Si Dios es más fuerte que el Diablo,
¿por qué no mata al Diablo y así él no hará más hombres malos?

(Daniel Defoe, escritor inglés)

El fragmento N° 58 de Heráclito asevera: «el bien y el mal son uno». La unidad del bien y el mal los referiría como idénticos y contrarios al mismo tiempo. El ser de uno se constelaría gracias al otro, de modo que el lenguaje expresaría las antítesis de los conflictos envolventes de hablantes y oyentes: «Si no hubiese injusticia, se ignoraría hasta el nombre de la justicia» (Frag. N° 23) y «la enfermedad hace agradable la salud; el hambre, la saciedad; la fatiga, el reposo» (Frag. N° 111). El bien y el mal son denotados como términos del enfrentamiento de lo que nombramos y lo que prescindimos; lo que comunicamos y lo que callamos. Es la ambivalencia infinita de lo que es y lo que no es, porque: «el conflicto es comunidad […] la disputa es justicia, y […] todo llega al ser por la disputa» (Frag. N° 80).1

Pese a la oscuridad de sus fragmentos, Heráclito rechazaba el esoterismo semi-religioso, el plagio místico, el engaño a incautos, la perversión de las ideas profundas con fines prosaicos, el prestigio y la fama sin escrúpulos ni nobleza; la ligereza en la composición de ideas falsamente propias y el ejercicio inicuo de la autoridad intelectual. Le repugnaban los círculos esotéricos de poder con secretismo. Tempranamente respecto de la cultura clásica, asentía la preeminencia de los «demonios» en la vida del hombre, afirmando: «Su carácter es demonio, para el hombre» (Fragmento N° 119). La palabra δαιμόνιον (daimónion) denotaba la fatalidad que determinaría la índole de cada ser humano; es decir, el fate latino: el hado o el destino.

Aproximadamente, dos siglos después de Heráclito, la religión persa que fue anunciada como dualista por Zoroastro, mentaría a Ahura Mazda como el origen de Ohrmazd, asociado con la luz pura y de Ahrimán, proveniente de las tinieblas. Desde su inicio en el siglo VII a. C., el zoroastrismo impactó sobre la cultura occidental e incluso sobre Oriente, especialmente, con el libro sagrado, el Avesta. Sobre India y el budismo, influyó la simbología de la luz y, sobre el judaísmo, los ángeles y demonios; los premios y castigos; la inmortalidad del alma, el juicio final, el infierno y la imagen de Satanás, inicialmente siervo de Dios; además de la suposición en un Mesías. También hubo influencia sobre la doctrina de los milenios, el libro celestial de las acciones humanas, la resurrección y el paraíso en la Tierra y en el Cielo.

Zoroastro, que vivió presumiblemente entre los siglos XVII y XIII, proclamó el henoteísmo, aceptando la existencia de varios dioses, aunque solo uno sería digno para ofrendarle fidelidad y adoración. La energía del creador se representaba con el fuego y el Sol, símbolos duraderos, radiantes, puros y sustentadores de la vida. Alejandro Magno, en el siglo IV, habría ordenado traducir los textos originales persas y, conociéndolos, sentenció quemarlos.

Mircea Eliade, siguiendo fuentes zurvanistas,2 afirma que Zurván fue dios del tiempo infinito y destino ineluctable, rigiendo el ciclo de nueve mil años. Los tres mil primeros años corresponderían al reino del mal, de Ahrimán; los tres mil siguientes, al de Ohrmazd y, los tres mil últimos, serían el escenario de lucha entre el bien y el mal. Cada hombre resolvería su vida según uno u otro principio, sobreviniendo en la historia de la humanidad, después de una larga lucha sin tregua, la victoria final del bien. Este se asociaría con el día y la vida; en tanto que el mal, con la noche y la muerte; teniendo ambos principios las fuerzas espirituales que cada hombre elegiría internamente, acercándose al bien, aunque sin poder alejarse del mal; con libertad y responsabilidad y, ulteriormente, con recompensa o castigo, con felicidad o ruina moral. Cada alma, después de la muerte, sería juzgada teniendo en cuenta sus acciones rectas, sus buenos pensamientos y buenas palabras; aunque al final de los tiempos, el mal sería aplastado y todas las almas serían salvadas.

