Roberto Murillo (Costa Rica, n. 1961) es uno de esos creadores centroamericanos que en la última década se ha venido adentrando en las tinieblas del presente a partir de su propio universo tenebroso para comunicar mediante una gráfica figurativa rostros y cuerpos vulnerables e indefensos que intentan denunciar la angustia y fragilidad humana ante las asimetrías sociopolíticas y culturales en una suerte de dialéctica existencial.
El crítico de arte, Juan Carlos Flores Zúñiga, examina en esta oportunidad su proceso y obra en su primera década como artista gráfico disruptivo en un medio dominado por la complacencia y la falta de sustancia.
Uno de mis recuerdos de infancia recurrentes era cruzar la puerta de nuestro hogar en Belén de Heredia, para encontrar a modo de bienvenida una enorme Biblia desplegada sobre la repisa de la sala exhibiendo el libro de los Salmos.
Me intrigaba en particular el Salmo 42:7-9 escrito por el Rey David, atribulado por la traición en su propia familia, que cantaba angustiosamente: «Un abismo llama a otro abismo en el rugir de tus cascadas; todas tus ondas y tus olas se han precipitado sobre mí».
Crecí como muchos católicos bajo la doctrina de Agustín sobre el pecado original que proclamaba que todas las personas nacían quebrantadas y egoístas, salvadas solo mediante el poder de la intervención divina.
Más tarde llegó a mis manos el Leviatán (1651) del filósofo Thomas Hobbes que argumentó que los humanos eran salvajemente egocéntricos; pero que sostenía que la salvación no llegaba a través de lo divino, sino a través del contrato social de la ley civil. Por otro lado, filósofos como Juan Jacobo Rousseau sostenían que las personas nacían buenas, preocupadas instintivamente por el bienestar de los demás.
¿Somos buenos o malos por naturaleza? En otras palabras, ¿la oscuridad es parte inherente de nuestro ser desde que nacemos o hay elección cuando nos sentimos seducidos por la oscuridad? La ciencia puso a prueba la religión y la filosofía en una serie de siete estudios realizados por psicólogos del desarrollo humano de las universidades de Yale y Harvard cuyos resultados se divulgaron en el 2012.
En uno de los estudios se identificó un marco dual en la toma de decisiones humanas que operan mediante dos mecanismos, la intuición y la reflexión. La primera suele ser automática y no requiere nuestro esfuerzo, y conduce a acciones que ocurren sin comprender las razones detrás de ellas. La reflexión, en cambio tiene que ver con el pensamiento consciente: identificar posibles comportamientos, sopesar los costos y beneficios de los resultados probables y decidir racionalmente un curso de acción.
Los resultados fueron sorprendentes: en cada estudio, las decisiones más rápidas (es decir, más intuitivas) se asociaron con mayores niveles de cooperación, mientras que las decisiones más lentas (es decir, más reflexivas) se asociaron con mayores niveles de egoísmo (Ward, A. F., Scientific American, 20/11/2012).
Estos resultados sugieren que nuestro primer impulso es cooperar: que San Agustín y Hobbes estaban equivocados y que, después de todo, somos criaturas fundamentalmente «buenas».
Intuición vs reflexión
He aprendido al menos tres lecciones esenciales en esta tensión entre la intuición natural y la reflexión aprendida con respecto a mis aproximaciones y decisiones ante manifestaciones artísticas que abrazan la estética de la oscuridad:
- La oscuridad es inevitable en la vida y convivencia humana, así como en el arte porque reside en nuestra alma y en la del artista.
- Nadie, incluidos los artistas, es 100% bueno por naturaleza, se aprende a ser virtuoso —reflexión— solo con intencionalidad y…
- Nos identificamos con la oscuridad en personas, situaciones y expresiones artísticas cuando tocan cuerdas emocionales similares en nuestro propio ser. Es decir, cuando encuentran eco en nuestras propias luchas y comportamientos.
No obstante, somos seducidos por la oscuridad comunicada por medios artísticos cuando nos confronta o provoca sin consumirnos. Esto se entiende mejor mediante el «principio de placer» que, según Sigmund Freud, es una de dos fuerzas que regulan nuestra psique buscando la inmediata satisfacción y realización de todos los deseos y pulsiones reales o fantasiosas para reducir la excitación.
Por eso las imágenes oscuras y violentas en representaciones artísticas, la cosificación de la condición humana en las películas gore o de «zombis», así como las «notas rojas» en los medios masivos capturan la atención de la mayoría de los espectadores.
