La noche viene a nuestro encuentro: nadie va en su búsqueda. Estamos hechos de esa máscara de cielo y atmósfera azules y la noche nos embosca en el planeta, en el sueño o en la muerte. La noche reclama para sí toda luz y su tiniebla reclama ojos para que veamos sus pobladores nocturnos: estrellas, rayos, la luna o las luces de los Hombres. El sol enceguece con afilada violencia... la noche enceguece con sedosa verdad e inocencia. Nos penetra de la aristotélica hylé amorfa y esencial y nos sumerge en ella... y de ella surge la indescifrable ananké: el destino de todos y de todo lo que está en ella, lo ignorado por no visto; en el límite impreciso, en lo conjetural.
Profecía y enajenación se alían en la ceguera nocturna: ni ve, ni deja ver, dándole la razón a Licofrón: hay una unción secreta entre el saber y el alma. En la noche se recoge el toldo celeste del ensueño y el negro esqueleto del Universo se deja ver. La noche reclama nuestra vista y pide le devuelvan los sueños y pesadillas del día quimérico, porque de noche todo es verdadero: lo vio Tiresias... si cerramos nuestros ojos al día y los abrimos a la noche seremos los Calcas, Melampos o Casandras de nuestra alma.
Lo que brille de noche será una grieta a la opacidad de la conciencia. Sabremos, sí, que en la noche caminamos por la espalda exterior de lo real. Nuestra ceguera ante el ardid del día, al cual confiamos nuestra idea de realidad, nos lleva a la hybris de la razón, a la desmesura del cálculo y la especulación. La razón desangra nuestro espíritu y en la misma hybris reside el castigo al héroe. ¿Cuál habrá sido la desmesura que causa el paso hacia la noche de la mente? ¿La rebelión contra la vida? El desconocer la Ley y, sin embargo, desafiarla con la arrogancia del creer saber, lleva a un fatalismo autodestructivo: caemos en nuestra noche por la fuerza irrefrenable de lo divino (Esquilo).
El héroe cae y en el golpe se desactiva la rebelión. Aunque sea Prometeo o Lucifer quien traiga la luz del fuego divino (ver Elogio de la Oscuridad), en la noche del alma comprendemos lo inútil de nuestra rebelión contra la tiniebla que reclama humildad para nuestra redención. Tras el aturdimiento del sol, la noche nos halla entre el orgullo y la culpa. Tal su valor terapéutico: reconocer la esencia de nuestra derrota. Del creer que esas horas en las que el sol nos niega la verdad de la noche, sirven para alcanzar el Árbol del Conocimiento, surge el enigma del dolor en las manos del dios: pensamos el pensar como atributo de superioridad, pero a la luz del sol mediterráneo, el árbol se marchita en las calles de Sócrates: lo ignoramos todo. Mientras que, de noche, el yo se enfrenta a la ausencia de cualquier tú, y sólo nos puebla la oscuridad de la verdad... esa oscuridad que no es un «algo» sino una metáfora de todo.
La noche, metáfora de lo universal
Y no porque veamos en ella a las estrellas o la luna la noche no invade la casa y, de modo impreciso, invade también el corazón y nuestra intimidad. Hace que nos descubramos como seres oscuros enfrentando nuestra naturaleza... aunque encendamos lámparas. En nosotros, en nuestra noche, el sol se convierte en el héroe muerto, el espacio lo llena todo y el tiempo es una baratija con la que juegan los niños... tanto el oscuro niño judío del pesebre o el aburrido niño de Heráclito.
La noche quiere hablarnos de la Eternidad, pero como no hay agujas ni péndulos nos hundimos en un negro mar de ausencias. El anonimato se vuelve el envoltorio de nuestro yo. Participamos de toda la negrura que nos rodea sin estar ahí. No hay conexión posible: la noche nos disuelve. Todas las distancias se interconvierten. Las manos se extienden y reconocen aquello que supimos ver de día: están allí, pero ya no vienen hacia nosotros. Las cosas se exhiben en su total inercia e indiferencia y desde su inmovilidad resurgen como amenaza. De noche el yo no sirve más... somos algo que es ofrecido: ya no sacrificamos algo al sol, sino que somos la ofrenda que yace en el altar. Habrá sol y días absolutos, pero para nosotros sólo es posible la noche. La noche como evidencia de nuestra muerte sacrificial, por representar el mal de haber pretendido existir entre las cosas... rebelión simbolizada por el día. La noche es nuestro velatorio tras la aventura de haber querido ser: buscamos el todo y nos quedamos con el infinito. Buscamos la ontología del sol y nos quedamos con la metafísica nocturna... La noche nos muestra que siempre fuimos un no con veleidades de sí.
En la noche pasamos a habitar una nada que se expande sin límites, porque en ella, la filosofía se convierte en teología o en mística. La diurna certeza de la cosa, su ser y su presencia que se pasean por el mediodía del ágora, en la noche es un sufrido hebreo que busca, infructuoso, refugio en una posada... pero no hay sitio para él con el Hombre. Es la noche que ya habla de la futura soledad de la tumba: el sentido de lo real es verdad que advino divina. La noche se come al sentido: ahora todo puede ser. La libertad de la noche no es para el Hombre: «si buscas la verdad en el reposo de la noche no hay sitio para ti en la posada... Hay un pesebre aquí cerca... quizás si buscas entre animales... Ellos están aún, en sus noches, en la Edad de Oro. Los griegos la trajeron desde Pakistán... pero los ayeres de gloria no son para nosotros, los judíos... Nosotros sólo tuvimos ayeres de esclavitud». Hombre sabio el posadero. Por eso el cristianismo añora mientras el judaísmo espera. Gólgota y Getsemaní fueron los montes nocturnos trabajando en la mente del Hombre para liberar en ella la nada.