Dos núcleos forjaron la fundamentación cultural en Occidente, constelando un universo con el papel femenino asociado al pecado y al mal: son Eva y Pandora. No habría acontecido si se hubiese concebido la sexualidad libre y sin mancha; pero, las mujeres debían ser consteladas como seres pecaminosos, responsables de catástrofes que destruyen el orden y vehículos de la maldad. Deportadas por Occidente a la modorra doméstica, fortalecerían el imaginario machista con el varón como protagonista de una historia ajena y excluyente.

Eva es responsabilizada de la aparición del mal en el mundo; siendo con Lilith, la mujer demonio, los vehículos de la maledicencia en la historia. Son contenidos arcanos que sustantivan la inferioridad femenina, satisfaciendo la tentación, el deseo y el poder del varón; correspondiéndole, en un caso, la esfera doméstica sin libertad, el castigo y la maternidad y; en el otro, la caída, la lujuria y la concupiscencia.

Con una antigüedad al menos de dos milenios y medio, el Génesis muestra la prohibición que Dios impuso al hombre, bajo riesgo de muerte, de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal; aunque no le prohibió lo propio del árbol de la vida e inmortalidad. Adán y su mujer fueron prohibidos por la tutela divina, para su pueril bienestar y apacible quietud en el lugar privilegiado de la creación. Eva y Lilith impidieron que el Adán real de carne y hueso se convirtiese en el Adán ideal e inmortal. Que el mal adviniera en el mundo y que Eva tuviese connivencia con la Serpiente, satisficieron las condiciones de existencia de la humanidad. Adán fue víctima de la perfidia de la Serpiente y la vulnerabilidad pecaminosa de Eva, con quien quedó destinado a ser el padre contingente y finito de la humanidad.

Dios creó un ángel de alas desplegadas como protector del árbol de la vida, lo vistió preciosamente haciéndolo un querubín sabio y bueno. De súbito, obnubilado por su propio esplendor y ensoberbecido por su belleza, la maldad apareció en él. Su sabiduría se corrompió deseando brillar más que Dios y su bondad se diluyó por el interés de ser más bello que su Creador.

El mal apareció metamorfoseado en la Serpiente. El ángel que debía proteger el árbol de la vida se transformó en el «contrincante», Satanás, también en Lilith, reina de los súcubos. Después, habría nuevos cambios, anidado el mal en la Tierra.

Mantener a la humanidad en el jardín de las delicias estuvo condicionado a que el hombre y su mujer permanezcan sometidos a la Ley. El carácter patriarcal del Dios judío mienta el principio de realidad que prohíbe la trasgresión, restringiendo el conocimiento. Y esto se debe a que solamente sabiendo cómo patentizar el mal, se lo efectivizaría; solo siendo consciente de su existencia, el hombre lo preferiría. La caída es la trasgresión del orden divino, usando la libertad y albergando pulsiones de maldad. Se trata de la omnipotencia y los celos, de la desobediencia y la soberbia luciferina, y de la mujer como causa, meta y mecanismo de la nefasta trasgresión.

El ser femenino se consteló en la narración mítica judía como la causa insidiosa por la que el hombre despertó el resorte de igualarse a Dios; pero la motivación profunda fue el pecado de tener poder. Después de que Adán y su mujer distinguieran el bien del mal al comer el fruto prohibido, supieron que existía una forma de alcanzar el poder de Dios: lo lograrían si comían el fruto del otro árbol sobre el que Dios calló y que, si lo ingiriesen, serían inmortales. Sin embargo, Dios se adelantó a tan nefastas consecuencias, los expulsó del Edén y los condenó a la condición humana. Desde entonces la humanidad tendría que trabajar para vivir, la subjetividad de cada individuo de la especie cargaría el peso de la culpabilidad de Eva arrastrando a Adán, y ambos con su progenie estarían destinados a crear universos de vida temporales, inconsistentes e irremisiblemente conducentes al esfuerzo, la muerte, la angustia y el sufrimiento.