Somos consumidores adictos a la contemporánea «cultura de la muerte» desde nuestras confortables zonas de comodidad donde podemos consumir palomitas y una gaseosa mientras «disfrutamos» las imágenes chocantes que muestran la degradación de seres humanos, en la ficción o la realidad —eso no parece importar—, destruidos inexorablemente por la peste de la injusticia, el abuso del poder y la inmoralidad.
No son pocos los artistas visuales contemporáneos dentro y fuera de Costa Rica que aspiran a provocar un cambio político mediante sus producciones. Están convencidos de que si producen un arte sin concesiones y provocador sobre la oscuridad humana pueden, sino revertir, al menos provocar una reflexión en sus espectadores, en lugar de una respuesta naturalmente intuitiva de aceptación o rechazo.
Sin embargo, su visión es a menudo pesimista y distópica. En el fondo no creen en el cambio futuro de la sociedad que proponían los movimientos políticos de antaño. De hecho, su idealismo ha sido sustituido por una apelación al individuo al que provocan y seducen conectando su lado oscuro con el que representan en el plano bidimensional.
Universo tenebroso
Roberto Murillo es uno de esos creadores que, en la última década, se ha venido adentrando en las tinieblas del presente a partir de su propio universo tenebroso para comunicar mediante una gráfica figurativa rostros y cuerpos vulnerables e indefensos que intentan denunciar la angustia existencial ante las asimetrías socioculturales.
Nacido en 1976, en un hogar conservador de la provincia de Alajuela, mostró tempranamente una inclinación natural hacia el dibujo, primero con los crayones y luego con el lápiz. Sin embargo, se dedicó a aprender y apoyar a su padre en el negocio familiar y prosperar en ese ámbito, sin nunca dejar de dibujar, hasta que en el 2014 tomó la decisión de abandonar la comodidad de su posición y aprender a dibujar académicamente. Aunque tiene estudios a su haber, es un disciplinado autodidacta que ha hecho del dibujo su medio de expresión principal.
Tras concurrir a siete exposiciones colectivas, presentó virtualmente su primera individual en el 2020 con base en retratos dibujados al carboncillo sobre fondo blanco, de marcada gestualidad, que con frecuencia consistían en representaciones de figuras atemporales evocando estados anímicos opuestos.
El imaginario sociocultural de la pandemia fue el dramático contexto que aprovechó para su siguiente exploración gráfica trabajando con mayor amplitud el cuerpo humano y las interacciones entre distintos personajes masculinos y femeninos casi siempre desnudos en tensiones y poses imposibles, sobre fondos casi siempre oscuros que parecen más bien sombras de la ausencia, es decir presencia de algo que está por desaparecer. El uso de la fotografía como parte de sus estudios preliminares ha sido decisivo para la integración de las sombras y el negro en sus fondos de esta fase.
Su obra más reciente deconstruye y construye la humanidad del cuerpo explotando su fragilidad en espacios atemporales con un creciente tenebrismo gráfico que expone simbólicamente la sombría existencia de seres desgastados y las tensiones entre sus mentes y cuerpos angustiados.
Es importante precisar que el tenebrismo es una técnica de composición (a menudo confundida con claroscuro) en la que algunas áreas de la superficie del papel, en este caso, se mantienen completamente negras, lo que permite que una o más áreas se iluminen fuertemente, generalmente con base en una sola fuente de luz.
Sublimar la angustia
Lo reconozca o no, Murillo toma más inspiración de su propio pasado y presente existencial de lo que quiere admitir. Sublima en sus dibujos aquello que encuentra eco en quién realmente es interiormente, aunque no lo verbalice en textos y declaraciones.
Desde pequeño nunca intimó con sus compañeros de estudios, casi nunca invitaba amigos a su casa, evitaba los deportes y actividades sociales y se refugiaba en la soledad del dibujo. Se consideraba a sí mismo «el rarito» en su entorno y descubrió dolorosamente el precio de ser diferente.
Le tomó casi tres décadas dejar los retratos y explorar como adulto el cuerpo humano de hombres desnudos que parecían sufrir como si fueran cristos yacientes. Su rechazo ad-portas del catolicismo de sus padres, su abrazo del existencialismo ateo, no han podido ahuyentar la paradoja de esos personajes angustiados o ansiosos que entran en trance buscando una luz que, como en Caravaggio, no sabemos de dónde viene.
