Madrid, 2011.
Desde el tren observó la ciudad: una jaula de humo que le llevó a compadecer a sus habitantes. Le pareció grande e incómoda, como un barco de metal encallado en un valle de asfalto. Poco a poco, los grandes bloques de cemento fueron quedando atrás. El otoño avanzado crecía en pistas de hielo, en campos que se iban tiñendo de colores blanquecinos. La tentación de vivir en la Sierra había arrastrado a Ramón a alquilar su piso de Madrid y buscar un lugar cerca del campus universitario. No tenía sentido seguir desplazándose todos los días tantos kilómetros. Durante varios fines de semana recorrió los pueblos del noroeste indagando cuál podría ser el lugar idóneo, pero no tardó en darse cuenta de que esa búsqueda no coincidía exactamente con sus deseos. Al final se decidió por una de las casas que le parecieron equilibraban mejor la comodidad y el consumo energético. Los pueblos de la Sierra amanecían bañados en la niebla, en el humo de coches cada vez más parecidos a camionetas. Le invadió la desazón de ver que a su alrededor los códigos no eran tan distintos: el consumismo desmedido se trasladaba de la cuidad al campo, del piso de un barrio de colmenas al chalet adosado, que se convertía en un espacio para amontonar televisiones, ordenadores, tabletas, cámaras de vídeos, teléfonos inalámbricos, videojuegos... Nuevas demandas iban aparejadas a la mudanza: un equipo de jardinería para un patio que se terminaría cubierto de baldosas, mobiliario para el exterior que se teñiría de moho, un kit de bricolaje que se apolillaría en el garaje. El falso ruralismo, la vida sin estilo. Los vecinos de Ramón, antes de saludarlo, le reclamaron que cortara una rama de almendro que había penetrado en su jardín. Al parecer, las hojas y frutos que caían de su lado eran consideradas como una agresión. La defensa del espacio privado tuvo otro episodio de encontronazo con el vecindario. La semana anterior, un hombre corpulento cuyo coche iba decorado con una pegatina nazi le increpó por haber aparcado ocupando cinco centímetros de la puerta de su casa. A Ramón no le molestaba que otras personas lo hicieran: había una calzada vacía unos metros más adelante. La flexibilidad no cabía en las cabezas cuadriculadas, obsesionadas por marcar los territorios. Un sistema individualista que aspiraba a crear seres de plástico o metal. La mayoría de las coordenadas que servían a la gente para orientarse se habían roto. Ramón no quería claudicar y renovaba la esperanza con la luz del sol que se filtraba entre las ramas, con el crujido que dejaban sus pisadas sobre las acículas de los pinos, con el agua de una llovizna de primavera. También con las personas que respondían.
Ramón trabajaba con la juventud que poblaba el aula 307 de la Facultad de Económicas, un espacio donde los más curiosos podían mirar al mundo y los más pasivos ocupar la silla de un pupitre frío. A veces las provocaciones mentales le llegaban en forma de bofetada que desplazaba la posibilidad de quedarse anclado en el mismo lugar, comentarios sin respuesta que generaban espasmos. Una alumna abrió las primeras grietas al afirmar que la facultad estaba llena de personas que, como ella, hubiesen querido estudiar otra cosa. Habían acabado en ese calabozo empujados por la familia o por el miedo social a no tener futuro. Términos como ciencias económicas, empresariales, balanza de pagos, déficit, acciones, deuda, beneficios, crecimiento o desarrollo dejaban a sus predecesores satisfechos. En orden y concierto marchaban por la senda correcta: aquella que no aspiraba a salirse de los márgenes. Una dictadura sin máscara de dictador, un caramelo autocrático con apariencia de azúcar. Ramón había tomado consciencia que también ahí, desde las palabras, se podían imaginar otros mundos posibles. Mundos que ya estaban en marcha. Si la juventud llenaba las facultades de Economía, ¿dónde crecerían las filósofas? La rapidez vertiginosa de la información, los empujones al pensamiento, la compresión a un tweet, a estímulos que se alternaban como las olas de un mar bravo, de una reflexión que hubiera llevado horas. La sustitución en cascada de otros relatos, la sustitución permanente, la imposibilidad… Las computadoras también eran utilizadas en el aula para leer el correo electrónico personal o chatear. Había días que les dejaba hacer, aunque sentía que sus esfuerzos merecían una mayor reciprocidad. Encontrar un espacio vacío para dialogar, sin mediación del ruido de los whatsapp, se había convertido en una ambición imposible.
