Bruno Montané Krebs (Valparaíso, 1957) es fundamentalmente un poeta. Fue parte del movimiento Infrarrealista y editó junto con Roberto Bolaño las revistas Rimbaud vuelve a Casa (1977) y Berthe Trépat (1983). La editorial Candaya ha publicado su obra poética en El futuro-Poesía Reunida 1979-2016 (Barcelona, 2018). Uno de sus poemas, publicado en Mapas de Bolsillo (2013, Tajamar, Chile) dice lo siguiente:

Papeles y Flores de la suerte
Toda metáfora puede ser vertiginosa
sí cumplimos un sueño joven
que atraviese el fuego
y sepa todos los nombres.

Nombres de personas y cosas
en los vibrantes papeles de la suerte.
Cada imagen va y vuelve
y sabemos que ella es
una misma y distinta flor en la mano
de quien sueña.

Una imagen que nos induce
al silencio frente a los papeles
y las flores de la muerte.

Efímera (Contrabando, 2022) primera novela de Bruno Montané podría explicarse por medio del poema citado arriba. El libro es un breve relato que imagina la vida de Rubén Darío durante un viaje a Chile, en los años de su juventud. Un viaje poco conocido y sobre el que el autor imagina una serie de experiencias que reflejan, por un lado, aquel «sueño joven» de la poesía, lo mismo que el encuentro amoroso y la vaga amistad, que podría traducirse como aquella «flor en la mano de quien sueña». Darío llega a Chile, movido por un inocente deseo de aventura; cumple distintos trabajos, sobre todo como periodista. Y se la pasa en su habitación escribiendo poemas. El retrato que traza Montané de la sociedad a la que llega Darío pasa de la crítica social a la denuncia política: uno de los patriarcas chilenos que recibe a Darío lo invita a comer una serie de manjares, mientras desde la calle miran los rotos, los pobres; casi al final del libro, Darío es invitado a una comida con el presidente del país, quien cuenta cómo un empresario pretende comprarlo con un regalo, una locomotora de oro.

«El episodio (del tren) lo narra Neruda en el Canto General -cuenta Bruno- Le pasó a Balmaceda, que poco después se suicidó». Así describe el autor la escena en la que el presidente cuenta cómo míster Burns intenta hacerle el regalo:

El presidente bromeó sobre algún tema, para lograr cierta distensión, pero casi al instante pasó a contarnos que un empresario inglés había querido hacerle un regalo y se sintió en el deber de no aceptarlo; un regalo que olía a obtención de favores, prebendas que estaba convencido que él no podía ni debía otorgar. Jaime le preguntó cuál era el regalo. El presidente sonrió de forma leve y extraña, como si ese regalo pudiese considerarse normal, pero un segundo más tarde una aberración absoluta. «¿Saben cuál era el regalo?», preguntó con voz melancólica y un tanto desafiante, convencido de que jamás lo adivinaríamos. Permanecimos en silencio, nadie se atrevió a decir nada, dábamos por entendido que la respuesta no era fácil. Nos sonreía y su mirada aún reflejaba cierta clase de humillación que me fue imposible discernir. «Una pequeña locomotora de oro», dijo y, como si hubiera decidido que debía compartir algo con todos, añadió como si meditara en vol alta: «¿se dan cuenta?», y como nadie dijera nada, insistió: «¿se dan cuenta?»

He tenido la extraña fortuna de conocer a Bruno -lo mismo que a Ignacio Echevarría- por lo que me siento en la pista de Los detectives salvajes. Sin duda, es un privilegio que me exalta, lo mismo que me llena de melancolía. De alguna manera el acto de escribir se revela, para estos autores, como una especie de duelo, en el doble sentido del término: como batalla, pero también como hondo dolor, que a veces se expresa por medio del repudio y el asco. Una alegría loca de vivir se desdobla en la denuncia de la estupidez y la maldad.

«Aquí quedaba la librería Europa -me cuenta Bruno mientras cruzamos en bicicleta el barrio de Gracia, en Barcelona- era la librería de un nazi. Pero cerró porque mucha gente protestaba. Incluso hubo un proceso judicial». Reconstruyo de memoria las palabras de Bruno. A lo mejor no son muy exactas. «Son extranjeros porque han sido expulsados de su país -me dice, cuando hablamos de la errancia de los judíos- no se marchan porque quieren. Es como la cruzada de los huérfanos, que va en busca de Jerusalén». Y después, un día, mientras hablamos sobre los escritores del boom y Ángel Rama: «Dejaron a un lado a Arguedas porque era un indio».

La agudeza de Bruno es comparable a la de Ignacio Echevarría: mientras caminamos por la calle junto a dos escritores famosos, Ignacio inicia una mofa de las cursilerías que se dicen los hombres célebres, lo que provoca un breve silencio y un malestar y una risa. Y luego, la interpelación que me hiciera a mí mismo: «Te marchaste a París…una ciudad cara…». Es cierto, le digo, pero me quedé en casa de un amigo, Telmo Herrera. No pagué hospedaje, y prácticamente no gasté en comida». Ignacio me escucha atentamente cuando trato de explicar la situación política y social del país. Se alegra cuando le hablo de la fortaleza de la organización indígena, pero se vuelve sombrío cuando le digo que sus dirigentes han retomado las mismas nociones del Mariátegui de Sendero Luminoso. Y luego, la segunda vez que nos vemos, me dice que mis escritos carecen de programa, o de punto de vista.