Su tratamiento de la luz y la sombra ha venido cambiado desde sus primeros desnudos creando efectos más dramáticos que se inspiran en el barroco italiano. De hecho, sus atmósferas sombrías sirven en su producción más reciente para enfatizar una oscura narrativa que comunica psicológicamente algo sobre la experiencia de vida marginal de los personajes representados.
Un artista colombiano notable, Luis Caballero, que atravesó como Murillo los ritos del catolicismo, fue introvertido, homosexual y se dejó envolver en la paradoja de los cuerpos masculinos desnudos que ni sufrían ni gozaban porque evocaban ambivalentemente el placer carnal y el trance religioso, preguntaba en 1982:
¿Cómo llegar a esa imagen concentrada en la que se mezclan placer y dolor; belleza, horror y deseo? ¿Cómo crear una imagen que sea real sin ser descriptiva? Una imagen que se imponga de un golpe y que no necesite «una lectura». ¿Cómo llegar a lo sagrado sin que se pierda lo humano?
Como Caballero, hay un paralelo en el tridente que marca su carrera y la de Murillo como dibujantes —sufrimiento, sacralidad y erotismo—. La figura humana es el elemento compositivo primordial —la mayoría de las obras de Murillo son desnudos masculinos— mientras el deseo expresado en la angustia de sus personajes gravita en sus creaciones hasta estructurar mediante contornos y volúmenes anatómicos su narrativa visual sobre una sexualidad alternativa.
El rostro está presente unas veces y otras no, porque le interesa estéticamente más el tejido corporal que las expresiones faciales. Lo que nos hace humanos, no obstante, es la corporeidad.
Frente a su obra más reciente, nuestra capacidad reflexiva tiende a ceder frente a la intuición primaria para responder a la oscuridad interna y externa de su juego poético y político que abreva en una larga tradición de «arte oscuro» que inició en el barroco europeo con Hans Memling, Hieronymus Bosch y Pieter Brueghel El Viejo, continuó con Caravaggio y Tiziano en el renacimiento italiano, y luego sumó el tenebrismo de los grabados y pinturas negras de Francisco de Goya y Theodore Gericault, para culminar con el modernismo surrealista de Salvador Dalí y la denuncia del horror y la hipocresía moderna por parte de Francis Bacon tras la Segunda Guerra Mundial.
Obra en proceso
Es un artista con una obra en proceso, que reconoce con candidez las influencias intelectuales y artísticas en sus dibujos y paga tributo a estas recordando en los títulos de sus series la fuente de su inspiración: Couplings (Bacon), 2021-2022; El infierno son los otros (Sartre), 2022-2023. Pero, que esto no llame a confusión, la influencia no define a este dibujante, que no copia, pero si aspira por ejemplo a la intencional visceralidad en las sombras y figuras borrosas de Bacon o la racional melancolía y pesimismo del caótico infierno representado en las pinturas negras de Goya.
Su más reciente muestra individual «La nuda vida» en Galería Talentum, hace referencia a los excluidos del estado de derecho e interroga en una tónica conceptual: «¿Somos todos descartables de una u otra forma en la prisión biopolítica?, ¿cuánto será capaz de subsistir el cuerpo ante el control y la virtualización de la existencia?»
Su retórica es ideológicamente afín a los discursos de moda en las corrientes del arte contemporáneo cuando habla de «la sexualidad ligada al poder soberano», «la desaparición del cuerpo» o su «biopolítica», pero su riguroso dibujo y cierto clasicismo formal traicionan sus dichos en el producto final que respira sin etiquetas conceptuales. En otras palabras, su arte aún en proceso supera a su narrativa política adoptiva.
No faltan en esta vena comentaristas que han tratado de emparentar a Murillo con la obra precursora de la expresionista alemana Käthe Kollwitz, particularmente por ciertas coincidencias formales en sus grabados y dibujos. Pero, seamos honestos, son realmente como el agua y el aceite. Se necesita mucha sal para mezclarlos.
Kollwitz testimoniaba emociones reales a partir de sus pérdidas y dolor personal, así como su sensibilidad social y convicción espiritual como pacifista al punto de ser políticamente perseguida. Como sus colegas expresionistas empatizaba con el sufrimiento humano, la pobreza, la violencia y la pasión. Creía que el artista debía ser honrado para poder representar la realidad.
Murillo, con la distancia innegable del tiempo, no representa la realidad del entorno, ni los valores universales que abrazaron artistas como Kollwitz, y tampoco padece las restricciones socioeconómicas y políticas de aquellos con quienes gratuitamente es comparado.
