Chantal, con sus 34 años, pensó que ya era tiempo de tener un hijo. Ningún parisino de su círculo —era antropóloga— le parecía el adecuado padre de su bebé. Tendría que ser en África. Prefería un «negrito».
Resuelta, viajó a Senegal. Allí había estado ya haciendo una pasantía de algunos meses cuando preparaba su tesis doctoral. El país la había fascinado. Lo que recordaba con mayor alegría era el ceebu jen, o thiéboudienne, el plato nacional. Desde que dejó Dakar, donde tuvo un rápido amorío con un profesor de la Cheikh Anta Diop University, siempre añoró regresar a esa nación.
Muchas veces, con sus amistades más cercanas, solía manifestar que no querría vivir en pareja toda su vida. Ser madre soltera le parecía una interesante opción. Más aún si el niño «salía de lo común, no era un rubiecito como todos los franceses». Terminando sus estudios de postgrado había pensado adoptar un niño, pero finalmente se decidió por tener uno de sus entrañas. La experiencia de llevar un ser en su vientre por nueve meses se le antojaba fascinante. De todos modos, no encontraba fácil cómo hacerse embarazar en Francia de un connacional, y luego evitar la participación de ese progenitor en la crianza de su vástago. «Los hombres franceses son buenos padres», pensaba. Su idea, fundamentada en lo que había conocido en su paso por el África (Camerún, Gabón, Costa de Marfil, Madagascar, además de Senegal), era que allí la paternidad resultaba algo más laxo, más relajado. «No se lo toman muy en serio», habituaba decir. «Hijo más o hijo menos, no se preocupan demasiado».
Hizo los arreglos del caso, logrando regresar a la misma universidad donde se había asentado tiempo atrás, en Dakar. Consiguió allí un puesto, vinculado al Museo de Arte Africano Theodore Monod. Su objetivo, lo tenía claro, no era perpetuarse en África ni establecer una relación amorosa duradera. Era tener un hijo «de un padre negro; algo exótico, por cierto», pensaba.
Luego de un corto noviazgo con una compañera del museo, Fatoumata, bella muchacha veinteañera, empezó a buscar padre para su futuro hijo. Claro que, para tener el ansiado hijo, primero debía cumplir con el trámite de conseguir un tipo, seducirlo, llevarlo a la cama y hacerse embarazar.
Se puso manos a la obra. No le costó mucho. Para una buena cantidad de varones senegaleses, una mujer alta, rubia, de ojos azules y piel tremendamente blanca, constituía una apreciada presa. Para un negro de la etnia mandinga como Jean-Paul Mbengue, por supuesto que también.
El joven, de 32 años, con educación universitaria en Francia, musulmán por ascendencia familiar pero agnóstico en su vida real (agnosticismo mantenido en secreto, a partir de sus ideales socialistas desarrollados en su paso por la Universidad París I Panthéon-Sorbonne) era uno de los curadores del museo. Su formación en antropología e historia del África era notoria. Hablaba a la perfección mandenká —su lengua materna— así como francés e inglés. La desgracia lo había acompañado desde joven. Además de haber perdido en forma trágica a ambos padres en su niñez, casado a los 26 años a su regreso de Europa, su esposa había padecido cáncer de matriz, por lo que quedó inhabilitada para procrear. Jean-Paul nunca lo dijo en forma pública, pero era evidente que al ver cortado su sueño de paternidad, terminó separándose de ella porque esa mujer «no le servía». Cuando conoció a Chantal, para ambos fue el gran hallazgo de su vida.
La antropóloga francesa, luego de ver que inmediatamente había conseguido el candidato buscado, no lo dudó: se haría su novia. Jean-Paul quedó fascinado con la despampanante rubia, y tampoco dudó un instante en aceptar las insinuaciones de la muchacha. En un santiamén, fueron pareja.
El joven senegalés, europeizado en sus gustos y aspiraciones, ya se había distanciado mucho de las tradiciones familiares. Su formación y su actual trabajo lo alejaban de los ritos que había conocido en su infancia y adolescencia, y su práctica del islam, como muchos jóvenes de su generación, no guardaba ninguna cercanía con fanatismos fundamentalistas —aunque, en realidad, Jean-Paul, más o menos en secreto, se consideraba un librepensador sin religión—. No era un mandinga más, aunque su aspecto así lo dejara pensar. Nadie vio mal que noviara con una mujer blanca.
