Para tratar esta fase del pintor Mauricio Rizo, se hace preciso empezar hablando del poeta nicaragüense que logró —tras sorber a lo largo de su vida gran parte de lo concerniente a la literatura y sus derivaciones líricas presentes en la historia humana— colocar sus letras acráticas, como él lo diría, en el pedestal universal… restaurando un pensamiento y destreza estética inmovilizada por dos siglos (XVIII y XIX) en la lengua castellana. De tal modo, se nos hace necesario retrotraer el brillo dariano, el cual implicará en esta ocasión, el estímulo de la plástica de Rizo.

No podríamos encontrar en Darío una vasta obra que incorpore las complejas circunstancias del indígena en el continente americano (ahora Abya Yala) y su cosmovisión, lo cual ha sido la búsqueda que expresa desde distintas aristas la sucesión de los textos que ofrezco en la revista Meer; sin embargo cabrá mencionar que el elegido por Jorge Luis Borges como: «el gran libertador», se encargó también de señalar hacia adentro y por primera vez desde aquella altura, la dimensión de una cultura omitida por la historia: «Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro». Así, entre otros, cantó al Caupolicán, ¡el araucano de la selva vital! O bien, allí donde suspiró Netzahualcóyotl… Alzó además la asta pacifica de Tutecotzimí y el viejo misterio de Huitzilopochtli.

Las escenas desprendidas del imaginario del poeta serían las mismas que hoy servirían a Rizo, no solamente para llevar al lienzo lo que dijo Darío, sino dentro de este hacer —como él lo menciona-una historia suya. Una serie de nueve pinturas perseguirían el acabado que juega con el detalle perfecto, desde una silueta realista consecutiva al neoclásico, hasta las singulares atmósferas que se ocupan de crear con la luz, la alteración o difuminación suficiente hasta proponer la aparición de un nuevo mundo, valiéndose además de los símbolos que se encarnan a una realidad conocida entre el contubernio de Rizo y los versos del afamado escritor.

Sería en la ciudad de Jinotega, al norte de Nicaragua, en 1963 donde Mauricio Rizo vería por primera vez la luz; sin darse cuenta en ese momento que este espectro de la naturaleza lo inquietaría de forma indefinida al emprender más adelante su búsqueda en la creación pictórica.

Acostumbrado al dibujo, Rizo cuenta con humorismo la intuición que lo apremiaba a sus cortos cinco años de edad, cuando ya no cabía ni un minúsculo espacio vacío en las paredes de la casa, dado a que el pequeño, valiéndose del carbón que resultaba de la leña del fogón, rayaba compulsivamente toda superficie que lo rodeara, al punto de generar preocupación en los padres, quienes querían que el niño dejara aquel hábito voraz; ya que al entrar las visitas en la vivienda y percatarse del entorno de aquella familia, pensarían que estos perdieron el juicio.

Sin ningún pintor precedente en sus consanguíneos, y ninguna circunstancia especial que lo indujera a adoptar este comportamiento, el fervor de Rizo crecía por sí solo en su propio mundo, nos diría que nunca jugó con otros niños antes de los doce años. Al dedicarse enteramente a dibujar todo lo que estuviera a su alcance, ya las figuras sencillas no le satisfacían, su frenesí llenaba los cuadernos en pocos días. En su temprano emprendimiento recuerda también la reproducción de los ídolos y calendarios mayas, fascinado por los detalles que estos albergaban.

La escuela de bellas artes no llegaría a la vida de Rizo. En su adolescencia, junto a un viejo pintor, se ocuparía de escudriñar el retrato, trabajando con modesta remuneración en la restauración y arreglo de fotografías, un oficio propio de la época. Para 1979, a sus dieciséis años, fungiría en los grupos revolucionarios, como hacedor de pancartas y calados de figuras representativas de aquel movimiento «subversivo…».

La disyuntiva vendría en los años 80, cuando recién experimentaba con el óleo, a la vez que habría nacido su primer hijo: ¿debía entrar a la escuela artística, o de forma autodidacta hacer valer más sus trabajos ante el menester económico que empujaba la nueva circunstancia? Rizo se resolvería por la segunda posibilidad, generando en su vida un punto de inflexión a partir de una entrega poco común, leyendo y pintando día y noche logrando vender todo cuadro que emergía de su proceso evolutivo.