La torre del Universo del sentido se viene abajo con la llegada de la noche... sólo la fe en la noche de la mente impide la muerte total. La cosmología omnímoda de las edades antiguas había derivado hacia la razón griega, pero en esta oscilación se terminó cayendo en la particular tarde romana: orden religioso y político: donde pisa el pie de un general romano es Roma... y con él sus dioses: «Eres el dueño del mundo» le dice Cleopatra a Marco Antonio en la pluma de Shakespeare... e imaginamos: «...ahora mis dioses, que perdurarán por siempre en el cielo noctívago, atraparán con sexo nocturno ese mundo tuyo». Y desde esta cópula acontece la noche a Roma y, con ella, el Mediterráneo todo anochece (se «entristece» dirían Freud y Nietzsche). Y de esa nueva noche surgen los estoicos, los epicúreos, los cínicos... las búsquedas nocturnas de Isis, Orfeo o Mitra: encontrarse con la noche perdida.
Dos escenarios
Es que la realidad visible del día del alma atrapa al Hombre en un mezquino escenario de límites insalvables. La libertad del Hombre, en cambio, estará en el escenario de la noche del sueño, del arte, la imaginación, la creencia. Como los judíos del cuento, antes sólo padecimos la esclavitud de lo real al rayo del sol... hasta que Cristo buscó entre animales la verdad nocturna para nacer. En nuestra noche somos testigos de la voluntad inconsciente que nos es ajena, que nos demuestra que no somos nosotros los que vivimos, sino que somos vividos por nuestros fantasmas diurnos donde la vida nos vive como un mal sueño. Pero de noche los sueños no son reales: son verdaderos. Es verdadera esa fiesta satánica de la ensoñación creativa que engendra pinturas, sinfonías, sueños, poemas y amores. Las verdaderas fiestas son nocturnas: encendemos farolas, velas, fogatas ¡por fin somos dueños del fuego! Somos Tiresias -que ve porque no hay luz- y donde Prometeo, Lucifer y Psyche son reivindicados. La noche exige la entrega de la mente sin definiciones.
Yo, de noche, he escuchado sin verlo al verdadero mar erguido sobre la playa, y he visto las luces de neón bajo las que velan las mujeres y los hombres invisibles del día. Estas palabras, incluso, fueron siempre escritas de noche, para que lo nocturno invada la vista del alma y se vea la pluralidad verdadera. Su ley es única y es negra: ya no sirven los espejos de la razón que especulan y reflexionan. El espejo está de noche en el infinito y así la luz se irá sin retorno: Fuga Mundi, Alma Mundi (fuga del mundo del alma del mundo). De noche, el ser se toca a sí mismo en el infinito. De día se es -según Ricoeur- un sí mismo como si se fuera un otro, pero de noche podemos amar al prójimo otro como a un sí mismo, sencillamente porque de noche cierran los mercados: ya no podemos negociar con el otro nuestra identidad, cabalgamos en el lomo de la soledad. En la noche de la dispersión ya no podemos dispersarnos.
En la noche árida
En la noche árida,
el relámpago
sobre las luces de la ciudad.Algo de luna
y un cigarrillo ardiendo
y el último coche que pasará.Me despeño desde la acera
al adoquín, al verdín...
a la morada azulnegra
donde duerme la noche:
un ser más grande que la vida...¡Que nada la despierte, así no amanece!
Así se quedarán por siempre,
latiendo los sueños en el mundo.¡Es de noche en toda la Tierra!
¡El sol de la mañana es otro sueño más!
Aunque veamos el trajín del verdín en el adoquín
reímos porque la fiesta está muerta
bailando alegre, vestida de noche.No distingo los senderos en los jardines,
no veo a los ladrones, ni a los amantes,
ni a los solitarios con frío sobre las rejas.
Veo sólo al último coche que pasa...Atravieso un sueño blando y frío
como hecho de sigilos sin alma
y me pierdo en él,
y me acurruco en él,
y cierro los ojos
y poco a poco me voy. Yo solo.
De noche... de noche bien cerrada.
De noche clausurada.
Disuelta, profunda
y razonablemente indecible.
El yo, que en nada se posa durante el día, de noche se inactiva... pero no se duerme. Tampoco sospecha que en su silencio sienta sus reales la palabra «yo»: no hay ni instante, ni intensidad ni autenticidad en la noche. Todo principio volitivo se disuelve en devenires, azar y multiplicidad. El silencio nocturno es libertad porque es derrota: el Romanticismo es nocturno. No hay con quien mercar porque el mercado ha cerrado, es de noche y desaparece la moneda dorada del sol que vende y compra lo real. Es de noche en el alma y todo es ahora un obsequio. Mis fuerzas apenas si alcanzan el límite de lo ingenuo: con ansiedad rompo el envoltorio celeste del día y me encuentro con la noche siempre virgen. Su hambre de ser por fin satisfecha, salvo el deseo sin final del sol, solo nos queda, para ambos, otra forma de la nada.
En la noche madura la tormenta del devenir que asalta el abismo de lo existente. La noche es boca y tumba abierta hasta el confín de la divinal garganta, y en ella mi yo se asoma y se abisma... y entonces podrá decirle a mi, ahora, verdadera alma:
Y vendrás sobre la negra rosa de la noche
y me convertirás en su sombra y su fragancia.
Y me dirás el orden oculto de sus estrellas
para que llore por ellas las oscuras distancias.En el alma de la noche veré el paraíso
que ella sueña en fuliginosa morada
y me dará el sentido de un Proteo cabal
de la forma final, que sin saber buscaba.