La relación fue estrecha, muy pasional. Chantal llegó a decir —lo dijo en público incluso— que había empezado a considerar la posibilidad de quedarse a vivir fijo en Senegal. Luego de una candente vida sexual por espacio de varios meses, resultó embarazada.
A partir de eso fue que la joven francesa comenzó a ser más fría. Jean-Paul lo notó de inmediato, pero no sabía bien qué hacer. No encontraba la razón de ese distanciamiento. Para él, el hecho de poder ser padre era una de las cosas más fabulosas de su vida, su anhelado sueño, su realización. Pero Chantal parecía alejarlo cada vez más.
Cuando el vientre ya comenzaba a notarse, una tarde en que el joven senegalés retornó a su casa luego de la jornada laboral en el museo, encontró la infausta carta. Escrita a mano, era sin dudas la letra de Chantal. Jean-Paul no podía creerlo. Temblando, casi no pudo terminar de leerla. Inmediatamente le brotaron ríos interminables de lágrimas. Se puso pálido y tuvo que sentarse para no caer de la impresión. La antropóloga francesa le comunicaba que le habían descubierto un cáncer en la matriz, y que había decidido en forma unilateral volver a su país de origen para atenderse. Sentía que en Senegal no podía tener la mejor atención médica, por lo que pedía perdón, pero se marchaba. No daba fecha de retorno ni ninguna indicación de dónde se la podría ubicar en Francia. Había desaparecido.
Jean-Paul no salía de su asombro; tuvo que leer la carta tres veces para convencerse que era real lo que decía. En el párrafo final dejaba muy claro que la pareja no podía seguir adelante; agradecía todo lo bueno que había pasado con él, pero había tomado la decisión —«terminante y definitiva»— de seguir su vida sola. Si el niño nacía sin problemas, si el cáncer no impedía el embarazo, prefería ser madre soltera en Francia. No se iba peleando ni con Jean-Paul ni con Senegal, pero ya no podía permanecer más ahí.
La primera reacción del joven fue destruir el papel. Lo arrugó en sus manos arrojándolo lejos. Luego de superado el primer golpe, con los ojos irritados por un llanto incontrolable, lo recogió y desplegó nuevamente, tratando de quitarle las arrugas. Volvió a leerlo por cuarta, por quinta vez. «No puede ser cierto», pensó. Muerto de la angustia, preguntó por teléfono a algunas amigas en común si sabían algo al respecto, pero todo el mundo consultado dijo no tener idea de la noticia, quedando tan estupefactas como él. Chantal, como por arte de magia, se había esfumado sin dejar rastros.
Jean-Paul pensó que sería una broma. No entendía por qué una broma tan grotesca, pero seguramente tendría una explicación. Chantal era muy racional y no podía hacer algo así, inopinadamente, sin ninguna razón. No lo podía entender. Para cerciorarse de lo que estaba pasando, corrió al armario a ver su ropa. Efectivamente, faltaban prendas de la mujer. Había dejado algo, pero era evidente que faltaban cosas. No encontró la mochila de viaje. Constatando todo eso, empezó a tener la certeza que era cierto: Chantal se había marchado.
Aunque como musulmán no podía beber bebidas alcohólicas, él no era precisamente muy devoto. Con su pareja solían tomar de tanto en tanto. Sin pensarlo mucho, buscó en el armario una botella de ginebra y casi de un sorbo la vació. No salía de su estupor.
Se había quedado sin respuesta. ¿Por qué se fue Chantal? No le encontraba explicación lógica; todo parecía marchar muy bien. El embarazo recién comenzaba, y de momento no había habido ninguna complicación. Ella nunca le había manifestado problema ginecológico alguno; nunca habló de malestares, molestias, sangrados. «¿Cómo un cáncer de matriz?», se preguntaba azorado. No podía ser cierto. Debía haber otra cosa, algo oculto.