Tras dos años de encierro en su casa taller, el pintor esparcía las horas entregándose al legado de la corriente costumbrista, a la escuela flamenca, al impresionismo, al realismo clásico renacentista y los realistas rusos, entre ellos Vladimir Stozharov, Geli Korshew y el predilecto Arkadi Plastov, quien lo influenciaría para otro de su sello marcado en la pincelada pictorizada. La faena, ardua y constante, lo llevó a tomar pastillas para trasponer el sueño; poseído por el arte y batallando en solitario, nos relata que eran días sin comer ni dormir, llegando a expeler mal olor, perdiendo toda decencia ya que acostumbraba a colocar los colores en sus dedos y hacía las mezclas en sus brazos limpiándose en su propia vestimenta, algunos amigos pintores ahuyentados por aquella actitud lo vetarían de los cenáculos y exposiciones.

Tras la toma de una fotografía Rizo pintaba el mercado, las frutas, los paisajes, las señoras vendiendo, las arriadas de vacas, los burros cargando comales… Nunca realizó una copia directa de la imagen, su prolífera inventiva le permitía crear cien cuadros a partir de diez fotos, cambiando a su antojo las escenas, las perspectivas y los flujos que devienen al lenguaje de la luz.

Después de un tiempo el resultado evolutivo era claramente perceptible, y los espacios expositivos volvían a demandarle. En este contexto, nos cuenta, llegó a pintar siete cuadros en una semana, desprendiéndose siempre del sueño, dichas obras serían expuestas y vendidas en los primeros veinte minutos, obligándolo a pintar varias veces un mismo cuadro para los nuevos adquirentes; el contragolpe vendría un año después cuando un aneurisma cerebral arremetió al pintor; era el remanente de la frecuente vigilia, la malnutrición y esfuerzo visual, si sobrevivió —diría— fue un toque de milagro.

Encontrando el color del poema

Una vez establecida su pintura, ya a finales de los 90, las obras de Rizo posaban en las salas nacionales e internacionales a la par de otros pintores nicaragüenses como: Lioncio Sáenz, Denis Núñez, Sergio Velázquez, Arnoldo Guillén, Genaro Lugo, Carlos Montenegro, Rodrigo Peñalba, Fernando Saravia, Omar de León, entre otros… Expresar el verso dariano sería un giro distinto a su profusa pincelada rural, el cual aparecería a partir del 2016.

Se encargaría entonces en uno de sus cuadros, de reflejar las horas que antecedieron al encuentro de Darío con el mundo, estando aún en el vientre de su madre, en un lugar que el poeta diría en sus propias palabras:

Nacía yo en un pueblecito, o más bien aldea de la provincia, o como allá se dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado antaño Chocoyos y hoy Metapa…

El panorama pueblerino revela en la pintura de Rizo, el momento en que Rosa Sarmiento, madre soltera del poeta, se trasladaba con su tía Josefa al pequeño valle de Olominapa, en una caravana de carretas de bueyes, viéndose obligada a estacionar en Metapa compungida por las contracciones ventrales, antes de llegar a su destino. Nacería Darío en la humilde casa de don Cornelio Mendoza, recreada también por el pintor; el contraste de luz y sombras sobre la pequeña vivienda fijaría una hora cercana al medio día, las vestimentas de Rosa y sus acompañantes exponen el buen vestir que se usaba en esa época para ocasiones de viajes, el cielo despejado armonizando con el verde natural y la textura de la tierra desprende la sinestesia que encajan con un espacio silencioso, ausente de máquinas; se aprecia la medida de las sombras sobre todo lo que está en pie, el brillo del sol sobre el pelaje de los perros y los bueyes, animales desprevenidos en sus movimientos, sin poder pensar quizás en la llegada del genio.

En cuanto crecía Darío, su fama de poeta precoz le permitía gozar de algunos estudiosos y célebres amigos; iba a cumplir trece años y habían aparecido sus primeros versos en el diario El Termómetro. Escribe en su autobiografía que a la sazón de catorce años publicaría en León en el periódico político llamado La Verdad, ya su gramática le hacía desempeñar también como profesor en el colegio de un doctor pedagogo liberal, y bien tenía espacio en las andanzas de senadores, políticos, diputados; sería —según su relato— invitado a recitar en el palacio presidencial…

Un escenario similar trataría el joven en su primer país conocido fuera de Nicaragua, tratándose de El Salvador, llegado ahí sin mucha premeditación, sería recibido con gran complacencia por el gobernante y doctor Rafael Zaldívar, pero será el segundo viaje, la llegada a Santiago de Chile, donde surge la anécdota que captura Rizo para montar en su lienzo.

