Ritual de fin de año
Todo empezó con un resfriado. Desperté un domingo por la mañana con el estómago vacío y la nariz congestionada. Un clásico: era la gripa de otoño que tumba a los capitalinos en casa por tres días, o se extiende sutilmente durante un par de semanas. Nunca hay punto medio en la Ciudad de México, realmente. Menos en noviembre que, a pesar de la crisis climática, conserva sus típicas bajas de temperatura. Mientras que el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl coronan el horizonte con una manta de nieve prístina, a los capitalinos se nos atascan las vías respiratorias con flemas. Es casi un ritual de fin de año.
Mientras apilaba montañas de pañuelos sucios, se disparó una genuina curiosidad periodística. A casi 4 años de haberse declarado la pandemia por COVID-19, me puse a investigar cuántos muertos había dejado la crisis sanitaria. Hasta ahora, al menos, tras el silencio que permite la muerte de la coyuntura. Como si no se hubiera hecho nunca, quise comparar las cifras contemporáneas a las de la peste negra, que azotó Europa durante el siglo XIV. Los registros actuales de la OMS se acercan a los 3 millones de decesos, con considerables «baches de información», según los describen en su portal oficial.
Los números trajeron ventiscas de imágenes polvosas. El recuerdo sigue vivo para quienes nos encerramos con rigor: en lugar de que las iglesias se atiborrasen de cadáveres y calacas en los muros, como sucedió en el Medioevo, estampamos las redes sociales y los medios con desinformación. Muchas veces, las mismas publicaciones científicas se contradecían entre sí. En ocasiones, según lo vi en las mesas de edición de la época, para ganar la nota. Otras más, por genuina escasez de recursos informativos. Teníamos el horror demasiado cerca. La miopía viene natural.
Entre el confinamiento, la angustia y la necesidad asfixiante de volver a la normalidad, la ciudad china de Wuhan parecía la causante de un terror global. Una especie de epicentro de la catástrofe. Así lo narraron algunos medios, y los cerebros pandémicos nos tragamos esa versión —y otras más— de las cosas. Algo de esa misma niebla pandémica me nubló los ojos, incluso por encima de las pilas y pilas de pañuelos usados. Así que empecé a leer sobre coronavirus. Otra vez.
Pan dulce cerca de mí
Muy pronto, mi curiosidad científica cambió de enfoque. Sin darme cuenta, me quedé dormida con la computadora sobre las piernas, recostada en la cama. Hacía frío y la fiebre me impidió mantener los ojos abiertos por más de media hora. En el sueño, sin embargo, la ventisca de imágenes se convirtió en huracán: lo viví como si verdaderamente el mundo entero hubiera vuelto al encierro absoluto, con cubrebocas y gel antibacterial como talismanes de protección en las entradas de las casas. El recuerdo de una persona con lentes redondos y pesados atada a un tanque de oxígeno me acribilló: los marcos de los armazones casi lograban esconder el par de ojeras pesadas que le colgaban de los ojos.
Desperté con sudor helado en todo el cuerpo. La niebla mental que había aparecido por la mañana se había hecho aún más espesa, como la nata pesada y sucia de smog que envuelve a la Ciudad de México durante los últimos meses del año. En ese momento supe que tenía que respirar aire fresco, aunque la congestión no me lo permitiera del todo. Abrí la computadora una vez más, y me puse a buscar lugares en dónde desayunar pan dulce. Ya no quería pensar en la pandemia, en el coronavirus, ni en el encierro.
«Pan dulce cerca de mí». Así lo busqué, ya sin la intención de saber nada sobre la pandemia, la Edad Media, ni la Danza Macabra. La sombra de mi niebla mental parecía disiparse conforme me alejaba del tema. Al hurgar en los resultados de búsqueda, sin embargo, no puede evitar reírme. Un medio de chismes publicaba el siguiente titular: «Wuhan: la calle maldita en la Colonia Juárez de la CDMX». Leí el artículo completo sólo por morbo.
