Tomé el control de los periódicos, y así me convertí en el amo de la mente pública...
(Joseph Fouché, 1824)
Si no conoces las razones que dificultan los cambios de régimen, he aquí -generosa y gratuitamente expuestas- algunas pistas de reflexión que pudiesen arrojar alguna luz sobre tan vasto tema.
No se trata -como pudiese pensar el vulgo, la prensa del corazón o el guatón de los ataúdes1- de sustituir costumbres alimenticias con el sano propósito de adelgazar, sino de modificar sustancialmente los intereses que presiden la toma de decisiones en la conducción del Estado.
La rica experiencia de Francia entre los años 1789 y 1870 es de innegable interés al respecto, aunque solo fuese porque en tan breve espacio de tiempo histórico el país experimentó la Monarquía, la República, el Consulado, el Directorio, el Imperio, la Restauración, los Cien Días, la II Restauración, la Monarquía Constitucional, la II República y el II Imperio, para terminar en la III República que se iría de espaldas con la Ocupación nazi y el régimen de Vichy en 1940.
Apenas 81 años de vida institucional, doce regímenes -¡doce!- no tan diferentes visto que sería imprudente pretender que el pueblo de Francia estuvo involucrado en las intrigas, repartijas, negociados, decretos, imposiciones, golpes de Estado, compra de políticos, venta de ministros, maniobras de boudoir2, alianzas, traiciones, octrois3, órdenes, contraórdenes, conquistas y derrotas, si exceptuamos el papel de carne de cañón, ganado para ordeña, mano de obra servil y/o masa influenciable al servicio de los Señores.
Doce regímenes en 81 años, eso da una media de menos de 7 años por régimen. Dato a comparar con la magnífica estabilidad institucional constatada en Chile: la Constitución de 1833 vivió 92 años, y la de 1925 hasta el golpe de Estado de 1973, o sea 48 años. Desde entonces -digan lo que digan los tinterillos- vivimos en un régimen de facto amenizado luego por una Constitución impuesta en 1980, o sea desde hace exactamente medio siglo.
Japón es otro país que se caracteriza por su estabilidad institucional: cuando -después de Hiroshima y Nagasaki- los EEUU ocuparon el país, redactaron una Constitución a su regalado gusto, que le impusieron a Hirohito en 1946, a la que nadie ha osado cambiarle ni una coma durante 77 años. Soberanía que le llaman...
¿Qué determina la estabilidad de los diferentes regímenes y por ende la dificultad de cambiarlos?
Un personaje que fue un verdadero conocedor, actor, edificador y destructor de todos y cada uno de los regímenes mencionados, -Joseph Fouché-, ofrece una respuesta sencilla: los intereses creados en cada uno de ellos.
Cada régimen se apoya en sus privilegiados, que también llaman la elite. Cada régimen, para asegurar su estabilidad, comienza por garantizar los cargos, la fortuna, los títulos, los honores, la adquisición de bienes nacionales, las exacciones y el pillaje del erario público, en otras palabras, los latrocinios perpetrados en los regímenes precedentes.
Así se suman intereses que, si alguna vez fueron opuestos, terminan fusionando de cara a las amenazas que surgen de la lucha de los despojados.
En Francia, a la caída del Imperio, es decir de Napoleón, sucedió la Restauración, o sea el regreso a la monarquía hereditaria: Louis XVIII -hermano de Louis XVI, guillotinado por la Revolución- accedió al poder. Fouché pudo escribir:
Volviendo a subir al trono, los Borbones encontraron apoyo en los corazones, pero no en los intereses.4
Louis XVIII se apresuró en otorgar su Charte, suerte de principios institucionales:
La Charte confirmaba, es verdad, los títulos, los honores y en cierto modo los cargos; legalizaba las adquisiciones de la propiedad nacional; pero no fue suficiente para tantos hombres inquietos y prevenidos.5
Una de sus primeras medidas consistió en nombrar Ministro de la Policía a Joseph Fouché, quien había votado en favor de la pena de muerte para su propio hermano en 1792, cuando la Convención Nacional juzgó a Louis XVI y le reconoció culpable de numerosos crímenes asimilables a la Alta Traición, condenándole a la guillotina.
Para Louis XVIII, apoyarse en un regicida es asimilable a la conversión al catolicismo del muy protestante Henri IV, condición necesaria para acceder al trono de Francia en 1589 que dio origen a su célebre frase: «París bien vale una misa».