Esta pintura se desarrolla en la estación del tren, hacia el arribo del joven poeta; presenta a los personajes bajo el cielo nocturno, donde la humarada de la locomotora, colocada al lado derecho, se entremezcla con la bruma de la ciudad, recurriendo Rizo al efecto de la pincelada impresionista, se puede entrar al cuadro tras el gesto receloso del diplomático encargado de recibir al muchacho. Al lado izquierdo, en función de equilibrar la composición, figura «un carruaje espléndido con dos soberbios caballos, cochero estirado y valet…» el brillo del húmedo piso se encontraría con el reflejo difuminado que se proyecta desde tres faroles situados en perspectiva.

Rizo decidió recrear este episodio del entonces sencillo muchacho flaco, quien tras ser remitido a Santiago por el escritor chileno Eduardo Poireir, resulta visualmente, con su edad y su indumentaria, reducido ante las expectativas del delegado anfitrión. El propio Darío cuenta tras partir la multitud, quedando solo en la estación:

Como ya no había nada que buscar, nos dirigimos el personaje a mí y yo al personaje. Con un tono entre dudoso, asombrado y despectivo me preguntó: ¿Será usted acaso el señor Rubén Darío? Con un tono entre asombrado, miedoso y esperanzado pregunté: ¿Sería usted acaso el señor C. A? Entonces vi desplomarse toda una Jericó de ilusiones…

Llegando a Azul, se conoce de este trascendente libro, que sería el erudito y escritor español Juan Valera, cuyo nombre se pronunciaba en alto sobre la mesa de la Real Academia Española, quien haría la primera y distinguida crítica de dicho texto; proclamándolo desde Chile a la vieja península, marcando entonces con una primera edición de 18 breves cuentos en prosa y 7 poemas, la inexorable entrada al modernismo hispanoamericano.

La crítica de Darío a su contemporaneidad mereció un espacio en este poemario Azul, «El rey burgués», un cuento agridulce donde delata la degradación del gusto y apreciación del arte ante la nueva clase, la opulencia burguesa y la consciencia frívola. Utiliza Rizo este pasaje para desenvolver otro de sus cuadros; impera en esta obra una particular coexistencia de luz y sombra, dividiéndola entre el interior y exterior del palacio. Balancea desde el reflejo interior, traspasando hacia afuera un decorado de verjas, alcanzando en el patio del recinto un purpura nocturno, matizando el follaje y las esculturas que allí coloca. Sitúa en primer plano, en medio del jardín y la fuente, al solitario rimador postrado sobre una caja de música, derramando así toda la gracia del poeta sobre la decadente figura; sobresalen de la fachada palaciega los detalles de querubines, ninfas desnudas y una extraña fauna, transmitiendo de este modo una mixtura barroca. En la intensidad lumínica interna, presenta al rey en consonancia con sus cautivas doncellas en el salón majestuoso.

Al igual que el cuento, el poeta ocupa en el drama del cuadro la peor parte, esta indignación de Darío percibiendo el reducido valor del poeta ante la modernidad, se manifestaría en distintos momentos, así se advierte también en el umbral de sus prosas profanas:

Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de República no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabal! de cuya corte —oro, seda, mármol— me acuerdo en sueños...

Los capítulos pictóricos de Rizo se ocupan también de los poemas «Los motivos del lobo», «Pegaso”, «El sátiro sordo», «El reino interior», «Margarita», «Palomas blancas y garzas morenas». Ofreciendo desde la imagen un renacer de poesía, un donaire del tiempo cosmopolita, y el preciosismo incrustado tras el elocuente discurso de la luz.

Notas

Aguilar Leal, R. (2004). Rubén Darío: Autobiografía. Ediciones Distribuidora Cultural.
Agüero, A. (2003). Mauricio Rizo pinta cosmos poético de Azul....
Chow Arcia, J. (1995-2002). La paja en el ojo. Editorial Enlace.
Darío, R. (1905). Cantos de Vida y Esperanza. Fundación biblioteca virtual Miguel de Cervantes.
Darío, R. (1907). El Canto Errante. Madrid: Editorial Mundo Latino.
Darío, R. (1896). Prosas Profanas. Fundación biblioteca virtual Miguel de Cervantes.
Entrevista al crítico de arte nicaragüense Juan Chow Arcia.
Lovo, A. (2008). Mauricio Rizo: El imperio de la Luz. 400 Elefantes, Revista nicaragüense de arte y literatura.