En términos de proceso creativo, está más interesado en construir o escenificar una realidad propia, donde tiene hasta cierto grado el control fiel a la máxima existencialista de que cada uno es libre de inventarse a sí mismo. No participa tampoco de las preocupaciones metafísicas que dominaron el modernismo, no oculta su ateísmo, sino que construye como un hábil coreógrafo escenas en la que despliega sus personajes-modelos bajo el dictado de la música y las poses lúdicas que registra mediante bocetos y fotografías que captan la tensión de momentos existenciales irrepetibles.
Expresión biopolítica
Ni su concepto es expresionista, ni su propósito es intencionalmente político contestario. Como ha declarado:
Juego con el cuerpo poético y político, así como los rostros de la ansiedad. Bajo la superficie encontré un arquetipo del humano de inicio de siglo, que sobrevive apenas, que se inventa mitologías leves, que se desintegra en el tiempo, ante el devenir tecnológico y la muerte; donde tres realidades se baten, la psicológica, la filosófica y la política, instancia negra a la que llamo la condición existencial y es en esa máxima desde donde yo construyo arte.
El carácter lúdico de su trabajo gráfico no le resta seriedad, pero si afecta en varios casos la profundidad conceptual de su propuesta que intenta cimentar con base en distintas disciplinas y fuentes intelectuales.
No son pocos los trabajos en que las figuras en posturas imposibles se vuelven más bien entretenidas devaluando el propósito simbólico original. El problema estriba en que a menudo el artista se «divierte» tanto provocando al espectador que no pone suficiente atención al propósito de la representación que según él testimonia: «Males actuales tal cual, enfermedad, depresión, ansiedad, soledad» para que las personas puedan «hallar algún sentido y mantenerse a flote».
Otro aspecto importante de sus composiciones es cierto grado de obsesión por lograr que la emoción sea parte del cuerpo o al menos de los movimientos provocados por la danza a la que somete a sus modelos en el estudio. Al final su objetivo es reducir la emoción a una forma, pero para llegar allí aún le falta dibujar mucho.
Mirando el abismo
El arte oscuro de Murillo evoca mirar hacia el abismo —de manera que como espectadores podamos confrontar el lado oscuro de nuestra naturaleza sin ser consumida por esta. Pero, a pesar de la reticencia espiritual del artista, Lamentaciones 3:2 nos recuerda que: «Él me ha guiado y me ha hecho andar en tinieblas y no en luz».
En perspectiva, no hay nada más irónico para mí que haberme convertido en ateo a los 14 años «gracias a Dios» levantando mi voz a los cielos para decirle: «No puedo creer en ti».
Cada vez que identifico un artista con potencial como Murillo, pero endebles convicciones espirituales me afirmo en la convergencia metafísica y científica de la física cuántica de que no existe el vacío en la vida ni en el arte. Nadie crea desde cero.
Toda construcción o deconstrucción parte de algo, más en arte, pero una suerte de negación a veces nubla nuestra visión y entendimiento. Puede ser el resultado de situaciones irresueltas o sencillamente una obstinada confianza en la necesidad de control o arrogancia intelectual.
Por ello, nos recuerda Kandinsky quien era también ateo: «Todo hombre que se sumerge en las posibilidades espirituales de su corazón es un valioso ayudante en la construcción de la pirámide espiritual que algún día llegará al cielo» (De lo espiritual en el arte, 1911). Por su parte, el filósofo Josef Pieper, en un ensayo publicado por primera vez en 1952, escribe que «la capacidad del hombre para ver está en declive» debido al «ruido visual». Por vista, Pieper no se refiere a «la sensibilidad fisiológica del ojo humano», sino más bien a «la capacidad espiritual de percibir la realidad visible tal como es realmente». «El mero intento», escribe, «de crear una forma artística obliga al artista a echar una nueva mirada a la realidad visible».
Quizás, sin embargo, nuestra visión en franco deterioro sea tanto espiritual como fisiológica. Si aceptamos la premisa de que la materia no revela el espíritu (como lo hacen tanto los materialistas como los gnósticos) —si la vista no puede descubrir el misterio del ser, sino solo evaluar las mercancías o para los efectos los bienes culturales y artísticos—, ¿por qué molestarse realmente en mirar las cosas y menos en representarlas?
Nuestros ojos siguen a nuestras almas hasta el aburrimiento o hasta el abismo al que somos atraídos por nuestra propia oscuridad interna guiados de la mano por un creador prometedor en proceso al que le falta aún mucho por dibujar.