En febrero de 2024 se organizará en Katmandú (Nepal) un nuevo Foro Social Mundial. No cabe sino admirar a los organizadores por su valentía y decisión, ya que el objetivo del evento no está nada claro y los resultados de los foros anteriores no son nada abrumadores.
Cada marcha inaugural y cada foro aportan entusiasmo y motivación a sus participantes. Es difícil descubrir resultados más tangibles. Es muy posible que las organizaciones y movimientos locales encuentren motivos para coordinar mejor sus acciones, pero como foro mundial y acciones y campañas mundiales, el resultado es simplemente inexistente.
Los miembros de su Consejo Internacional siguen hablando de un «proceso», aunque no haya progresión alguna de un foro a otro. Rechazan obstinadamente todo esfuerzo por articular políticamente temas y movimientos diferentes, quieren un «espacio abierto» que, en la mejor de las hipótesis, solo puede compararse a una especie de festival de tres días.
La ironía de este estado de cosas es que absolutamente todo el mundo está convencido de que algo debe cambiar si queremos construir de verdad «otro mundo», lejos del neoliberalismo, de las guerras, del cambio climático, de las crecientes desigualdades. Pero no hay nadie que tenga una idea de cómo hacerlo, de cómo unir a los movimientos, de cómo hacer que busquen una preocupación y una visión comunes, de cómo hacer que hablen con una sola voz.
La iniciativa más reciente para averiguarlo procede de La Gran Transición, un foro en línea de ideas y estrategias y una red internacional para la exploración de conceptos para una transición hacia un futuro de vidas enriquecidas, solidaridad humana y una biosfera resistente. Su predecesor fue el Global Scenario Group (GSG), un organismo internacional de científicos convocado en 1995 por el Tellus Institute y el Stockholm Environment Institute. El GTI organiza debates mensuales sobre temas relevantes para movimientos y organizaciones con un interés global. La pregunta de este mes se refiere a las dificultades y problemas para lograr una mayor «unidad» entre los movimientos.
Aún no se conocen los resultados de este ejercicio, pero en aras de este artículo es útil sacar unas primeras conclusiones y mostrar lo muy problemática que es la cuestión y cómo será casi imposible lograr algún tipo de convergencia.
Es evidente que muchos de los encuestados nunca han intentado reunir a los movimientos mundiales y piensan que el interés común es fácil de encontrar; puede ser la preservación de nuestro planeta o el respeto de todos los derechos humanos. Pero todos aquellos que lo hayan intentado sabrán que la formulación de un objetivo tan respetable no dice nada sobre la manera de realizarlo. También el Banco Mundial querrá preservar nuestro planeta, e incluso pretenderá defender los derechos humanos. Sabemos lo que esto significa en términos de política práctica y conocemos los resultados obtenidos hasta ahora. Afirmar lo obvio, es decir, «definir una visión común clara y convincente», se convierte entonces en algo casi imposible si tiene que servir para hablar con una sola voz u organizar algún tipo de campaña común emancipadora. Todos los movimientos tienen sus propias prioridades y sus propios puntos de vista ideológicos. Sabemos por experiencia que es extremadamente difícil abrir algunas brechas en sus muros blindados.
Evidentemente, el objetivo no puede ser llegar a un movimiento mundial unificado y centralizado. Pero la búsqueda de preocupaciones compartidas y comunes implicará una actitud abierta y habrá que establecer reglas muy claras. También implica conocerse mutuamente, así como los objetivos y principios fundamentales de cada uno. No puede tratarse de acabar con las diferencias o las identidades, al contrario. Tampoco puede tratarse de limitar el radio de acción de los movimientos. Debe consistir en descubrir qué preocupaciones comparten varios movimientos, a pesar de su diversidad. Requiere que los movimientos y sus líderes se quiten las anteojeras, guarden sus egos en la nevera y miren abiertamente al mundo y a los demás movimientos.
Sin embargo, el impedimento más difícil en estos momentos es el declive de algunos valores básicos comunes sobre los que pudimos unirnos en el pasado. Muchas de las «creencias básicas» de las fuerzas progresistas han desaparecido. Por ejemplo, el universalismo, del que ahora se dice que es «abstracto» —como si no fuera una condición para preservar la diversidad— o el «desarrollo» —como si no todas las personas aspiraran a tener medios de vida dignos y sostenibles— o la democracia, en cualquiera de sus formas —como si las políticas de derechas o las dictaduras militares pudieran ocuparse de las necesidades de la gente—. Otros ejemplos son el papel del Estado, los derechos humanos «occidentales», el rechazo de la «modernidad», etc. Sin duda, en este capítulo, la cuestión de las definiciones es crucial, ya que muy a menudo se utilizan las mismas palabras para indicar realidades diferentes. En muchos casos, la distancia de las palabras a las cosas, del discurso a la práctica, es demasiado grande para superarla. En otros casos existen verdaderas y serias diferencias de opinión.
De hecho, es una cuestión muy difícil y la unidad será muy difícil de conseguir. Lo primero que hay que definir con mucho cuidado es el objetivo en sí: ¿qué tipo de «unidad» queremos? ¿Se trata de una verdadera unidad ideológica o solo de plataformas variables y temporales para hacer reivindicaciones y propuestas fuertes y comunes?
Hoy en día, los movimientos sociales progresistas están más fragmentados que otros. Existe un enorme potencial para la acción disruptiva, pero los movimientos no están conectados. Esto facilita aún más la represión.
¿Y los gobiernos?