Es curioso para la teología, el insondable plan de Dios consumado con el mal instalado en el mundo, proveniente de una creación perfecta, improvisadamente metamorfoseada, de un querubín alado que generó la expulsión del paraíso, aunque, felizmente, también la trama salvífica. Si bien Adán cometió la peor falta, con el advenimiento del mal como corolario, también gracias al primer hombre se afirmaría la esperanza en un Mesías que cumpliría desde entonces en el imaginario occidental, el papel de Salvador de la humanidad.

Respecto de Pandora, cabe referir que, oponiéndose al estereotipo machista que asigna un papel pasivo a la mujer, Jean Baudrillard refiere cómo las mujeres llevarían a término el rito activo de la seducción. El autor francés dice que cuando una mujer seduce, «eclipsaría» todo contexto y voluntad, tiñendo con un color especial las relaciones afectivas, amorosas y sexuales, pletóricas de una fascinación extraña. El amor y el acto carnal se constituirían en un adorno de la seducción. La mujer jugaría, su cuerpo se volvería apariencia pura y se convertiría en una construcción artificial adherida al deseo del otro. Tal, la metáfora de la imagen de Pandora en la mitografía griega, legándola al imaginario de la cultura occidental respecto de la subjetividad femenina.

Jean Baudrillard argumenta que la negación de la anatomía del cuerpo se efectivizaría en el rito. En este, las ceremonias que enmascaran, dibujan y engolosinan los momentos que seducen a los dioses, los espíritus y los muertos; los actos leves en los que el cuerpo fascinaría al verdugo o al público se constituirían en el soporte material, decorativo y cosmético, siendo el artificio de la veleidad.3

Pandora tenía la imagen y las formas de los dioses, con importante participación de las diosas. Tanto Apolo le enseñó música y Hermes la hizo proclive a la maldad, negándole la inteligencia; como Atenea la vistió, las Gracias la enjoyaron, las Horas la cubrieron de flores y Afrodita le dio su belleza. La primera mujer llevó al mundo la belleza divina, siendo seductora en grado incontrastable. Según Baudrillard, la seducción se realizaría, no por la belleza natural, sino ritual. Cubrir el cuerpo de apariencias, de artimañas, de parodias y de simulaciones; desplegar el arte cosmético del maquillaje y la moda, sería «hacerse rival de Dios y oponerse a lo creado». Siendo Dios masculino, su antípoda contemporánea sería la star. Toda star, varón o mujer, sería femenina por ser artificial y porque desplegaría una seducción fría, malvada y sin brillo intelectual. Lo femenino sería la efigie del ritual, el rito en el que el objeto sexual sería envuelto asiduamente por la seducción, sin que exista identidad alguna que devuelva la imagen femenina a su deseo natural.

Jean Baudrillard piensa que la seducción a la que dan lugar las imágenes de los mitos antiguos sería caliente, en oposición a la seducción de las imágenes mass-mediáticas contemporáneas: todas frías. Sobre los ídolos que ejercerían seducción dice que serían estériles, es decir, no se reproducirían y sólo renacerían de sus cenizas.4

La misión mítica de Pandora de propagar los males sobre la tierra tuvo un significativo impacto sobre distintas expresiones del imaginario occidental, heredero de la tradición judeocristiana. El mito griego no estuvo tejido a contrahílo, por ejemplo, del poder ideológico y político de la Iglesia, patentizándose la representación de la figura femenina tanto en Pandora como en el deleznable rol de Eva, precipitando la caída en el pecado, la seducción ritual y, con énfasis a partir desde el siglo XVII, con lo que sería la imagen de las brujas.

Notas

1 Heráclito, Fragmentos. Trad. Luis Farré. Aguilar. Iniciación filosófica. Buenos Aires, 1977.
2 Historia de las ideas y de las creencias religiosas. Trad. Jesús Valiente Malla. Tomo II: ‘De Gautama Buda, al triunfo del cristianismo’, Cristiandad. Madrid, 1978, pp. 304-5.
3 De la seducción. Trad. Elena Benarroda. Cátedra. Teorema. Madrid, 1989, pp. 83-8.
4 Ídem, p. 92.