Quería dedicar tiempo a escuchar a la generación más joven, entender cuáles eran las formas de encarcelación que sufrían, cuáles eran sus caminos para vencerla, porque a veces parecía que elegían esa obediencia ciega a lo que entraba en contacto con ellos. Ramón los animaba a caer de la copa del árbol, como si fuera otoño, y alimentar otra vez su raíz, de forma más vigorosa, desde nuevos nutrientes. Quedarse en el bosque erigido por la generación anterior no saciaría su sed. Valía la pena desengrasar su mente, dejarse llevar por la pasión de una juventud sumida en el desconcierto: la sinrazón que les demandaba integración en un mundo de tarados. Era la misma que interpelaba a Ramón a realizar algunos cambios. Empezó por el programa de su clase de macroeconomía. Las grietas del sistema dejaban ver lo que los muros de hormigón trataban de ocultar. Su método de enseñanza se abrió en sus contenidos y formas. Modificó su entonación y abandonó para siempre el pupitre sobre la tarima para recorrer el aula caminando. Hizo hincapié en el diálogo, desde el respeto a la otredad, desde la evidencia como materia prima del hallazgo indiscreto. El sentido llegaba si una persona se tomaba el tiempo. La distracción simbólica no daba un respiro. Las leyes económicas también vomitaban clichés falsos y estaban regidas por tahúres de casino. Más que enseñarles a cómo ganar dinero ahí afuera, daba argumentos para la rebelión: un manual de resistencia frente a los ataques del poder. Ramón invitaba al alumnado a analizar las mentiras de las verdades impuestas: cómo se creaban las deudas externas, en qué se diferenciaba un proyecto político de la política supeditada a las élites dominantes, que existían alternativas a los recortes sociales como la compra de deuda directa del Banco Central Europeo a los países y no a la banca privada con mayores intereses. Cambiaron los lenguajes, se salieron de las etiquetas que los mamotretos de economía instauraban. Había clases destinadas a desenmascarar las palabras de los informativos de la televisión pública, que se había convertido en el Granma de la partitocracia. Les enseñaba a hacer pedagogía para democratizar el significado económico, dejar a la gente que se formara su propia opinión a partir de datos honestos, sin caminos de baldosas amarillas que seguir.
Hacía mucho tiempo que los hilos invisibles del poder económico estaban allí dictando las reglas que no se querían nombrar. Leyeron libros sobre la acumulación del capital y las causas de la desigualdad. Algunos colegas cuestionaban su modelo de enseñanza, pero los más jóvenes lo seguían y retwitteaban. Había hecho un esfuerzo para aprender de su hijo Rodrigo cómo funcionaban las redes sociales. Ramón, el primogénito de Eduardo Nieto, se estaba convirtiendo en l’enfant terrible de la ortodoxia neoliberal que abundaba en la academia. Colgaban parte del contenido de sus clases en Facebook y se congratulaba si los jóvenes cuestionaban alguno de los textos. Ser exigentes y críticos, pero también responsables. Claro que no todo el alumnado empatizaba con sus maneras y estaba dispuesto a cuestionar sus privilegios. A veces se asomaban como piedras sin pulir, veletas que giraban con el viento sin saber muy bien todavía a qué dirección apuntar. Su única labor consistía en brindarles herramientas, seducirles con el conocimiento para no andar inermes y ceder los espacios de participación. Si había algo parecido a un milagro pedagógico, empezaba a tener la intuición de lo que era. No podía dejar caer tanto talento por el mismo desagüe por el que había transitado una buena parte de su generación.