Olvidó sus ocupaciones diarias por un momento, y se dedicó con frenesí a investigar lo que pudiera sobre Chantal. En principio acudió al ginecólogo que habían consultado cuando supieron del embarazo. Era un viejo amigo de la infancia, con quien mantenía siempre una estrecha relación. Ambos eran musulmanes no muy convencidos. Lo llamó desesperado, pero el médico no sabía nada de un cáncer de matriz. Le hizo saber que sí, efectivamente, no eran incompatibles un embarazo y un proceso cancerígeno en la matriz, por lo que le formuló un extenso interrogatorio. Ante todas las preguntas que le hizo su amigo galeno, Jean-Paul respondió en forma negativa: según lo que le había manifestado la joven, no había habido sangrados, no había dolores, no había molestias durante el coito, no existían urgencias para ir a orinar, no había perdido el apetito. Parecía bastante evidente que, o no había ningún cáncer, o de haberlo habido, Chantal no había dicho nunca una palabra al respecto. «¡Rarísimo! No lo entiendo». El asombro de Jean-Paul iba en aumento.
Tenía algún contacto en París que podía proporcionarle alguna información. De todos modos, nadie supo decirle nada en concreto. Por el contrario, las personas contactadas quedaron muy sorprendidas. Todas manifestaron sorpresa, pues entendían que Chantal estaba muy cómoda en Senegal. Muchas de ellas ni siquiera sabían del embarazo. Un amigo, sociólogo belga radicado en París, que había compartido largas discusiones sobre política con Jean-Paul algún tiempo atrás, le dio una pista que lo dejó perplejo. «Recuerdo que alguna vez me dijo que quería ser madre soltera».
«¿Madre soltera?... Pero ¿cómo es eso? ¿Y todos los planes de vivir en familia? Entonces… ¿eran mentiras?». Lloró amargamente los primeros días.
Quizá otro varón ahí hubiera dejado el asunto. Mucho dolor, sin dudas, sensación de engaño, de aturdimiento tal vez por no encontrarle lógica al asunto, pero la suerte parecía echada. Con Jean-Paul, sin embargo, las cosas fueron distintas. Su carencia paterna —su progenitor murió trágicamente en un accidente automovilístico durante su primera infancia— sumado a la enfermedad prematura de su esposa que le negó la posibilidad de la paternidad, le habían disparado en forma exponencial su deseo de ser padre. La alegría que le había proporcionado el embarazo de Chantal era, sin dudas, la mejor noticia de su vida. Lo ahora acontecido lo enfureció. «Se volvió completamente loca, o es una tremenda hija de puta», razonó. «No puede hacerme esto… ¡No puede!».
Se iría a Francia a buscarla. Pidió un año sabático en el museo, cosa que le concedieron de inmediato al exponer su situación, y con los ahorros que mantenía se dio a la tarea de recuperar al hijo que venía en camino. Lo del cáncer no se lo creía para nada. La madre no le interesaba en absoluto; era el nuevo ser su foco de preocupación. Pensó que se si le acababa el dinero, no le costaría encontrar algo que hacer en Europa: lavar platos o baños, hacer malabares a la salida de alguna estación de metro; pedir limosna, por último. O robar, si llegaba el caso. El objetivo era reencontrarse con su hijo.
Después de interminables búsquedas —el rigor en su meticulosidad como curador de museo le había templado el carácter en ese oficio casi detectivesco— pudo dar con Chantal. Cuando se encontraron, la reacción para ambos fue impresionante: Jean-Paul lloró de ira, ella de miedo.
La buscó en el edificio donde ella estaba viviendo: una elegante construcción antigua en la zona de Montmartre. Averiguando, le habían pasado ese dato. No se habían equivocado. Allí estaba Chantal, a la salida de su casa, temblando desconcertada ante Jean-Paul en aquella fría mañana de febrero. Después de la sorpresa inicial, balbuceó algunas palabras: «¿Qué haces aquí?».
Atronador, el joven respondió: «Creo que tú deberías explicar qué haces aquí». La sangre le hervía; hubiera querido agredir físicamente a la mujer que tenía delante, pero se supo contener. Chantal se las ingenió para salir de la situación pidiendo socorro. Con el más descarado cinismo gritó en búsqueda de auxilio, pronunciando varias veces, en forma despectiva, la palabra «negro». No faltaron personas —todas blancas, rubias, bien vestidas— que se «indignaron ante ese ladrón, seguramente ilegal, que quería atacar a esa mujer».