En cierta forma, es lo mismo que sucede cuando Bruno me pregunta sobre Correa. No atino a responder, pues la imagen de la revolución en el exterior seguramente sigue siendo favorable. Y, en verdad, no hay nada como ponerse del lado de los que se resisten a las presiones de un imperio y pretenden llevar a cabo un programa revolucionario. Pero vivirlo desde dentro…significa encontrarse, en realidad, con una fantasía. Se pasa muy rápido a la decepción, a la inclinación anarquista, a la rabia. «Entonces, ¿Carrión es un escritor burócrata?», pregunta Bruno. «Algo así», le respondo. «Entonces, ¿la política ha entrado a la universidad?, pregunta Ignacio. No alcanzo a responder, pero ya de vuelta, me cruzo con el exalcalde de la ciudad en las escaleras de la facultad. La universidad se ha convertido en un bastión correísta, comenzando por el rector. La directora de estudiantes. El director académico. La directora de grado. Van seis años en el gobierno universitario… han usado y abusado del miedo con los administrativos y profesores… es repugnante.

Pero allí está, muy en el fondo, la imagen de Rubén Darío… al final de la novela Darío conversa a solas con la bella Lucía. Le cuenta, no sabe por qué, una historia terrible: en una pequeña ciudad de su país el pueblo termina por arrastrar a un político ladrón, es decir, lo lincha; Lucía se espanta, pero le cuenta al joven poeta una historia igualmente espantosa: una muchacha que ha sido usada y desdeñada por un galán, un día, en medio de una fiesta, salta sobre el tipo y le clava un cuchillo en el corazón. La novelita acaba con la siguiente escena, que tiene lugar cuando Darío se encuentra navegando de vuelta a su país:

Casi un mes más tarde el barco llegó a Panamá. En el puerto nos sorprendió una infausta y funesta escena que sólo algunos de los pasajeros que estábamos sobre cubierta pudimos comprender. De pie o acodados en la pasarela vimos que en uno de los muelles se hallaban emplazadas unas jaulas enormes donde estaban encerrados un centenar de hombres desharrapados. Gritaban sudorosos y enardecidos mientras los guardias los vigilaban y, a ratos, les imprecaban. Los guardias golpeaban los barrotes para aplacar los gritos de esos hombres a quienes al parecer se les había encerrado por protestar ante el mísero pago recibido a cuenta del durísimo trabajo realizado en unas obras del puerto. Asqueado por tal escena, preferí no bajar al muelle y privarme de una visita a esa ciudad.

Pero… dicen los versos finales del poema: «Una imagen que nos induce/ al silencio frente a los papeles/ y las flores de la muerte».

Cuando los sueños jóvenes del vértigo y el fuego y el amor se encuentran con aquellos otros papeles, los de la muerte… como el poeta que mira desde el barco una escena de horror…como la poesía que alguien intenta recordar en un campo de concentración. ¿Qué nos queda? ¿El silencio? ¿La parálisis? ¿La rabia?

Un querido amigo me dice: «Usted ya no es un anarquista, es sólo un anticorreísta». Y Bruno me interpela, en cierto momento: «¿Para qué hacían este periódico?, refiriéndose a un periodiquillo de humor que hacía con un amigo, La Fulana». No se vendía mucho, le digo, pero había gente que se interesaba en él. Uno de los interesados llegó a ser canciller. Yo tuve el privilegio de hablarle y escribirle y le dije que posiblemente Ecuador podía convertirse en una escala de Costa Rica; un país para el turismo y la investigación científica. Me convertí, ciertamente, en un asesor. Pero en uno que no ganaba un céntimo por sus opiniones. Uno o dos años después, cuando había ya otro canciller, llegó la huelga encabezada por los indígenas. Yo salí a observar, como tanta otra gente.

Salí con un amigo que se negó a participar porque le pareció conducida por burócratas, sobre todo por aquellos que dirigen la Casa de la Cultura. Guillermo Lasso, llevó a cabo, en efecto, una política brutal: invadir la Casa de la Cultura con la policía. Sólo un preludio de lo que pretende hacer con el país: llevarlo a una guerra contra el Narco, similar a la que ha tenido lugar en México y Colombia. Es cierto, Estados Unidos podía destinar a Ecuador a un papel similar al de Costa Rica, pero según se ve no es ese su interés: quiere convertir el país en Ucrania. ¿Eso significa que los correístas son la única alternativa? -correístas e indígenas mariateguistas que entran a la ciudad como si vinieran a una guerra, armados con unos palotes… y también con sus viejos y sus niños… que se encuentran con la policía y entonces tiene lugar una escena infernal. He reflexionado ya sobre esta cuestión, y lo único que puede atemperar los ánimos es una opción semejante a la de Mujica en Uruguay, que en nuestro contexto posiblemente sea la de Hervas. «Toda metáfora puede ser vertiginosa/si cumplimos un sueño joven/que atraviese el fuego/y sepa todos los nombres. /Nombres de personas y cosas/ en los vibrantes papeles de la suerte.»

P.D.: Bruno insiste en saber quién se negó a publicar el libro de Ignacio en Quito. Yo me resisto a contarle, pero al final lo hago. Sé que la persona que se negó va a justificarse, o ya se justificó, aludiendo a un acontecimiento de hace veinte años sobre el que nunca pudimos hablar. Un acontecimiento confuso, en el que se me hizo un juicio sin la oportunidad de defenderme. No viene a cuento referirse a esa cuestión específica, pero siempre cabe estar alertas frente a la falsificación de la historia. Sobre todo, obviamente, cuando uno es parte de ella. Por otro lado, veo que se celebra una especie de honra fúnebre poética en el centro cultural que dirige la mentada persona. Veo allí al ex-director de cultura, a un poeta. Allí se mató hace unos meses César Chávez, el bibliotecario. Yo quisiera saber cuáles eran las condiciones de trabajo que fue obligado a cumplir. Sólo quisiera conocer con exactitud lo que pasó allí. César se mató y nadie es culpable. Pero siempre existen responsables, jefes, que dan las órdenes y que convierten los trabajos o los países en infiernos.