La evaluación de este año consistía en analizar cómo funcionaba la microeconomía de algunas personas que trabajaban en el campus y su relación con las grandes cuestiones de la macroeconomía. Era un pretexto para crear vínculos entre los contenidos del curso, que tan alejados parecían muchas veces de la realidad, y el contexto universitario que les circundaba. Uno se habituaba al calor que procuraban algunas estancias intelectuales y dejaba de ver las cosas importantes. La idea se le ocurrió hablando con Ahmed, el jardinero del campus quien siempre comía su bocadillo al sol a la hora que Ramón salía a tomar el café al aire libre. La inercia académica también procuraba ceguera, le arrastraba a permanecer ajeno a todo lo que no era su departamento y la docencia. Necesitaba a Tiresias para seguir apegado a su pensamiento lógico y abrirse a lo sensorial.
Durante semanas se saludaron cortésmente, hasta que un día el jardinero le ofreció unos pastelillos dulces de hojaldre que hacía su madre y empezaron a charlar. Ramón le preguntó a qué se había debido su ausencia en los últimos días y Ahmed le contó, con tanta naturalidad como podaba las flores, que había estado ocupado con la repatriación del cuerpo de su hermana a Marruecos. Ramón se quedó mudo, maldiciendo su falta de tacto. Había muerto la semana anterior de una neumonía severa. Vivían en España con su madre desde que emprendieron el camino a la emigración muchos años atrás. Su hermana trabajaba de teleoperadora en una empresa de telefonía móvil que Ramón asoció rápidamente con la participación de un gran banco español y a un canal de televisión. Ese era parte del contenido de su curso, el de cómo las grandes corporaciones desplegaban su poder en varios ámbitos de la sociedad. Ahmed le narró el empeoramiento de las condiciones de vida que en los últimos años había experimentado su familia tras sucesivas reformas laborales: cada vez tenían que trabajar más horas para mantener el alquiler y los gastos médicos de su madre, aquejada de una enfermedad crónica y sin cobertura social, aunque había ejercido como limpiadora más de dos décadas en el país. Sonrió cuando Ramón le preguntó si iban a Marruecos en vacaciones. Los días de descanso ya no existían, solo si se quedaban en el paro y eso sería como una maldición. Por eso su hermana ocultó su malestar, temía perder el empleo, dejar de ingresar el dinero de las horas extra que eran necesarias para pagar las últimas recaídas de su madre. «Hubiese sobrevivido si hubiera pensado más en ella y hubiese ido al médico a tiempo —le dijo Ahmed conteniendo sus lágrimas—. Resistió con algunos analgésicos. Cuando la ingresaron en la Unidad de Cuidados Intensivos ya se estaba muriendo. La empresa donde trabajaba ni siquiera mandó flores para el funeral».
Utilizó una historia parecida cuando un grupo de estudiantes le pidió un ejemplo sobre aquel ensayo de evaluación. Unos días después, Alfredo llamó a la puerta de su cubículo para contarle que también su madre lo había traído a España procedente de la costa cartagenera colombiana siendo muy pequeño. Se había casado con un ingeniero español, cuarenta años mayor que ella, después de muchos viajes a la zona, donde trabajaba en la construcción de una gasificadora. Su madre no estaba enamorada, pero accedió porque pensó que esa era la única manera de que sus hijos tuvieran una vida mejor. El español le dijo que en España no podría trabajar ni estudiar porque no dispondría de los papeles que le habilitaban para ello. «Cuando llegó a Madrid se encontró con una realidad de violencia muy similar a la que hubiera esperado de haberse casado con mi padre natural —le contó Alfredo—. La familia del ingeniero, muy tradicional, le había retirado la palabra por vivir con la que consideraban una negra prostituta. La encerró en un piso donde apenas llegaba la luz natural, le compró una nueva televisión y le prohibió salir a la calle sola. Creyó morir de pena. Él me llevaba al colegio, pero cuando le preguntaba por qué no podía venir mamá, el ingeniero presionaba mi mano hasta dejarla colorada. Crecía triste sin entender qué ocurría, mientras mi madre recibía un trato de esclava doméstica y sexual. Las cosas apenas mejoraron cuando nació mi hermanastra, aunque a partir de entonces ella podía llevarnos al parque infantil y al médico. La pediatra le pidió algunos detalles sobre la vida familiar, tal vez asustada por mi negra palidez o los moratones de mis manos. Poco a poco cogiendo confianza y la doctora le puso en contacto con un colectivo de abogadas que le ayudaron a divorciarse y a demandar a su maltratador. Todavía era joven, pudo empezar de nuevo, aunque lo que siguió no fue fácil. Eso sí que era cada día una clase práctica de sostenibilidad económica —sonrió Alfredo—. Primero alargó la pensión que el juez impuso y, después, cuando crecimos, salió a buscar trabajo. Fue exigente siempre con los estudios y por eso ahora estoy aquí».