Jean-Paul terminó en la estación de policía. Su explicación no convenció a los agentes, y luego de algún cachetazo recibido y largas horas de espera, sin abogado defensor, fue dejado en libertad por no encontrársele cargos. Se le ocurrió entonces volver a contactar a Jacques, el sociólogo que le había dado aquel dato espeluznante. No le costó encontrarlo, y se vieron prontamente en algún café.
El antropólogo senegalés quedó más colérico aún al conocer otros detalles del asunto. «¿Eso decía Chantal? Pero… ¿de verdad?». No salía de su asombro al escuchar el relato de Jacques. No podía creer que hubiera tanta maldad, tamaña frialdad en la concepción de sus planes por parte de la muchacha. «La tengo que denunciar». Jacques dijo, sin estar del todo convencido pensando que quizá le fallaba la memoria, que recordaba haber escuchado decir alguna vez a la muchacha que había hablado de «parir un negrito».
En Francia Jean-Paul no conocía ningún abogado. Fue a un bufete popular de asesoramiento gratuito. No le dieron mayores esperanzas. En todo caso, si eran convivientes en Senegal —no estaban legalmente casados— era allí donde, quizá, podía presentarse una demanda. Tal vez, le dijeron, podían tomar el caso como abandono de hogar. Pero eso no era muy posible. El tenor general de la consulta fue desesperanzador.
Jean-Paul no se amedrentó. Si ya estaba en Francia, debía hacer lo posible con toda la fuerza del caso para lograr aclarar la situación. Ese hijo que venía en camino era tan suyo como de Chantal, por lo que no podía abandonar su paternidad por un capricho —o algo que no terminaba de entender— por parte de su pareja. Su deseo más absoluto era poder tener un hijo, ser padre. Ese era el cometido de su vida. Si Chantal pensaba que él desistiría de la paternidad, se equivocaba de cabo a rabo.
La situación no le era en nada favorable, porque por el racismo imperante, un africano era casi impensable que pudiera acusar a una ciudadana francesa por un caso así. Además, ni para el sentido común ni para la justicia parecía lógico que un padre reclamara su paternidad con tanta virulencia. En todo caso, la reacción más común era pensar que se trataba de un ardid para buscar obtener ciudadanía francesa, y quedarse «como un ilegal más de tantos que vienen a invadirnos, amparándose en tener un hijo nacido aquí que le dé residencia», tal como rezaba el credo popular de los franceses.
Comenzó a desesperarse viendo que todas las puertas iban cerrándose. No encontraba por dónde abrir caminos. Hasta que, finalmente, un abogado amigo de otro excompañero de la universidad le dio alguna pista. Se podía solicitar una prueba de paternidad, haciéndose el correspondiente examen de ADN.
No le resultó nada fácil lograrlo. El tiempo de la visa iba terminándosele, y la desesperación ante la situación crecía. Si abandonaba el país, le resultaría muy difícil retornar. Si permanecía en situación irregular, corría el riesgo de poder ser deportado en cualquier momento; pero lo peor era que se le tornaba imposible gestionar cualquier denuncia siendo un inmigrante ilegal.
Quiso la providencia que este abogado, Philippe, con quien había trabado alguna amistad, compartía ideales progresistas; él, el jurista, como miembro de eso que se llama —impropiamente— Primer Mundo, sentía un profundo rechazo por el insultante racismo con que las presuntas «razas superiores» veían —¡y trataban!— a los «subdesarrollados». Rápidamente entendió que, con Chantal, además de presentificarse alguna cosa psicopatológica por negar de ese modo tan radical al padre biológico, había una alevosa presencia de discriminación racial. «Te ha usado de macho semental. Se hizo embarazar y luego te mandó a la mierda. Seguramente eso no se hubiera atrevido a hacerlo con un francés», fueron sus contundentes palabras cuando sintetizó el caso ante Jean-Paul.