Según el texto, después de la pandemia por COVID-19 una serie de emprendedores locales habían abierto negocios sin relación a la crisis sanitaria. Puestos de tacos, librerías, bares encubiertos: cualquier cosa que, por lejana que pareciera al encierro, le hacía guiños en los nombres de los platillos, los tragos o incluso en los grafitis de los baños. Un espacio en particular me llamó la atención. Era un cafecito que se llamaba, tal cual, Wuhan. Parecía ser que los dueños habían tapizado el nombre de la calle para que verdaderamente pareciera que se llamaba como la ciudad al centro de la provincia de Hubei. Se habían tomado la molestia, incluso, de imprimir una estampa con la misma tipografía clásica de los letreros callejeros en la zona. Cualquier extranjero se la hubiera creído.
El reportero, incluso, había adjuntado evidencia fotográfica. La fachada del lugar parecía de un restaurante chino tradicional, con la puerta circular y los dragones de fauces amplias. Los meseros se vestían completamente de blanco, sólo para servir té de jazmín y otras delicadezas dulces. Terminé el texto con la boca seca. En ese momento, decidí que tenía que ir por mi pan dulce ahí. No creo en las coincidencias.
Praga 33
Havre, Londres, Sevilla: todas son calles de la Colonia Juárez, rebosantes en negocios coreanos y los cafés más «instagrammeables» de la zona. Para mi sorpresa, el lugar sí existía, y estaba abierto en un horario de 9 a 9 los fines de semana. Todavía estaba a tiempo de ir por un tecito de jazmín. La ubicación del texto sugería que estaba en un local a pie de calle en una casona vieja, en el número 33 de la calle Praga. Según el mapa del buscador, haría menos de 15 minutos caminando. En ese momento, la curiosidad pesaba más que la congestión nasal.
Tal vez fue la emoción, o la franca necesidad de sentir aire en los pulmones, pero llegué al lugar en la mitad del tiempo estimado. Desde fuera, parecía que el local estuviera abandonado. Las puertas abatibles de la entrada estaban casi caídas, una sobre la otra, como si las hubiera tumbado el viento. Tenían las luces apagadas, pero asumí que sería porque apenas era mediodía. Al acercarme, escuché movimiento de trastes al interior. Incluso a través de las flemas, me llegó el olor de pan recién hecho. O eso pensé.
Decidí entrar.
Cicatrices sobre los muros
Ni siquiera la vista del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl cubiertos por completo de nieve me quitó el aire de esa forma. Sobre las paredes, la recepción, las mesas, había montañas de periódicos pandémicos, como si un volcán extinto hubiera estallado ahí dentro. Los titulares eran cicatrices sobre los muros: «Por qué la COVID-19 es una enfermedad vascular y no respiratoria», «El humo de los incendios forestales aumenta los contagios y muertes por coronavirus», «La vacuna altera el ciclo menstrual», «Repunte de casos»…
Sentí cómo se me entumecían las manos. Las voces de las noticias y los recuentos semanales de muertes por el virus afloraron nuevamente en mi cabeza, como si la niebla mental finalmente se hubiera disipado por completo. Fotografías de hospitales, retratos de pacientes positivos, clases a distancia, plataformas de reuniones en línea: era un baile siniestro de imágenes que nadie quiere recordar. Ni siquiera los periodistas, los científicos. Hay eventos que sí vale la pena enterrar en el torrente de información que inunda las redes.
Salí corriendo de ahí. Ni siquiera mi interés nostálgico por el periodismo, ni el antojo brutal de pan dulce, me retuvieron en el local. Antes de dejar atrás el lugar, escuché a una persona resoplar: ¡Hay gel en la entrada!
Nota
Éste es un texto de ficción. No hay una calle que lleve por nombre «Wuhan» en la Colonia Juárez. Entiéndase, a lo mucho, como una licencia literaria capitalina. Nada más.