La universidad era un microcosmos donde Ramón presenciaba de qué se alimentaban los hogares de ese país. Un día en la cantina, los gritos de la mesa de al lado le obligaron a escuchar la conversación de un grupo de primer año. Comentaban los planes para el fin de semana: una convivencia religiosa en Ávila. Un chico pidió que llevaran la Biblia, mientras otro, envuelto en acné, reprochó a una de sus compañeras haber empezado a estudiar fisioterapia porque era una profesión que consistía en tocar a otras personas. Ramón levantó la mirada alarmado y reparó en un coro de adolescentes vestidos con el mismo patrón. El censurador de pus blanca afirmaba que le pedirá a dios llegar a ser presidente de la Generalitat Valenciana. Sus compañeros estallaron en risas, aunque una chica le suplicó con tono irónico que, por favor, no robase tanto como sus predecesores. «Eso es algo —contestó sin ningún atisbo de vergüenza— a lo que no me puedo comprometer». La frivolidad escandalizó a Ramón, que siguió escuchando: «Me costará mucho conseguir el chalet y el yate de mis sueños, con robots que limpien, me hagan la cama, me laven los dientes o me peinen». La perorata continuaba: dios lo iba a escuchar porque daría parte del dinero del que robaría a la iglesia. «Que no me pongan a leer si hay una televisión cerca que emita una teleserie con asesinatos y psicópatas». Ya no le dejaba hablar a nadie, era como Narciso embobado de su belleza frente al espejo. Ramón había tenido demasiado y prefirió desconectar, cambiarse de lugar, no seguir flagelándose con ese pesimismo sobre el ser humano. Cuando pasó al lado del grupo se detuvo un instante; las palabras se quedaron prendidas a su paladar. Aquello sucedía el mismo día que los grupos de su clase habían expuesto sus trabajos, la mayoría de gran calidad. Por suerte eso no era ni de lejos la radiografía de la juventud universitaria. Era vital seguir preguntándose sobre los porqués y los paraqués de la educación. Había un mundo real que existía fuera de la cultura portátil de quita y pon, de la imagen animada como fuente principal de realidad. También lejos del adoctrinamiento de rebaños en convivencia de fin de semana. Todavía recordaba las horas eternas de clases de religión y catequesis que él había soportado durante años. Uno de los curas, no sin cierto tono de amenaza, les decía que tenían que estar siempre preparados para el «último viaje», lo que en otras palabras menos intimidantes equivalía a animarlos a poner en práctica el sacramento de la confesión: vomitar cuáles eran sus pecados íntimos según la santa madre iglesia, dominarlos esparciendo el miedo. Si alguno se masturbaba y no le daba tiempo a ser perdonado ardería en el infierno.
Ramón entendía que sus descubrimientos más que sus conocimientos estaban en la base de la felicidad; eran intuiciones más que saberes escritos con cincel en piedra. Se sentía digno haciendo su trabajo. Ahora creía en la protesta desde fuera, la que no se deja arrullar por los cantos de sirena. Era inútil seguir intentando abrir resquicios en los muros del poder. Aferrado todavía al mástil, soñaba con correr hacia espacios libres donde se escucharan voces auténticas. Voces como la de Nabila o Helena que le habían hecho crecer. Voces sólidas que se enlazaban con otras para hacerse eternas. Voces que no vanagloriaban la fuerza del oportunismo, sino que creían en la solidez del aprendizaje colectivo.