El joven senegalés estaba estupefacto. No podía entender cómo alguien que le había jurado amor, alguien con quien compartió no solo una cama, sino proyectos conjuntos a largo plazo, que había hablado incluso de tener varios hijos, alguien que parecía la mujer que lo acompañaría quizá para toda la vida, de pronto actuaba así. ¿Una delincuente? ¿Una enferma? ¿Una total hija de puta? No sabía con qué epíteto quedarse. Eso, en definitiva, no importaba. Lo único que contaba era que él había sido engañado, vilmente estafado, y la cólera que eso le provocaba no tenía fin. No quería tanto vengarse de la muchacha, sino no perder su legítima paternidad. Quería a su hijo, así de simple. Además, «una sátrapa como Chantal no debía quedarse al niño». Eso lo veía como el colmo de la injusticia.
Apelando a mecanismos legales habitualmente poco o nada utilizados, de los que no se podía esperar hiciera uso un extranjero («un negro africano», para el común de la gente, con toda la execrable carga racista que eso implicaba). Philippe logró que se autorizara una prueba de paternidad. Para ello era primero imprescindible dar con la madre. El desarrollo de la genética permitía poder hacer ese examen, aún en período de gestación. Pero ¿dónde estaba Chantal? ¿Podría ella aceptar realizar esa prueba? Demostrándose que el infante en camino era de Jean-Paul, ¿qué pasaría luego?
Lo usual, en Francia, en África o muchas partes del mundo, es que muchos varones se desentiendan de su responsabilidad paterna. Pueden fabricar un hijo, pero nacido que fuera el retoño, en muchas ocasiones no asumen plenamente la paternidad. El caso de Jean-Paul era la antípoda: un padre que quería reafirmarse como tal a toda costa.
Como muy buen abogado que era, Philippe consiguió la debida autorización de un juez de familia para que la madre se sometiera al examen de ADN. En realidad, este abogado no actuaba solo, sino que el caso había sido tomado por el estudio al que pertenecía. Dado lo inusual de la demanda en juego, el bufete había decidido involucrarse porque algo así podría rendirle réditos. Si se sabía manejar, podía llegar a ser una explosiva bomba mediática; eso, sin dudas, catapultaría la firma en forma exponencial.
Sabiendo los riesgos que podía haber al iniciar un proceso así, él, un africano en tierra francesa, la misma tierra desde donde se había conquistado y diezmado lo que hoy es Senegal, entendió que su amor de padre era lo más importante. Sentirse estafado lo enardecía; pero sentirse estafado en algo tan especial para él, le daba la fuerza más monumental para encarar la batalla.
El asunto tomó vuelo mediático. Eso era, en verdad, lo que buscaban los abogados. Finalmente se hizo la prueba de paternidad prenatal tomando una muestra de líquido amniótico. Del cáncer de matriz no hubo nada. Cuando el joven africano quiso denunciarlo como estafa, nadie le prestó atención. Chantal rio cuando se le preguntó por un proceso cancerígeno. «¿Qué? ¿Cáncer yo? Pero ¿de dónde sacaron tamaña estupidez?», dijo airada. Su sangre fría era proverbial. Con la prueba quedó establecido sin ninguna duda que Jean-Paul Mbengue era el progenitor de la criatura en camino, con esa mujer francesa. El senegalés mantenía una mezcla confusa de sentimientos: muchísimo odio por lo hecho por Chantal, satisfacción por saber que tenía apoyos, esperanza de poder tener un hijo, miedo por lo que pudiera suceder siendo un extranjero en un país de blancos que despreciaba a los negros. Temía también —siendo esta quizá la gran preocupación práctica— por su situación legal, dado que pronto expiraba su permiso de permanencia.
Al haberse hecho público el acontecimiento, el asunto llegó a tener ribetes políticos. Incluso se generaron bandos enfrentados. Dada la magnitud de la cuestión, el bufete pudo gestionar con mucha habilidad la prórroga de la estancia de Jean-Paul. Sin ningún lugar a dudas, todo se volvió un espectáculo mediático.
No faltaron quienes apoyaban a Chantal por considerar que ella, como mujer, tenía derecho a ser madre soltera si así lo deseaba. Las opiniones fueron tomando calor, y se establecieron fogosas discusiones en torno a las mismas. El debate dio para todo. Jean-Paul, un tanto azorado en medio de ese vendaval, no terminaba de entender lo que estaba pasando.