Ahora, imagínense que los movimientos sociales pueden exponer su punto de vista y conseguir llevar sus ideas, a través de los partidos políticos, al gobierno. Esto es lo que persiguen la mayoría de ellos. ¿Tendrán entonces los gobiernos el poder de hacerlas realidad?
Las experiencias recientes en América Latina demuestran que no es nada fácil. El primer problema es que muchos partidos «de izquierdas» ya no se desviarán de los discursos y prácticas dominantes. Esto significa que pueden tomar algunas medidas sociales positivas, como subir los salarios mínimos o las pensiones, construir algunas infraestructuras dentro de los límites presupuestarios prefijados, pero no subir los impuestos, y mucho menos cambiar la lógica económica y neoliberal.
En muchos casos, los presidentes de izquierdas no tienen mayoría parlamentaria y este será el impedimento más importante para una acción progresista decisiva.
Como describe Aram Aharonian, fundador de Telesur, en un reciente y convincente artículo, los presidentes de izquierda de hace veinte años, como Evo Morales, Rafael Correa, Pepe Mujica, Lula da Silva, Fernando Lugo, Néstor y Cristina Kirchner no pudieron hacer más que ofrecer una especie de capitalismo «blando». No fue un problema de falta de voluntad política, sino de limitaciones financieras, amenazas de los mercados financieros, falta de mayorías, etc.
En la segunda «ola rosa» actual, la situación no es mejor. Basta pensar en México, donde el presidente López Obrador tiene mayoría parlamentaria, pero no la suficiente para realizar cambios constitucionales fundamentales. Si a esto le añadimos una oposición tóxica con mucho poder mediático, queda meridianamente claro que el acceso al gobierno no significa que se pueda monopolizar el poder. Además, para hacer lo que el presidente quería en materia de infraestructuras y lucha contra la corrupción, eran necesarias grandes concesiones a las fuerzas armadas.
Lo que vemos que ocurre hoy es, una vez más, el mismo viejo patrón. Pedro Castillo ha sido marginado en Perú; Gabriel Boric ha sido desactivado en Chile, porque su nueva constitución podría haber hecho posibles reformas estructurales; Luis Arce tiene que luchar contra la oposición de extrema derecha en Bolivia más la competencia de sus propios compañeros; Lula da Silva intenta centrarse en políticas exteriores donde sí puede marcar la diferencia, mientras su parlamento vota leyes que van en contra de su programa; Gustavo Petro es derrotado por su oposición parlamentaria en Colombia y ni siquiera puede aplicar sus reformas más importantes, como un sistema de sanidad universal y público. En cuanto al presidente electo de Guatemala, Arévalo, ahora se está haciendo todo lo posible para impedir que asuma el poder.
Esto ofrece un panorama sombrío y podría potenciar un pesimismo creciente. Sin embargo, es bueno recordar también las experiencias que estuvieron cerca del cambio estructural. Hugo Chávez podría haber cambiado las cosas, si no hubiera habido una larga huelga de la industria petrolera con consecuencias devastadoras, también a nivel de gobernanza económica. Venezuela tenía los recursos y un hermoso plan de desarrollo comunal autónomo, pero su aplicación quedó bloqueada.
Y lo que es más importante, en el año del 50 aniversario del golpe de Pinochet en Chile, es importante recordar que Salvador Allende sí tenía un programa serio de cambios estructurales y revolucionarios. Su programa no «fracasó», como se dice ahora, sino que fue detenido e imposibilitado. En una reciente entrevista a Jorge Arrate, su ministro de Minería y responsable de la nacionalización de las minas de cobre se subraya que el golpe se produjo justo cuando el país vivía su único momento en la historia de una posible transformación política, económica y social, un cambio fundamental de las relaciones de poder.
También conviene recordar que el gobierno de Allende actuó en un marco plenamente democrático y legal, continuando la labor que había iniciado su predecesor. Sin embargo, dos generales leales fueron asesinados, el ministro de Asuntos Exteriores fue asesinado, varios ministros desaparecieron el día del golpe y nunca más se les volvió a ver. Pinochet decidió matar a todos los «comunistas» conocidos y supuestos, de la forma más atroz.
En cuanto a la sociedad civil, debe saber que todos estos límites son válidos también para ella.
Cuando, en los años ochenta, el gobierno colombiano llegó a un acuerdo con las FARC de la lucha armada y las convenció para que se integraran en el proceso democrático como «Unión Patriótica», miles y miles de sus miembros más importantes fueron asesinados.
Una de las iniciativas más prometedoras de las últimas décadas, los neozapatistas del EZLN en México, ya tienen sus municipios «autónomos». Pero siguen viviendo en la pobreza extrema con el acoso de las fuerzas militares y paramilitares. Su futuro es sombrío.
Hay muchas lecciones que aprender de todas estas experiencias. La más importante se refiere a la debilidad de la mayoría de los proyectos progresistas y de izquierdas. Los límites de lo que se les permite hacer están fijados de antemano por las fuerzas dominantes y hegemónicas. Sin embargo, no son argumentos para caer en el pesimismo. El neoliberalismo y el socialismo han fracasado. Pero renunciar a los planes de construir «otro mundo» nunca debería ser una opción.
Las lecciones que aprender implican un análisis muy profundo de la situación interna y externa, de los intereses económicos a tener en cuenta, de las actividades económicas a desarrollar, de las políticas sociales a priorizar, del apoyo exterior a prestar, de la educación política de la población, de las políticas de comunicación y medios, de la posible respuesta armada a dar. Es difícil, es una tarea titánica, pero es posible. Y requiere una cooperación global, así como un análisis completo de las relaciones de poder de la situación actual y de las oportunidades para cambiarlas.