Joseph Fouché explica en sus Memorias que cada régimen produce su cuota de privilegiados, que se apresuran en constituir una confortable fortuna antes de ser expulsados del poder.
El mismo Fouché es un caso de escuela: sirvió y traicionó a todos y cada uno de los regímenes, e hizo realidad la declaración de su alter ego, Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, quien, al ser nombrado ministro de Relaciones Exteriores en julio de 1797, exclamó extasiado:
¡Tenemos el cargo, tenemos el cargo! ¡Ahora tenemos que hacer una inmensa fortuna, una fortuna inmensa!6
Ya en el poder, Fouché y Talleyrand tuvieron mucho cuidado en mantener contactos, en favorecer y en enriquecer a sus supuestos adversarios y/o enemigos, gracias a lo cual contribuyeron a la estabilidad del régimen en vigor, y a perennizar su permanencia en el poder gobernase quien gobernase.
Cualquier parecido con lo ocurrido bajo otros cielos, en otras latitudes, es pura coincidencia. Quienes, como Talleyrand o Fouché, pasan de un partido a otro, sobreviven espléndidamente en cada régimen, asumen cargos y responsabilidades públicas y/o privadas, amén de hacerse de un no despreciable botín, reciben el apodo de «corchos».
Como quiera que sea y como todo el mundo sabe, la corrupción de las clases políticas parasitarias son cosa del pasado. Desde la aparición de la transparencia la corrupción desapareció al punto que resulta difícil explicar de qué se trata, o más bien se trataba, visto que ya no hay.
Uno mide el sacrificio y la sensatez de quién le lavó la cara a la Constitución de 1980, la firmó incluso, y anunció luego que el país retomaba ¡por fin! el rumbo democrático.
Otros antes que él habían echado mano al recurso del método: Arturo Alessandri, al regresar de su exilio y pese a haber prometido una Asamblea Constituyente (telegrama de Roma) optó por no convocarla.
¿Las razones? «Falta material de tiempo para verificar las inscripciones del electorado, para instalar enseguida la Constituyente y para que esta dispusiera del tiempo necesario para terminar su misión y alcanzar a fijar las reglas de la elección del Congreso y del Presidente», explicó en sus Memorias.
De modo que el León de Tarapacá reunió a 150 iluminados en La Moneda para determinar el qué hacer. Fue Agustín Edwards quien sugirió la idea de dos comisiones: una encargada de elaborar un anteproyecto constitucional («comisión chica») y otra que debía discutir el mecanismo para aprobar el texto («comisión grande»). Chile nunca sabrá lo que le debe a los Edwards, aunque los Edwards saben lo que le deben a Chile.
Para no alargar en demasía esta nota no haré el paralelo entre Agustín Edwards y lo que cuenta Antonio Beltrán Hernández en su libro El Valle de Lágrimas. Refiriéndose al clan Creel-Terrazas del Estado de Chihuahua, Beltrán cuenta que alguna vez le preguntaron a un miembro de dicha familia si era de Chihuahua, su respuesta fue clara y definitiva: «no, Chihuahua es mío».
Si no sabías porqué es tan difícil cambiar de régimen... ahora lo sabes.
Notas
1 Guatón de los ataúdes: en los años 1960 hubo un individuo extremadamente corpulento, que cada día se presentaba en un conocido restaurant del centro de Santiago, premunido de una caja repleta de especias, condimentos, aderezos y adobos varios. La forma de su caja estuvo en el origen de su apodo: el guatón de los ataúdes. Servidor lo vio, de sus ojos vio.
2 Boudoir: palabra francesa: tocador, lugar femenino de recepción. Muchas decisiones políticas se tomaban en medio del fragor de la recepción. La influencia femenina tenía sus horas. Si no me crees, pregúntale a Napoleón.
3 Uctroi: palabra francesa: concesión, otorgamiento. El monarca, en su reconocida e infinita generosidad, a veces (no muchas) le otorgaba algún favor a los pringaos.
4 Fouché: Mémoires. Ed. Jean de Bonnot. 1967. 446 páginas.
5 Fouché, op. cit.
6 Emmanuel de Waresquiel: Talleyrand, le prince immobile. Ed. Fayard. 2006. 850 páginas.