Así como una persona tiene un discurso diferente dependiendo del idioma en que hable -presumiendo que domina dichas lenguas-, podría también acontecer con la manera de expresarse de un escritor según el pseudónimo que elija para tal o cual ocasión.
Para muchos autores, su fecha de nacimiento artístico es la del día en que encuentran el nombre con el que firmarán sus escritos. Ese «nombre de guerra», en el mundo de la literatura, es una necesidad para poder desprenderse de todo lo particular -o personal- que pudiera entorpecer a la tarea que las musas le han encomendado, y para poder dedicarse a lo más importante y general, es decir, el susurro oculto de sus textos. Porque no podemos separar sin sufrimiento accidental el mensaje del mensajero. Basta con mezclar dichos geniales y adjudicárselos a personajes nefastos, o bien realizando el ejercicio de manera inversa para comprobar esta idea. He aquí lo impoluto de los dichos y de los textos anónimos.
Igualmente, mi interés primario mientras escribo esto, que tal vez lean, es pensar sobre las otras razones por las cuales una persona que escribe, deba o necesite, hallar y utilizar un pseudónimo.
Entre las razones pragmáticas (o de los hechos) podríamos encontrar el caso de Pablo Neruda (Ricardo Neftalí Reyes Basoalto) que no quería que su padre -trabajador ferroviario- supiese que su joven hijo se había enamorado de esa cosa tan peculiar y desconocida llamada poesía. Tal vez, y por mayores riesgos, fue necesario que lo hiciera François Voltaire (de real apellidado Arouet), y astutamente Platón con su alter ego de Sócrates adjudicándole todo lo peligroso que quería decir.
Lo que a mí me ha provocado placer, y cosa que he sugerido en talleres literarios que tuve a cargo, fue el insinuar a la situación inspiradora y provocadora de escribir haciéndolo con otro nombre inventado. Porque cuando uno lo hace con su santo y seña real sabe, consciente e inconscientemente, que le atribuirán muchas virtudes y defectos sin otra razón que por el prejuicio que pudiera generarse por la procedencia y conocimiento de ese apellido. Juguemos con el ejemplo de un tal Juan Hernández y apostaremos que rápidamente nuestro pensamiento dirá que se trata de un escritor hispano y que muy probablemente escriba poesía como ese Miguel, el español, o gauchesca como aquél otro José, el argentino.
Yo insisto con seducir a la sorpresa de vernos escribiendo con nombres que nada tienen que ver con nosotros para poder expresarnos libremente y jugar, como en el teatro, a ser un otro y ser otra vida, momentáneamente o para siempre. Algo así como jugar con un personaje, que tenga origen y profesión aleatoria en un bar de citas una noche con los colegas, pero en esta ocasión para seducir a las musas que son mujeres mucho más complicadas.
Hay algo más interesante que el dramaturgo lo conoce y tiene por oficio. Eso de ponerse en la piel de otro y desarrollar así un instinto natural en la práctica de las vivencias. Todo circunscripto a la academia de los desafíos necesarios para quienes se llamen, o quieran que los llamen, literatos.
Ponerse a sí mismo el nombre de quien fuera triste protagonista de una crónica policial y víctima por razones raciales, étnicas, sexuales o religiosas. Dicho de otro modo, ejercitar a la empatía artística y social.
Así, muchos como yo, dependiendo sobre qué tema escribamos, utilizamos nombres que puedan combinar todo lo enunciado, sin importar si al momento de la publicación seremos, o no, ese escritor fantasma que voluntariamente decidamos -o necesitemos- encarnar.
Anónimo será siempre el nombre más heroico de todos los mensajes mejores escritos de la humanidad. Porque sin prejuicios sobre la persona, permanece lo contundente y lo valedero. En fin, quizá no firmar el texto será el más perspicaz de los bautismos.