con un carácter pizpireto, de esas que traen pimienta en el alma. A las afueras de Cusco, hay un pueblo polvoriento en el que vive mi madre. Es una zona de casas de lámina y techos de cartón. Le dicen Perros Bravos. Yo me fui de ahí para estudiar en la universidad, jamás regresé a residir a ese lugar. No sé las razones, porque el sitio es terregoso y sucio, pero muchas bandas lo convirtieron en el mundo de la vida. Allá se fueron a vivir muchos maleantes de medio peluche. De esos que se juntan en grupos, que son vengativos y que nadie denuncia. A mis hijas no les gusta ir a visitar a su abuela, pero a Pilirín —la pequeña— le empezó a interesar acompañarme. Íbamos una vez por semana, y ella emprendió a insistir en que fuéramos con mayor frecuencia. J. Weimer aprieta tanto el volante con esas manazas que los nudillos se ponen blancos. Paso un trago gordo. Miro el velocímetro, la aguja va marcando cada vez velocidades más altas. Me aprieto el cinturón de seguridad.
De los muchos pandilleros que llegaron, había una banda que tenía un criadero de perros de pelea. Regenteaban apuestas. Tenían de esos que son puro músculo, de pelo corto y tieso, liso y brillante. Chatos, no muy grandes, más bien medianos, orejas muy derechas y cabeza cuadrada. Son de esos que tienen una mandíbula poderosa. Eran bravos los animales. No le meto flor, no exagero. Qué piña, esos muchachos andaban todo el día en la calle con sus perros y ya tenían asados a todos los vecinos, pero nadie decía nada: les daba miedo. Azuzaban a los animales para que corretearan a los niños y a los viejos. Habían mordido a muchos. Hacían daño. No eran pocos los que quedaron con cicatrices que les hicieron los perros y sus dueños risa y risa. Los animales andaban sin correa, caminando libremente en las calles. Si ensuciaban las banquetas de los vecinos o si les encajaban los dientes, todos guardaban silencio y agachaban la mirada.
Esa mañana, esa que me cambió la vida y me expulsó del Perú, Pilirín y yo caminábamos rumbo a casa de mi madre. Oí un gruñido. Al toque, miré a todos lados. Un perro prieto corría en nuestra dirección, gruñía y nos enseñaba los dientes. Iba directo a la cara de mi hija. Los malnacidos iban a las carcajadas. No lo pensé. Fue de pronto. Agarré al animal por el cuello y lo rodeé con las manos. Con estas manos. Las extiende en el aire para dejar claro cuáles. El hombre traga saliva. Eleva más las manos para enseñármelas, deja de ponerlas sobre el volante. Siento un escalofrío. Quiero que tome el manubrio con esas manazas y que agarre el mando. J. Weimer mete mucho aire a los pulmones. Sigue hablando a borbotones. Lo apreté y lo apreté y lo aprete. Engarruña los dedos.
El perro se agitaba y chicoteaba con fuerza. Me enseñaba los dientes. Supe que, si soltaba al animal, sería mi muerte. Lo sostuve con energía. El perro luchaba con furia. No le entraba aire. Se le inyectaron los ojos, se pusieron rojos de sangre. Chicoteaba duro. Luego menos. Luego, desfalleció. Las pupilas se le dilataron. Se quedó quieto. ¡Suéltalo! ¡Suéltalo!, me gritaban los malditos. Ya se les había parado la risa. Seguí apretando hasta que algo tronó. Les aventé el despojo a los pies. Pilirín se arrodilló junto al cuerpo y yo corrí a casa de mi madre. Esa tarde lo decidí. Hui del Perú.
¿Por matar a un perro?, no pude detener las palabras. ¿Huyó por matar a un perro? J. Weimer extiende las manos sobre el volante en toda su extensión. Las cierra y se golpea con los puños la frente. ¿Usted no entiende de metáforas, verdad? No respondo. Me hundo en el asiento y en el silencio. En todo el trayecto, ninguno de los dos vuelve a pronunciar palabra. Al llegar al estudio de Hile Visible me pregunta si quiero que me espere. Me señala lo sola que está la zona y lo difícil que será conseguir un medio para volver a París.
Le agradezco. Le digo que no gracias. No se olvide de dejar su opinión en la plataforma y si puede, me ayudaría mucho su propina. ¡Qué tenga suerte! Gracias. Toco el timbre del estudio de Hile Visible. Antes de entrar, miro por encima del hombro. J. Weimer sigue parado frente a la puerta. Siento un nudo en el estómago. Creo que me regresaré en el tren de cercanías.