Dado lo raro de la situación, y en medio de las más encontradas opiniones y puntos de vista, las autoridades migratorias decidieron prolongar la estancia del senegalés por tiempo indefinido, hasta tanto se resolviera de algún modo convincente el asunto, que ya era, en cierta forma, algo de orden público. «De interés nacional», llegaron a decir los abogados defensores de Jean-Paul, sin dudas exagerando la nota, dándole un carácter heroico al caso.
Chantal, por su parte, intentó defenderse creando una historia ficticia, pero muy convincente, sin dudas creíble. Dijo haber sido víctima de una violación. En Francia nadie conocía la vida de este antropólogo de Dakar, por lo que se hacía más difícil creerle; a la antropóloga francesa sí le podían dar más crédito. Dado el racismo reinante, y al hecho de una denuncia de violación, la suerte comenzó a inclinarse a favor de la europea. En una entrevista muy bien preparada, que luego llegó a varios canales de cable, e incluso a dos canales abiertos de cobertura nacional, la joven exponía, con profusión de lágrimas, cómo, a partir de una borrachera inducida por el senegalés, fue víctima de un abuso deshonesto. Cambió de color cuando un periodista, luego de ver la entrevista, acucioso le preguntó por qué un musulmán como Jean-Paul utilizaba alcohol. Luego de un primer momento de duda, la respuesta fue categórica: «no era un fiel devoto de Allah».
Era imposible investigar los hechos ocurridos fuera del país. Se podía confiar en la palabra de Chantal, o no. Ante esa confusa situación, la opinión generalizada se tornó igualmente confusa. Ambas posiciones eran creíbles, razonables. Por cierto, mucho más la de la parisina, más aún en la capital del otrora imperio de ultramar que había conquistado buena parte de África: una mujer llevada con engaños a un estado de ebriedad es luego violada. Ella sale huyendo de su violador y de ese país que no le ofrece ninguna garantía. Tiempo después ese criminal (¡hasta se llegó a apelar a la tipología decimonónica de Cesare Lombroso para indicar que Jean-Paul tenía toda la fisonomía de un violador consuetudinario!) llega a la civilizada Europa buscando utilizar un hijo concebido de esa horrenda forma para pedir la residencia en Francia, alegando su vínculo con el niño. Aunque algo forzada, la explicación convenció a muchos. Para otros, si bien un poco increíble, la versión del senegalés tenía sentido. Claro que, en nombre del machismo imperante, era difícil concebir que un varón quisiera hacer tanto esfuerzo por asumir su paternidad.
Lo que Jean-Paul buscaba no era establecer un matrimonio con Chantal. Eso, por el contrario, le resultaba repugnante. De consumarse algo así, se sentiría humillado, indignamente pisoteado. La mujer que lo había engañado, por nada del mundo podría ser su pareja. Y para él, no debería ser siquiera la madre de su hijo, pese a que naciera de sus entrañas. Había que quitárselo, no permitir «que esa estafadora asquerosa se salga con la suya».
Las palabras proferidas en su momento por el abogado Philippe lo habían tocado muy en lo hondo. «¡Macho semental!». No paraba de repetir eso. Lo ofendía, lo consternaba en lo más profundo de su ser. «Un semental… un padrillo. Chantal hija de la gran puta. ¡Yo soy algo más que una máquina de embarazar hembras!».
El embarazo siguió adelante. La mujer se comenzó a sentir un tanto apesadumbrada; veía que su maniobra, además de poder proporcionarle el anhelado hijo, se había convertido en una bomba de tiempo de la que no se sabía cuándo podía explotar. Y mucho menos, cuáles podrían ser sus consecuencias. Comenzó a sentirse arrepentida. De todos modos, confesar la jugada, a esa altura de los acontecimientos, se le figuraba imposible. Se desacreditaría totalmente, se acabaría su carrera profesional, su reputación como madre y como mujer quedaría por el piso, y Jean-Paul podría reaccionar de la peor manera, incluso con violencia. Pero lo peor de la situación es que, sabiéndose todo, quizá pudiera perder la tenencia del bebé. Luego de pensarlo infinitamente, optó por lo que le pareció la más honorable salida. Se pegó un tiro.
Andando el tiempo, Jean-Paul siguió viviendo en Francia. Finalmente tuvo un hijo con una española, que lleva por nombre, en castellano, Esperado.